Páginas

martes, 16 de abril de 2013

Por la vereda del sol

El frío me decidió por caminar. Dejé atrás el concierto de quejas que apasionadamente pretendían modificar mi decisión –era una tarde soleada, y aunque el frío invernal golpearía mi cara, mis orejas, mis manos, el calor que lograría con el movimiento lo compensaría– y emprendí la caminata, por la vereda del sol.
Me despedí con un distraído “nos vemos allá en un rato”, sin explicar mi teoría de la ganancia de calor, dejando crecer un desatino murmulleante tras de mí. Un par de voces aún sobresalían en ese enjambre de ceño fruncido, cuando cerré la puerta del ascensor para bajar a la calle.
No estaba lo abrigada que hubiera deseado –no podía elegir la ropa–. Mi única libertad fue la del abrigo –elegí mi gamulán beige con capucha, y forro de corderito–: mi gamulán de los últimos siete inviernos. También esa elección levantó murmullos. También, impávida, elegí ignorarlos. 
Tomé 18 de Julio. A las cuatro cuadras empecé a sentir que el frío cedía. A las quince, me saqué la capucha y desaté el pañuelo que llevaba en el cuello. Un pañuelo precioso que me había regalado Joaquín al año de conocernos. Raro, porque Joaquín nunca daba con mi gusto y yo dudaba frente a cada regalo: ¿debía hacerle un mal teatro o ser sincera –odio incluido–? Pero este pañuelo fue una excepción. Me sentía enamorada en aquel entonces. Me sigue gustando ahora. Joaquín me preguntaba cada tanto cuándo me lo pondría. El ritual implicaba la invariabilidad de la respuesta: “En alguna ocasión especial”. El momento nunca llegó. Y el pañuelo quedó guardado en el fondo de un cajón, hasta que la mudanza lo devolvió a mi presente. 
“¿Por qué no usarlo hoy?” –me había dicho antes de salir. Me encontraba recreando este pensamiento y sus ramificaciones, cuando un hombre pasa a mi lado, caminando rápido, y me roba la atención y todo lo anterior se borra y fantaseo con que hay un AH y un DH en esta caminata. Ese Hombre como origen de este nuevo sistema de coordenadas que irrumpe y quién sabe. 
Pronto recordé que con Joaquín había sido igual. Sólo que Joaquín me cruzó de frente y no de espaldas, y yo pude verlo venir, verle la cara, la matera colgando, el pelo largo, su cadencia al andar, su aire viril. Pude parar unos metros después, segura de que ya no me vería, y tranquila darme vuelta a observarlo. Había sido impactante. Era la primera vez que me pasaba. Los hombres no me llamaban mucho la atención por aquel entonces. Mejor dicho: me daban miedo. A los meses nos volvimos a cruzar en la misma cuadra de la primera vez. Me obligué a mirarlo. Debí parecerle muy extraña: la velocidad con que sacaba y ponía la vista en sus ojos, respondiendo al deseo y al miedo respectiva y sucesivamente, debieron darme un aire tan poco seductor, que por lo general, tras cada encuentro –porque se sucedieron con gran frecuencia: trabajaba cerca y sin gran dificultad logré conocer sus horarios de entrada y salida– quedaba siempre un poco deprimida. 
Este hombre, –que ahora se detuvo justo cuando acelero el paso para acercármele–, no se le parece, salvo en el color del pelo. Este H es una promesa. Piernas firmes, con el estado de delgadez y firmeza que a mí me gustan, cubiertas por un pantalón de pana marrón que no oculta sus formas –Joaquín nunca se lo pondría–, pelo lacio, semi corto, pero no tanto, demasiado canoso para la edad que le supuse sin todavía alcanzar a verle la cara. Blazer negro, ¿de pana o gamuza? Y una bufanda colorida. Ah, y un precioso morral de cuero cruzado, que le queda como pintado. Ambos accesorios que Joaquín “ni mamado” –expresión tan suya– utilizaría. Sólo me molesta que tenga el pelo gris, como Joaquín. 
H promisorio. Quiero verle la cara. Quiero constatar que no tiene la edad de sus canas. Me quito los lentes de sol, para poder apreciar sus rasgos en cuanto lo esté pasando. Calculo mal, porque en el momento en que me estoy quitando los lentes él desacelera bruscamente, llevándose el celular a la oreja, y con horror veo en cámara lenta cómo quedan juntos en un mismo acto a la altura de sus ojos: mi mano izquierda descendiendo lentamente de mi rostro con los lentes que van saliendo de mi visual, y mi cara girando hacia mi derecha orientada hacia esa otra cara, a casi cuarenta y cinco grados de la dirección de mis pasos, en el momento del cruce. La vergüenza me toma entera, y pongo forward x8 a mis pies para salir de esa lentitud pasmosa, hasta imaginarlo lejos. 
No giro para verlo, sigo. Este hombre nunca se fijaría en mí. ¿Y qué le diría, además? Otra vez venía Joaquín a mi cabeza. Casi hubiera sido un episodio efímero como este, si me hubiera vencido el temor, hace cinco años. Si hubiera seguido de largo, como ahora. No fue hace tanto. Pero parece. También pensé en aquel entonces que sería un hombre que pasaba. Un lindo hombre que pasaba. Que pasaba. 
Miré mi celular silenciado y constaté que todavía tenía tiempo, así que decidí entrar a una tienda de ropa que ofrecía descuentos fabulosos. El hombre era historia. Mi sensación no. A poco de revolver una mesa de saldos, reparé en mi hastío, y en que si bien ya tenía calor, mejor seguía caminando por la vereda del sol, rumbo a la Ciudad Vieja, ya próxima. 
Adoro la peatonal Sarandí a esa hora temprana de la tarde, cuando el sol le da de lleno y está tan viva que late, deambulada por turistas con sus pasos despreocupados, adornada por artesanos de todo tipo, dispuestos de un lado y del otro, vestida por el bullicio que hacen al pasar quienes vuelven apurados de comer, rumbo a las oficinas, comercios, bares que la pueblan. Es tan pintoresca la calle Sarandí un día común de trabajo, a las dos o tres de la tarde, cuando el sol calienta y encandila y hay que ponerse los lentes. 
Pero yo los tenía en la mano mientras, en cuclillas, miraba caravanas de aluminio que ofrecía un artesano, en una tela sobre el suelo, en la plaza Matriz. Mi lugar favorito de la Ciudad Vieja. Esa plaza con la calle Sarandí corriendo a un lado, la Catedral, el Cabildo, la fuente un tanto sombría y las infaltables palomas. Y el sol brillando fuerte. Por una vez me rebelo contra el prejuicio del cliché, esa palabrota de desprecio. Lo digo fuerte: "¡cómo me gusta la plaza Matriz!". Y me saco de encima un lastre. ¿Por qué no me puede gustar? "¡Me encanta!", repito en voz alta, desafiando a Joaquín en mí, al que se forma en mis pensamientos, el que me toma el pelo porque me gustan lugares comunes. El artesano me sonríe, y pienso en que así me sonreía Joaquín cuando me hacía engranar, y después me abrazaba y me decía "peleadora", y yo me quedaba con trompa y sin razón. Elijo un par de caravanas, estoy pagándole al artesano que me mira compasivo, y otra vez el sobresalto. Pero esta vez no sufro el arrebato. Los lentes estaban en mi mano. Y es él quien me pasa como en un deja vú. El mismo hombre de la bufanda, en la misma dirección en la que nos encontrábamos tantos pensamientos atrás –pero esta vez la detenida soy yo–. No puedo creerlo. ¿Será efectivamente el H que instaurará un AH, y un DH? 
Me dejo llevar. Lo sigo, sin recordar que esa era mi dirección. La que hubiera seguido sin él. Olvido mis circunstancias. Estoy suspendida, caminando liviana a un metro de sus pasos. No lo miro. Temo que gire la nuca y repetir la vergüenza de hace un rato, que parece ya tanto. 
Advierto que camina más lento. Estoy más cerca. Fantaseo con la imposible situación de animarme. ¿Cómo le digo “te invito un café”? ¿Le toco el hombro, y dejo caer el ya clásico en mí: “¿tu ruta es mi ruta?”? –la imagen de lo ridículo viene a mi rescate, como casi siempre–. Pienso que desde hace mil cuadras parece que es así, una misma línea recta, una misma dirección y la ocurrencia me dibuja una sonrisa. Le miro la espalda y allí, como si fuera una pantalla de cine, me veo en una casa con mucha madera, con ese perfume tan particular que desprende y un ventanal por el que cae el sol, inundando buena parte de un living lleno de plantas. Veo una biblioteca de madera rústica repleta de libros y artesanías. Lo imagino dándome un beso al despedirse un domingo radiante al mediodía, llevándose el mate, para juntarse a ultimar detalles de la película que está por filmar, mientras yo me quedo leyendo un libro que debo reseñar para la revista cultural en la que trabajo cuando no estoy escribiendo mis textos. Me dice que quiere volver temprano de su reunión, así podemos pasar la tarde juntos. Que no me cuelgue con mis cuentos. Que el domingo está precioso. Pero es la voz de Joaquín y no otra –a H no se la conozco– la que imagino al decir “precioso”, o mejor “preciosa”. Su cadencia como ofrenda. 
¡Dobla! Dobla la esquina. Abandona esta ruta. No me mira. La inercia me hace continuar media cuadra más. No sé si desandar ese tramo y seguirlo. No sé cuántas cuadras caminamos en esa ensoñación de película. Me detengo. Veo mucha gente parada allí, más cerca de la que fue la otra acera, cuando Sarandí no era peatonal a esa altura. Quedo inmóvil. 
Irrumpe el recuerdo. Tengo la mirada perdida, viéndome cinco años atrás sonreírle a un metro del cruce-encuentro, los latidos desbordantes, la garganta seca, la decisión tomada, oyendo los sonidos del bombeo, abstraída de los autos, los bocinazos, el ruido normal de la ciudad que despierta, repasando la frase, una y otra vez; ya estamos cerca, él me sonríe, no puedo creerlo, él me sonríe, tantas veces nos cruzamos desde el primer azar, y no podía dejar mis ojos en él, una fuerza los sacaba, y él pasaba, y sos una idiota, así no va a ocurrir nada, y esta vez me mira, me sonríe y ya estamos casi casi por cruzarnos y tengo que soltar la frase, y tengo miedo de no animarme, pero la tengo que soltar, y veo que él para, y veo que yo paro y me dice "hola" y le digo "hola" y nos damos un beso en la mejilla, y mis nervios me impiden adaptar la frase, y la dejo caer igual que en mi pensamiento rumiante: “yo te paré porque te quería invitar un café” y él que se ríe y yo que pienso, “idiota, idiota, ¡si no lo paraste!, ¿no lo paraste? ¿esto está ocurriendo?”, y me dice que acepta, y le escribo mi teléfono en una hoja que él me da, y no puedo controlar el temblor de mi mano, aunque lo intento con todas mis fuerzas, y no hay caso, y me dice que se llama Joaquín, y que me llama en unos días y nos despedimos con otro beso y al tiempo me confiesa que varias veces me había dicho “hola” mientras yo habitaba otro mundo que evidentemente no era el que pisaba.
Un grito me trae al presente. Proviene de ese grupo de gente extrañamente agolpada en el medio de la peatonal, de espaldas a mí. Reparo en que están frente a un edificio. Esperando para entrar. Levanto la vista, y a un mismo tiempo, como un ramalazo de sol golpeándome la frente, identifico a mi hermana en el medio del gentío haciéndome ademanes exagerados. A mi padre vestido de traje y a mi madre con gesto conocido de reprobación y un peinado que le queda raro. Miro mi atuendo bajo el gamulán, y pienso que no está tan mal. Ya no tengo frío. Puedo quitarme el abrigo y entrar. Recuerdo por qué no fui a trabajar a la oficina. 
Me acerco. Joaquín me mira con sus ojos grandes. Observa el pañuelo en mi mano. Vuelve la vista a mis ojos. Respiro hondo y siento cómo algo cede en mí. Lo beso y mis labios performan un descubrimiento. Le tomo la mano. Me la aprieta fuerte. Nos miramos. Le digo “hola”. Me dice “hola”. Le pregunto “¿tu ruta es mi ruta?”. Me responde “¿querés un café conmigo?”. Le digo “acepto”. Me dice “acepto”. Dejo resbalar el miedo por el borde del pañuelo. Subimos. El oficial nos espera. Veo el arroz apretado en las manos de mis sobrinos.




17 de Julio de 2012



4 comentarios:

  1. muy bueno Ceci!! me gusto mucho

    Vero

    ResponderEliminar
  2. Que fantástica historia de amor!!!!!! Diría Pedro Guerra...

    ...poco, mucho, algo, casi,
    casi nada, no siempre se
    cruzan todas las miradas...

    ResponderEliminar
  3. Este comentario ha sido eliminado por el autor.

    ResponderEliminar