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martes, 31 de julio de 2012

Arrobos sin Julio

¿Qué estaría pensando Julio al bajar cada pierna del auto, introduciéndose en la lluvia, mientras su mirada circunspecta caía sobre mis ojos húmedos de llanto, hace apenas una eternidad sin horizonte? En eso pensaba, en qué le estaría pasando a Julio ahora, diez infinitos minutos después, la lluvia mojándome mientras camino del estacionamiento a casa, haciendo el trayecto opuesto del que emprendiéramos con Julio una hora atrás, limpiándome las lágrimas que insisten en hacer hablar a esta desazón de pedazos descompuestos, brotando sin remedio de la promesa de amor, ahora frustrada, que éramos nosotros dos, ya irremediablemente uno y uno, dos caminos bifurcándose a nuestro pesar, por nuestro pesar, cuando de pronto reparé en el hombre-muchacho que intencionalmente cruzaba la calle para encontrarse conmigo en la acera oscura por la que venía pateando las piedritas del desencanto.  

Habíamos salido de casa sin rumbo fijo, Julio manejaba mi auto –yo detestaba manejar-, en un gesto tierno de los que estaba llena nuestra relación. Yo alargaba una despedida que no podía soportar. Un silencio sin fin, matizado sólo por mis lágrimas -cuando se ponían ruidosas-, se había instalado entre nosotros minutos/horas antes en mi apartamento, en cuanto Julio decidió no sostener más mi no-estar-bien-con-él, permanente, y dejó caer las palabras suaves y temidas que trozaron mi carne y me suspendieron la respiración: “ya está, no te tortures más. No funciona. No estás bien conmigo. No sabés cuánto lo lamento, pero ya está.  Dejalo así. Vivimos mal los dos. Así no quiero estar, me hace mal. Ya lo intentamos, le dimos mil vueltas, no se puede, ¡qué le vamos a hacer!, mala suerte, no me querés. No se puede.” Un silencio de duelo se instaló, lleno de lágrimas y de imposibles. De mis lágrimas. Julio sólo estaba ahí. Parado, inmóvil. Cómo comprender este dolor inmenso que me partía el cuerpo, cuando estaba fundado en una realidad que dependía de mí. Pero es que no dependía de mí. Julio lo había entendido antes que yo. Por momentos me parecía el hombre más atractivo, y por momentos era el mismísimo Frankestein y no había síntesis, en mí, sino desgarradura. Cuando sentía que el amor no me cabía en el cuerpo, usualmente en los rituales de la cama, algo así como una sospecha se agazapaba tras la almohada. Recuperada la verticalidad, al día siguiente o al rato, quedaba entre las sábanas, escondido tras sus pliegues, el hombre que me abrazaba para dormirse, el atractivísimo, el de la virilidad potente que me preguntaba en susurros si me encontraba bien, cada vez que proponía una variación para el ejercicio del amor, con una generosidad que no conocí en otro hombre. Entre las mismas sábanas, quedaba la mujer, entregada a los vaivenes del deseo, apagado el pájaro loco repiqueteante de la conciencia machacona e infértil. Los seres verticales éramos otros. Para mí, no para Julio, que confundía verticalidad y horizontalidad como si fueran la misma cosa, una simple continuidad. Yo no podía confundirlas, por más empeño que pusiese. Padecía de dos Julios, hablando al unísono en mi interior. El que amaba, y el que odiaba. El que no acreditaba me eligiera a mí, entre tantas mujeres que debían desearlo, y el que no podía creer haber elegido en algún momento, ¡en qué estaba pensando! Julio lo sufría calladamente, hasta que no aguantaba más  y me ponía contra las cuerdas. La historia se repetía con mínimas variaciones, como un mise en abyme del que yo no lograba pasar raya. La diferencia era el cansancio creciente, y la esperanza decreciente. Cada vez podía responder menos a sus planteos directos, y cada vez  más veía acercarse el tope en su horizonte. Tantas veces habíamos dicho de terminar, y tantas veces nos habíamos llamado al otro día, o a los tres, o a los cinco y “cómo estas”, y “bien y vos”, y “qué hacés en un rato” y tras el abrazo del inicio, habíamos reinaugurado nuestra horizontalidad a la que seguía la vertical y todo volvía a comenzar.  Pero un abismo de dimensiones extraordinarias seguía allí incólume entre nosotros, despreocupado de nosotros,  no agigantándose precisamente, sino simplemente haciéndose más palpable, nítido, imponente. No había manera de franquearlo. Julio de un lado, yo del otro.  Y la conciencia de su presencia inquebrantable.

Julio se me transformaba en un extraterrestre. No era ducho para hablar de su gran dolor, que no me tenía por objeto. No lo ocultaba -su existencia, digo-, pero lo encriptaba, dejándome saber que por allí no podía andar, que aquello estaba bien presente, demasiado, pero que no era un camino por el que me estuviera permitido deambular. Saberlo y obviarlo, verlo triste o desganado, sintiendo la roca de la imposibilidad frente a mi nariz, mi impotencia al preguntar, sus enojos al responder de mala gana que no lo jodiera, no ayudaron demasiado. Julio estaba quebrado y su único pegamento era no hablar de eso. Exiliarse de esas tierras, haciendo mudas las palabras que debían nombrar lo terrible, y utilizando otras que quedaban siempre descolocadas en ese lugar, por superfluas, livianas, inútiles pelotas al córner, distracciones de una evidencia insultante. Saberlo desgarrado, verle el rostro hirsuto, las facciones sin vida, las respuestas cortas y desinteresadas, preguntarle cómo está, escuchar un “bien” acompañado del gesto contrario, que no disimula que está como los mil demonios, y que la respuesta al “qué te pasa” sea un “¿cómo te fue hoy?, ¿mucho laburo?“, me hacían crecer una bronca desde el pie que terminaba asfixiándome.  No importaba nada, si él no quería hablar, no hablaba, así tuviera que insultarme para eso. 

Como se sabe, todos los caminos, por sinuosos y huidizos que uno los pretenda, terminan en la misma Roma, por lo que, cuando uno no quiere hablar de algo, acaba por no poder hablar de nada a pocas palabras de haber empezado. Todo camino se trunca cuando se perciben los aromas cercanos de la ciudad censurada y la conversación se hace críptica y el entendimiento se ausenta, y yo no sé con quién estoy, qué piensa, cómo organiza su mundo, cuál es esa roca viva de dolor que lo cercena.  Apenas sé de la mía, de la que él siempre está un poco más dispuesto a hablar, cuando tira la pelota para mi patio, siempre más productivo que el suyo a la hora de enunciar palabras que dicen verdades mientras mienten. Las palabras del patio de Julio, en cambio, no mentían ni decían verdades. Eran hermetismo para mí.  Julio, vertical, era un enigma que mis cuatro años y medio de relación no me habían permitido develar ni en un miserable ápice. Y, a menos que uno sea un reptil, la vida exclusivamente horizontal no es vida. 

En el contrapunto de mis dos Julios, el querido y el temido, se debatían mis emociones sin descanso, en una dialéctica sin síntesis, cada vez más enloquecedora, en la que terminar no era posible, pero seguir tampoco. Escuchar las palabras de Julio, “ya está, no te tortures más”, sentir la resignación en cada sonido pronunciado, respirado, en su postura corporal, distante, saberme tan cobarde, tan torpe, escuchando lo que tendría que estar pronunciando mi boca, ese “ya está”, que debí escuchar/decir hace tiempo para evitarnos tanto, las lágrimas incontenibles, la tristeza, el llevarlo hasta la casa de su amigo cuando ya no había más que hacer, el que también él decidiera alargar la despedida, tomando el volante y manejando sin rumbo, mientras el aire de la ventana abierta me secaba la cara y las tempestades, la parada en la rambla, con la lluvia cayendo copiosa sobre el auto, en sintonía con mis lágrimas que habían reiniciado en espasmos, su abrazo prolongado, el temor de que no sólo las lágrimas reiniciaran, la certeza de que esta vez no, esta vez voy a soportar el dolor creciente, esta vez voy a ser valiente, esta vez no lo voy a hacer decidir por mí, el abrazo que interrumpí, la lágrimas que amainaron, mi voz por primera vez firme desde hace horas, pidiéndole cambiar de asiento, la pregunta sobre su destino inmediato, “¿dónde te dejo?”, la seriedad de ambos, la lluvia que había cesado, ahora reanudada, pero más calma, las balizas del auto encendidas, el beso fugaz en la boca, la mano de Julio abriendo la puerta, sus largas piernas yéndose bajo el agua, la mirada puesta en mis ojos, el retorno a casa manejando con una pelota en el estómago, y un cansancio infinito, todo eso pasaba como una película de imágenes enloquecidas por mi cabeza, en la cuadra que llevaba caminada tras dejar el auto en el estacionamiento, volviendo a casa.  Estaba inaugurando una vida desconocida, en la que Julio ya no estaría. Ni el horizontal ni el vertical. 

Reparé en mi cara probablemente desfigurada de llanto y cansancio, al percibir al hombre-muchacho que cruzaba la calle percatado de mi presencia. Su postura, su modo decidido de cruzar la calle oscura empapada, su cabeza apuntando en mi dirección, el lugar que eligió para el cruce, su aspecto desaliñado, me instalaron por un instante un nuevo sentimiento: miedo.  Saludable, miedo, el del peligro, que me rescataba por un segundo de mí misma. El hombre-muchacho, finalmente me detuvo con su pregunta amenazante, la mirada fijada en mi bolso: “¿tenés una moneda?”. 

Recordando que en el bolso además de las llaves y el celular había un billete de mil pesos, me detuve -una especie de impunidad cubrió mis emociones agotadas: qué importaba esta nueva miserable pérdida- dirigí  mis ojos a los suyos -su cara sucia-, mientras abría lentamente el cierre de mi bolso y con la misma calma cansada que sucede a la tormenta, dejé escapar un “no tengo” apenas audible, casi como una súplica, seguido de un “¿querés ver?”, mientras mis ojos enarcados sobre los suyos hacían el gesto de mostrarle el contenido oscuro de ese agujero bajo el cierre. No sé cuál sería mi aspecto, sé cuál era el suyo. Dudo de si esas fueron efectivamente mis palabras, y no otras, porque el muchacho optó por decir “No, no, está bien. Perdón, no te quise molestar, chau, perdón, que te vaya bien”, al tiempo que me dispensaba una mirada compasiva y se alejaba. 

martes, 24 de julio de 2012

Buenos vecinos

El edificio había quedado en un silencio pasmoso, extraño después de los acontecimientos del otro día. 

Tras ver las imágenes en el informativo, junté fuerzas y decidí, no sin esfuerzo, subir un piso por escalera y golpear la  puerta de mi vecina de arriba, con quien apenas nos solíamos dirigir un saludo seco al cruzarnos, subiendo o bajando, entrando o saliendo del edificio. No recordaba bien su cara, pero sí el pelo, la edad aproximada y la voz. Era de las más vivaces en las asambleas de edificio de las que, como todos, no tenía más remedio que participar desde que me había mudado, hace ya diez o doce años. Mi vecina era integrante de la Comisión, muy a su pesar, porque nadie quería asumir ese rol y siempre estaba enojada con todos. Como todos los demás, pese a que apenas nos conocíamos. El dedo índice blandido por el aire era la imagen repetida de cada asamblea, siempre dirigido -simbólicamente- a un tercero que en ese momento no se encontraba presente. El dedo de casi todos realizaba en algún momento de la noche esa danza aérea, acompañada de palabras, que si tuvieran un dedo índice, también estarían haciendo el mismo baile, refiriéndose a un siempre ausente. El mío no. Yo no hablaba. Apenas me movía. Por lo mismo, era siempre receptor de las quejas cruzadas de uno y otro vecino, que elegían mis orejas simultáneamente como confidentes de sus protestas. No parecía importarles que otros me estuvieran hablando a la vez. Y tampoco que yo simplemente los mirase sin entender una palabra, con el pensamiento ido en el partido de fútbol televisado que me estaría perdiendo en ese momento. De vez en cuando sentía vergüenza, e intercalaba algún “ajá”, o algún “bueno, no se lo tome tan así” cuando veía que el auto-locutor me dirigía alguna mirada –las cejas enarcadas- cargada de expectativa. Pero me mantenía casi todo el tiempo mirando a uno y otro sin decir nada. Como casi nunca terminábamos votando nada, porque no había nunca un hilo conductor, y las voces se iban acumulando unas sobre las otras, en quejas que a mí me resultaban más bien letargos de sordos, casi nunca tenía que tomar partido, y las asambleas se terminaban diluidas por cansancio. 

Había logrado dejar de ir, cuando carteles en el ascensor y en el palier me habían hecho desistir de ese pequeño acto de rebeldía. Es que la violencia se multiplicaba cuando el dueño de la locución no ponía el cuerpo y sí las letras en un cartel, que nunca firmaba. Las amenazas por no concurrir a la asamblea y los epítetos morales eran de tenor mucho peor que cuando se hacían con dedo índice presente. Así es que tuve que volver a concurrir. No quería que mi número de apartamento apareciera en un cartel sin firma, como el que le tocó al “mugriendo del 202, que dejás la bolsa de la basura tirada como si vivieras en un chiquero.” 

Lo gracioso era ver cómo los que hasta hace un rato habían estado despotricando contra la del 301, que hace cinco meses que no paga los gastos comunes, “¿y vos te creés que se inmuta? ¡no señor, qué esperanza! ¿vos la viste acá en la asamblea? Yo tampoco”, cuando se la cruzaban en el ascensor: “¿cómo le va Olga? ¡Está más delgada! ¿Anduvo enferma?”.  Recuerdo que primero me asustaba al esperar el ascensor para subir con alguno de esos vecinos liberados por catarsis sobre mis orejas, al ver aparecer a Olga abriendo la puerta-reja del ascensor para salir. Quería no estar ahí. Con el tiempo me di cuenta que perro que ladra no muerde. Y mis vecinos sí que sabían ladrar. Pero eso fue hasta el otro día.

Mis vecinas de piso, dos muchachas jóvenes, estudiantes de Psicología a las que el padre de una les compró el apartamento para que pudieran estudiar en la capital, se habían mudado hacía unos meses y estaban , a juzgar por el bochinche, haciendo una fiesta. Desde que se habían mudado, habían levantado el promedio de decibeles del edificio considerablemente. 

Eran las doce y media de la noche de un sábado. Yo intentaba leer una novela que me tenía de lo más enganchado. Me había pasado horas leyendo posts de amigos anónimos en Facebook, metiéndome en sus perfiles, tratando de enterarme de más datos de sus vidas. No los conocía, ni me conocían. Tampoco me importaban. Ya aburrido, con la silla pegada a mis nalgas, había decidido acostarme a leer. Para eso apagué el televisor que había mantenido prendido solamente como compañía. Fue en ese momento en el que reparé en la fiesta. Música alta, y risas estrepitosas, en oleadas. No estaba seguro si provenían del 802 o del 702, donde también vivían un par de mujeres jóvenes. 

viernes, 13 de julio de 2012

instantánea

escribo y esta huella
de tinta
es prolongación
de mi cuerpo
se aleja
con los renglones
en el recorrido del tic tac
deja atrás un ser
que ya no puede
leer
escribo y esta huella
sin ser
testigo fútil
de un desajuste una traición
de una huella
que ya no es prolongación
de mi cuerpo
ya no es prolongación
de mi cuerpo
ya no es
escribo
igual
distinta
escribo y esta huella

viernes, 6 de julio de 2012

Imposturas

Poesía impostada
la voz del silencio
podredumbre de los débiles
hastío hastío
penumbras quejumbrosas
latidos de la noche siniestra fría noche igual a todas
hojas que crujen
las pisadas del desencanto
ojos inútiles que sólo ven humedades
como coágulos
cuajados sobre las mejillas endurecidas
de la noche indiferente tirana
asistiendo soledades
existiendo sola
latiendo
sin día
sin nadie
sin muerte

domingo, 1 de julio de 2012

Quién de nosotros

Escribía para mitigar mi puta realidad. Harto de la promiscuidad en la que se habían convertido mis noches desde la separación de Marilina, necesitaba algo que me distrajera del permanente entrar y salir de mujeres. De la juerga diaria con los muchachos en el bar de Carlos, de la vida al pedo —constante queja de Marilina que terminó por acercarla a otros pantalones, distintos de los míos—.

Así es que empecé a escribir, al mes siguiente del abandono, impulsado por la yegua de Marilina que, no contenta con robarme la dignidad de macho bien plantado, me deja una carta —me deja por carta— con palabras tatuadas en mi orgullo: “No servís para nada. Muchos amigos, mucho boliche, mucho vínculo social, pero no servís para querer a una mujer. Me voy con otro. No sé para qué me molesto en explicarte. Probablemente en días no registres mi ausencia. Tal vez nunca lo hagas. Pero bueno, soy idiota y una parte de mí todavía espera el milagro. Ser más especial para vos que el resto del mundo, tu madre, tus amigos, tus conocidos, tus compañeros de laburo, el perro y el gato que te cruzás de camino a casa y la puta tortuga que te hace fiesta cuando llegás. ¡La tortuga te hace fiesta!  No querés encarar un psicólogo, bien. Entonces, ¿por qué por lo menos no escribís, ya que te salía tan lindo y así recuperás algo de la profundidad que algún día tuviste? No se puede vivir como bala perdida toda la vida. Que seas feliz. Marilina”

Marilina había leído mis redacciones escolares. La vieja aprovechaba la ocasión en cada almuerzo familiar para mostrárselas, orgullosa. Marilina la odiaba. Pero yo sé que no era sólo por molestarla que dejaba caer su incredulidad como al descuido: “Esa sensibilidad no es la de tu hijo. ¿Estás segura de que él escribió esas redacciones? ¿No te habrá embaucado, tan seductor que es tu hijito?”. Marilina no acreditaba que yo hubiera podido ser autor de aquellos textos.

Así es que, harto de mujeres y amigos, llené el abandono con ficciones. Me sentaba horas frente a la hoja, primero en blanco —mente y página— hasta que las palabras comenzaban a murmurar historias, para construirme con esos mundos cierta soledad que mi ser desconocía y que Marilina ansiaba.


Fui un joven solitario. De buenos modales, educado en colegios de estricta moral católica —donde el mero contacto físico era sospechado y perseguido—, los vínculos humanos no se me daban con facilidad. Por el contrario, eran en extremo fatigosos e intimidantes para mi atormentado espíritu. No tenía amigos. Mis compañeros no me incluían en sus juegos. Me miraban como a un ser extraño, sistemáticamente excluido de las confidencias. Ni tenía con quién conversar en las temporadas de vacaciones, que pasaba junto a mi familia hasta volver al internado. Mi madre era un ser estricto, educada a la vieja usanza, en una escuela de señoritas, antes de inmigrar con su familia a este país. Le decían “la lady” en el vecindario, en claro tono de burla que mi madre despreciaba calmosamente. “Gente no educada, hijo”, decía, ignorando a todos por igual, tras lo que daba por concluido el asunto sin modificar en un ápice la expresión de su cara. Mi madre era rígida, poco afecta a las manifestaciones pasionales de la índole que fueren, como abrazarme o elevar tan siquiera un poco el tono de voz. Su expresión verbal era siempre refinada. No le descubrí en vida un solo insulto. Ni en las situaciones más adversas. Jamás perdía la buena educación, ni la compostura.  Así es que crecí sumergido en el único mundo que exorcizaba mi soledad, mis temores, mis deseos inconfesables —principalmente para mí mismo—: el de los libros. Viví las pasiones de los personajes de cada libro, sustituto de mi árida realidad inhabitable por mundos cálidos y emocionantes, colmados de personajes desbordantes de vida y encanto. Recorrí con Julio Verne veinte mil leguas de viaje submarino, sentí el mareo de estar en un globo dando la vuelta al mundo en ochenta días, o yendo al mismo centro de la tierra. Viví junto a Salgari las emociones de Sandokán el Tigre de Malasia que, con la fidelidad de sus amigos/tripulantes, juró vengarse de quienes lo desposeyeran de su trono, matando a su familia. Era todos ellos, como en mis sueños.  Me sentaba a leer en cualquier lado: bajo un árbol del jardín de la casa de mis padres, en mi habitación, en la cocina, en el baño, y hasta bajo la cama del internado, munido de una pequeña linterna de luz blanca que había tomado prestada de un cajón de la biblioteca de mi padre, como al descuido, sin que jamás lo notara.  Esos mundos maravillosos de los libros ocupaban buena parte de mi día. Hasta que la situación económica de mi familia sufrió un duro revés, y debieron cambiarme a un colegio mixto, público. Fue allí que la conocí, y el mundo circundante cobró interés para mí, empezó a existir, corporeizándose.

Marilina me sonrió en el primer momento. Creo que incluso se puso colorada. Me la presentaron unos amigos, en una asamblea de estudiantes en el IAVA. A mí no me interesaban demasiado las cuestiones gremiales, pero era un tipo muy sociable que atraía sin saber por qué a todo humano a mi paso. Y lo usaba a mi favor, claro. Mi principal interés por aquellos tiempos, casi el único, eran las mujeres.
Marilina sí, Marilina era militante. Ya se adivinaba la hembra en la que se convertiría. Utilicé mis encantos naturales y la seduje hablando de la próxima huelga en ciernes, de las películas que estaban pasando en Cinemateca y de algún otro asunto que habré sacado de la galera tras observarla un poco, haciendo gala de mi consabida habilidad de seductor nato. No era un tipo muy atractivo, pero se me daba bien la labia. Mi verba las desarmaba. Un rato de charla me aseguraba el rato de cama. Mi lengua era el mismo falo. Ineluctable. Charla, telo; siempre se daban en ese orden. Con Marilina fue distinto. No era mina fácil. “Tiene conciencia social”, “es inteligente”, me decían los muchachos de la barra del IAVA. Se interesaba en temas que a las demás mujeres con las que me encamaba no les preocupaban. Me costó mucho trabajo llegar a su cuerpo. Cuando reparé en los efectos de esa seducción, ya era tarde. Me había transformado.

Basta. No quiero pensar en Marilina. Andará revolcándose con algún frígido antisocial que, como no tiene vida, se agarrará de ella y la llenará de atenciones, solo a ella, reina, única en un mundo hecho solo de dos, como ella quiere. ¿La cogerá tan bien como yo? ¿Disfrutará como conmigo? ¿Pasarán horas en la cama, acariciándose, como lo hacíamos? Basta.


Desde ese entonces ella entró en mi mundo, para no irse jamás. Fuimos compañeros de clase en esos últimos años escolares, y luego compartimos algún año de secundaria. Recuerdo la ansiedad que por días precedía a la publicación de las listas de conformación de los grupos curriculares de cada año. Cuando veía su nombre en el mismo listado en el que se encontraba el mío, sentía una alegría desbocada creciendo desde el pie, que debía ocultar a los demás jóvenes parados a mi lado, quienes sí gritaban efusiva o tristemente cuando se encontraban o no con quienes querían entre esas letras desprolijas de los listados, las más de las veces escritas a mano. Mi alegría duraba días y días. Tendría un año entero de verla varias horas por día, de escucharle la voz recitando poesía o respondiendo con desparpajo a las preguntas de los profesores. Viéndola moverse, reír, charlar. Aquello era el paraíso. En esos días casi no leía. No necesitaba otros mundos de ensoñación. Tenía el mío. Me hacía toda clase de historias; ella y yo protagonistas. Empecé a escribirlas. Llené cuadernos.

Hace ya varios meses que Marilina se fue con otro. Un poco menos, que mi lengua perdió su estado erecto. Ya no seduzco a nadie. La tortuga no me hace fiesta. Los muchachos me siguen llamando cada tanto, animándome a pasar por el bar de Carlos. Me dicen que está lleno de minas divinas, que vienen avisadas de mi buena labia. Que Clara, la de caderas generosas, anduvo preguntando por mí. Pero mi negativa va espaciando cada vez más los llamados. Y me alegro. Sólo quiero escribir.

La vieja me putea en cada encuentro, con su típica boca de caño. Intercambiamos reproches en tonos que suben y bajan. Dice que me he convertido en un boludo. Que ando todo el día triste, y que yo no era así. Que cuándo voy a encontrar otra mujer. Que cuándo le voy a dar nietos. Que me deje de joder y encare la vida, como ella me enseñó.

Mis años liceales transcurrieron sin mayores sobresaltos. Mis padres siguieron ocupados en sus cosas, y yo tranquilo en mi habitación, mirando por la ventana y escribiendo. Ella vivía en el edificio de enfrente. Cuarto piso. Tercera ventana desde la derecha. Cuando se asomaba y me veía mirándola desde mi ventana, quería suicidarme. Me escondía inmediatamente tras las cortinas, muerto de rabia, por mi imperdonable imprudencia. “Estúpido, estúpido”, me decía, mientras gateaba por el piso hasta salir de la habitación, ofuscado de imbecilidad.
A los trece la descubrí fumando, agazapada con su mejor amiga en la esquina, bajo una escalera que formaba un hueco donde entraban algunos cuerpos agachados. Sentí su perfume. Era ella. Un vértigo me invadió. Me hice el tonto. Tenía muchos amigos, hombres y mujeres, que venían a buscarla a toda hora. Pasaba largos ratos sentada en el portón del edificio, conversando y fumando, ya a esa altura sin tapujos. Su cuerpo se volvía más sinuoso cada año. Mis historias con ella pasaron de la ingenuidad de la ternura a la pasión más alocada, lo que me obligaba a encerrarme en el baño tras algunas líneas llenas de erotismo en las que nos colocaba en lugares inverosímiles, afiebrados de deseo, desnudando lo más prohibido. Volvía a mi habitación vacío y lleno de culpa.  El tiempo siguió pasando. Terminamos la secundaria. Empecé a trabajar en la empresa de mi padre. Comercio exterior. Ella empezó Bellas Artes. Al tiempo se hizo fotógrafa. Era muy buena. Tenía una vida social poblada y en movimiento.
Me encontré con Clara cuando volvía del trabajo, el otro día. Hizo su conocido pavoneo: un movimiento de caderas, una sonrisa de hembra en celo, puso su mano sobre la zona de mi lengua en reposo. Esperaba que se despertara aquello. No sucedió. Le pedí disculpas. Se fue ofendida.

No dejo de pensar en Marilina. No soporto mirar la almohada donde apoyaba su pelo cada noche, donde lo veía revuelto cada mañana. Donde quedaba impregnado su perfume. Huelo la almohada. Desde que se fue no sé de ella. ¿Estará planeando casarse con el frígido? ¿Estará embarazada? Feliz en su mundo de reina soberana.

Mi vida acusaba una monotonía rara vez modificada. Trabajo, lectura, de vez en cuando escritura, búsquedas en internet de exposiciones fotográficas, de pintura, de escultura y otro día que volvía a empezar igual. La excepción se producía cuando, de mejor ánimo, me atrevía a espiar el bar de aquella esquina cerca de la rambla. El de su amigo Carlos. El que realiza sus exposiciones fotográficas. La veía desde afuera, agazapado tras un árbol, a través de las grandes ventanas en medio arco.
Hasta ayer.
Me llamó. Marilina me llamó. Sonaba alegre. Le pregunté cómo estaba. Me pidió para vernos. Con miedo a una noticia que me destruyera, pero con ilusión de algo bueno, le dije que sí, que viniera a casa. Me dijo que prefería un bar. Temí. Me tranquilizó algo en su voz. Algo que había olvidado. Era un color especial. El mismo que tenía su voz cuando me hablaba en el patio del IAVA. Le dije que eligiera el lugar. Me dijo: “Mañana en el bar de tu amigo Carlos”. Asentí.

Abocado a la tarea de divisarla tras el gran vidrio de la ventana —se me había perdido de vista—, me distraje de manera imperdonable. No percibí que unos pasos se acercaban. La mujer de largo tapado hasta los tobillos y forma de guitarra se detuvo junto a mí y, asombrada, exclamó: “¡Pero si sos vos! No lo puedo creer. Tanto tiempo sin verte. ¿Qué hacés acá parado? Hace mucho frío. Vení, entrá conmigo al bar de Carlos y la ves a… ¿Te acordás de nosotras, no? Soy Clara”. Por supuesto que lo sabía. Me asaltó la escena bajo la escalera, el olor del cigarrillo y ese perfume. Era su mejor amiga, desde la secundaria. No podía creer lo que estaba pasando. El vértigo me tomó por completo. Cuando me quise dar cuenta ya estaba dentro del bar, conducido por Clara que me llevaba del brazo.

No había otro. No había un frígido, más que yo mismo. Esto es lo último que escribo. Todavía tengo que cambiar los pañales de Nico. La tortuga me mira impávida. Marilina me llama a comer.

Marilina se acerca. Saluda a Clara con un abrazo animado. Mira el rostro de a quien Clara traía del brazo. Entrecierra los ojos, como terminando de convencerse. Y me dice con esa voz que ni en mis mejores sueños creí me sería dirigida: “¡Pero mirá quién sos! Finalmente te animaste a entrar. ¿Me vas a dar pelota algún día?”. Me abraza. Es una eternidad.
Le pido un segundo, tomo rápido un lápiz del mostrador que le pido con un gesto a su amigo Carlos, saco mi cuaderno e, inclinado sobre una mesa, garabateo unas líneas finales: “No había otro. No había un frígido, más que yo mismo. Esto es lo último que escribo…”

1º de Julio de 2012