El frío me
decidió por caminar. Dejé atrás el concierto de quejas que apasionadamente
pretendían modificar mi decisión –era una tarde soleada, y aunque el frío
invernal golpearía mi cara, mis orejas, mis manos, el calor que lograría con el
movimiento lo compensaría– y emprendí la caminata, por la vereda del sol.
Me despedí con
un distraído “nos vemos allá en un rato”, sin explicar mi teoría de la ganancia
de calor, dejando crecer un desatino murmulleante tras de mí. Un par de voces aún
sobresalían en ese enjambre de ceño fruncido, cuando cerré la puerta del
ascensor para bajar a la calle.
No estaba lo
abrigada que hubiera deseado –no podía elegir la ropa–. Mi única libertad fue
la del abrigo –elegí mi gamulán beige con capucha, y forro de corderito–: mi
gamulán de los últimos siete inviernos. También esa elección levantó murmullos.
También, impávida, elegí ignorarlos.
Tomé 18 de
Julio. A las cuatro cuadras empecé a sentir que el frío cedía. A las quince, me
saqué la capucha y desaté el pañuelo que llevaba en el cuello. Un pañuelo
precioso que me había regalado Joaquín al año de conocernos. Raro, porque
Joaquín nunca daba con mi gusto y yo dudaba frente a cada regalo: ¿debía
hacerle un mal teatro o ser sincera –odio incluido–? Pero este pañuelo fue una
excepción. Me sentía enamorada en aquel entonces. Me sigue gustando ahora.
Joaquín me preguntaba cada tanto cuándo me lo pondría. El ritual implicaba la
invariabilidad de la respuesta: “En alguna ocasión especial”. El momento nunca
llegó. Y el pañuelo quedó guardado en el fondo de un cajón, hasta que la
mudanza lo devolvió a mi presente.
“¿Por qué no
usarlo hoy?” –me había dicho antes de salir. Me encontraba recreando este
pensamiento y sus ramificaciones, cuando un hombre pasa a mi lado, caminando
rápido, y me roba la atención y todo lo anterior se borra y fantaseo con que
hay un AH y un DH en esta caminata. Ese Hombre como origen de este nuevo
sistema de coordenadas que irrumpe y quién sabe.
Pronto recordé
que con Joaquín había sido igual. Sólo que Joaquín me cruzó de frente y no de
espaldas, y yo pude verlo venir, verle la cara, la matera colgando, el pelo
largo, su cadencia al andar, su aire viril. Pude parar unos metros después,
segura de que ya no me vería, y tranquila darme vuelta a observarlo. Había sido
impactante. Era la primera vez que me pasaba. Los hombres no me llamaban mucho
la atención por aquel entonces. Mejor dicho: me daban miedo. A los meses nos
volvimos a cruzar en la misma cuadra de la primera vez. Me obligué a mirarlo.
Debí parecerle muy extraña: la velocidad con que sacaba y ponía la vista en sus
ojos, respondiendo al deseo y al miedo respectiva y sucesivamente, debieron
darme un aire tan poco seductor, que por lo general, tras cada encuentro
–porque se sucedieron con gran frecuencia: trabajaba cerca y sin gran
dificultad logré conocer sus horarios de entrada y salida– quedaba siempre un
poco deprimida.
Este hombre,
–que ahora se detuvo justo cuando acelero el paso para acercármele–, no se le
parece, salvo en el color del pelo. Este H es una promesa. Piernas firmes, con
el estado de delgadez y firmeza que a mí me gustan, cubiertas por un pantalón
de pana marrón que no oculta sus formas –Joaquín nunca se lo pondría–, pelo
lacio, semi corto, pero no tanto, demasiado canoso para la edad que le supuse
sin todavía alcanzar a verle la cara. Blazer negro, ¿de pana o gamuza? Y una
bufanda colorida. Ah, y un precioso morral de cuero cruzado, que le queda como
pintado. Ambos accesorios que Joaquín “ni mamado” –expresión tan suya–
utilizaría. Sólo me molesta que tenga el pelo gris, como Joaquín.
H promisorio. Quiero
verle la cara. Quiero constatar que no tiene la edad de sus canas. Me quito los
lentes de sol, para poder apreciar sus rasgos en cuanto lo esté pasando.
Calculo mal, porque en el momento en que me estoy quitando los lentes él
desacelera bruscamente, llevándose el celular a la oreja, y con horror veo en
cámara lenta cómo quedan juntos en un mismo acto a la altura de sus ojos: mi
mano izquierda descendiendo lentamente de mi rostro con los lentes que van
saliendo de mi visual, y mi cara girando hacia mi derecha orientada hacia esa
otra cara, a casi cuarenta y cinco grados de la dirección de mis pasos, en el
momento del cruce. La vergüenza me toma entera, y pongo forward x8 a mis pies
para salir de esa lentitud pasmosa, hasta imaginarlo lejos.
No giro para
verlo, sigo. Este hombre nunca se fijaría en mí. ¿Y qué le diría, además? Otra
vez venía Joaquín a mi cabeza. Casi hubiera sido un episodio efímero como este,
si me hubiera vencido el temor, hace cinco años. Si hubiera seguido de largo,
como ahora. No fue hace tanto. Pero parece. También pensé en aquel entonces que
sería un hombre que pasaba. Un lindo hombre que pasaba. Que pasaba.
Miré mi
celular silenciado y constaté que todavía tenía tiempo, así que decidí entrar a
una tienda de ropa que ofrecía descuentos fabulosos. El hombre era historia. Mi
sensación no. A poco de revolver una mesa de saldos, reparé en mi hastío, y en
que si bien ya tenía calor, mejor seguía caminando por la vereda del sol, rumbo
a la Ciudad Vieja, ya próxima.
Adoro la
peatonal Sarandí a esa hora temprana de la tarde, cuando el sol le da de lleno
y está tan viva que late, deambulada por turistas con sus pasos despreocupados,
adornada por artesanos de todo tipo, dispuestos de un lado y del otro, vestida
por el bullicio que hacen al pasar quienes vuelven apurados de comer, rumbo a
las oficinas, comercios, bares que la pueblan. Es tan pintoresca la calle
Sarandí un día común de trabajo, a las dos o tres de la tarde, cuando el sol
calienta y encandila y hay que ponerse los lentes.
Pero yo los
tenía en la mano mientras, en cuclillas, miraba caravanas de aluminio que
ofrecía un artesano, en una tela sobre el suelo, en la plaza Matriz. Mi lugar
favorito de la Ciudad Vieja. Esa plaza con la calle Sarandí corriendo a un
lado, la Catedral, el Cabildo, la fuente un tanto sombría y las infaltables
palomas. Y el sol brillando fuerte. Por una vez me rebelo contra el prejuicio
del cliché, esa palabrota de desprecio. Lo digo fuerte: "¡cómo me gusta la
plaza Matriz!". Y me saco de encima un lastre. ¿Por qué no me puede
gustar? "¡Me encanta!", repito en voz alta, desafiando a Joaquín en mí,
al que se forma en mis pensamientos, el que me toma el pelo porque me gustan
lugares comunes. El artesano me sonríe, y pienso en que así me sonreía Joaquín
cuando me hacía engranar, y después me abrazaba y me decía
"peleadora", y yo me quedaba con trompa y sin razón. Elijo un par de
caravanas, estoy pagándole al artesano que me mira compasivo, y otra vez el
sobresalto. Pero esta vez no sufro el arrebato. Los lentes estaban en mi mano.
Y es él quien me pasa como en un deja vú. El mismo hombre de la bufanda, en la
misma dirección en la que nos encontrábamos tantos pensamientos atrás –pero
esta vez la detenida soy yo–. No puedo creerlo. ¿Será efectivamente el H que
instaurará un AH, y un DH?
Me dejo
llevar. Lo sigo, sin recordar que esa era mi dirección. La que hubiera seguido
sin él. Olvido mis circunstancias. Estoy suspendida, caminando liviana a un
metro de sus pasos. No lo miro. Temo que gire la nuca y repetir la vergüenza de
hace un rato, que parece ya tanto.
Advierto que
camina más lento. Estoy más cerca. Fantaseo con la imposible situación de
animarme. ¿Cómo le digo “te invito un café”? ¿Le toco el hombro, y dejo caer el
ya clásico en mí: “¿tu ruta es mi ruta?”? –la imagen de lo ridículo viene a mi
rescate, como casi siempre–. Pienso que desde hace mil cuadras parece que es
así, una misma línea recta, una misma dirección y la ocurrencia me dibuja una
sonrisa. Le miro la espalda y allí, como si fuera una pantalla de cine, me veo
en una casa con mucha madera, con ese perfume tan particular que desprende y un
ventanal por el que cae el sol, inundando buena parte de un living lleno de
plantas. Veo una biblioteca de madera rústica repleta de libros y artesanías.
Lo imagino dándome un beso al despedirse un domingo radiante al mediodía,
llevándose el mate, para juntarse a ultimar detalles de la película que está
por filmar, mientras yo me quedo leyendo un libro que debo reseñar para la
revista cultural en la que trabajo cuando no estoy escribiendo mis textos. Me
dice que quiere volver temprano de su reunión, así podemos pasar la tarde
juntos. Que no me cuelgue con mis cuentos. Que el domingo está precioso. Pero
es la voz de Joaquín y no otra –a H no se la conozco– la que imagino al decir
“precioso”, o mejor “preciosa”. Su cadencia como ofrenda.
¡Dobla! Dobla
la esquina. Abandona esta ruta. No me mira. La inercia me hace continuar media
cuadra más. No sé si desandar ese tramo y seguirlo. No sé cuántas cuadras
caminamos en esa ensoñación de película. Me detengo. Veo mucha gente parada
allí, más cerca de la que fue la otra acera, cuando Sarandí no era peatonal a
esa altura. Quedo inmóvil.
Irrumpe el
recuerdo. Tengo la mirada perdida, viéndome cinco años atrás sonreírle a un
metro del cruce-encuentro, los latidos desbordantes, la garganta seca, la
decisión tomada, oyendo los sonidos del bombeo, abstraída de los autos, los
bocinazos, el ruido normal de la ciudad que despierta, repasando la frase, una
y otra vez; ya estamos cerca, él me sonríe, no puedo creerlo, él me sonríe,
tantas veces nos cruzamos desde el primer azar, y no podía dejar mis ojos en
él, una fuerza los sacaba, y él pasaba, y sos una idiota, así no va a ocurrir
nada, y esta vez me mira, me sonríe y ya estamos casi casi por cruzarnos y
tengo que soltar la frase, y tengo miedo de no animarme, pero la tengo que
soltar, y veo que él para, y veo que yo paro y me dice "hola" y le
digo "hola" y nos damos un beso en la mejilla, y mis nervios me
impiden adaptar la frase, y la dejo caer igual que en mi pensamiento rumiante:
“yo te paré porque te quería invitar un café” y él que se ríe y yo que pienso,
“idiota, idiota, ¡si no lo paraste!, ¿no lo paraste? ¿esto está ocurriendo?”, y
me dice que acepta, y le escribo mi teléfono en una hoja que él me da, y no
puedo controlar el temblor de mi mano, aunque lo intento con todas mis fuerzas,
y no hay caso, y me dice que se llama Joaquín, y que me llama en unos días y
nos despedimos con otro beso y al tiempo me confiesa que varias veces me había
dicho “hola” mientras yo habitaba otro mundo que evidentemente no era el que
pisaba.
Un grito me
trae al presente. Proviene de ese grupo de gente extrañamente agolpada en el
medio de la peatonal, de espaldas a mí. Reparo en que están frente a un
edificio. Esperando para entrar. Levanto la vista, y a un mismo tiempo, como un
ramalazo de sol golpeándome la frente, identifico a mi hermana en el medio del
gentío haciéndome ademanes exagerados. A mi padre vestido de traje y a mi madre
con gesto conocido de reprobación y un peinado que le queda raro. Miro mi
atuendo bajo el gamulán, y pienso que no está tan mal. Ya no tengo frío. Puedo
quitarme el abrigo y entrar. Recuerdo por qué no fui a trabajar a la
oficina.
Me acerco.
Joaquín me mira con sus ojos grandes. Observa el pañuelo en mi mano. Vuelve la
vista a mis ojos. Respiro hondo y siento cómo algo cede en mí. Lo beso y mis
labios performan un descubrimiento. Le tomo la mano. Me la aprieta fuerte. Nos
miramos. Le digo “hola”. Me dice “hola”. Le pregunto “¿tu ruta es mi ruta?”. Me
responde “¿querés un café conmigo?”. Le digo “acepto”. Me dice “acepto”. Dejo
resbalar el miedo por el borde del pañuelo. Subimos. El oficial nos espera. Veo
el arroz apretado en las manos de mis sobrinos.
17 de Julio de 2012