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martes, 31 de julio de 2012

Arrobos sin Julio

¿Qué estaría pensando Julio al bajar cada pierna del auto, introduciéndose en la lluvia, mientras su mirada circunspecta caía sobre mis ojos húmedos de llanto, hace apenas una eternidad sin horizonte? En eso pensaba, en qué le estaría pasando a Julio ahora, diez infinitos minutos después, la lluvia mojándome mientras camino del estacionamiento a casa, haciendo el trayecto opuesto del que emprendiéramos con Julio una hora atrás, limpiándome las lágrimas que insisten en hacer hablar a esta desazón de pedazos descompuestos, brotando sin remedio de la promesa de amor, ahora frustrada, que éramos nosotros dos, ya irremediablemente uno y uno, dos caminos bifurcándose a nuestro pesar, por nuestro pesar, cuando de pronto reparé en el hombre-muchacho que intencionalmente cruzaba la calle para encontrarse conmigo en la acera oscura por la que venía pateando las piedritas del desencanto.  

Habíamos salido de casa sin rumbo fijo, Julio manejaba mi auto –yo detestaba manejar-, en un gesto tierno de los que estaba llena nuestra relación. Yo alargaba una despedida que no podía soportar. Un silencio sin fin, matizado sólo por mis lágrimas -cuando se ponían ruidosas-, se había instalado entre nosotros minutos/horas antes en mi apartamento, en cuanto Julio decidió no sostener más mi no-estar-bien-con-él, permanente, y dejó caer las palabras suaves y temidas que trozaron mi carne y me suspendieron la respiración: “ya está, no te tortures más. No funciona. No estás bien conmigo. No sabés cuánto lo lamento, pero ya está.  Dejalo así. Vivimos mal los dos. Así no quiero estar, me hace mal. Ya lo intentamos, le dimos mil vueltas, no se puede, ¡qué le vamos a hacer!, mala suerte, no me querés. No se puede.” Un silencio de duelo se instaló, lleno de lágrimas y de imposibles. De mis lágrimas. Julio sólo estaba ahí. Parado, inmóvil. Cómo comprender este dolor inmenso que me partía el cuerpo, cuando estaba fundado en una realidad que dependía de mí. Pero es que no dependía de mí. Julio lo había entendido antes que yo. Por momentos me parecía el hombre más atractivo, y por momentos era el mismísimo Frankestein y no había síntesis, en mí, sino desgarradura. Cuando sentía que el amor no me cabía en el cuerpo, usualmente en los rituales de la cama, algo así como una sospecha se agazapaba tras la almohada. Recuperada la verticalidad, al día siguiente o al rato, quedaba entre las sábanas, escondido tras sus pliegues, el hombre que me abrazaba para dormirse, el atractivísimo, el de la virilidad potente que me preguntaba en susurros si me encontraba bien, cada vez que proponía una variación para el ejercicio del amor, con una generosidad que no conocí en otro hombre. Entre las mismas sábanas, quedaba la mujer, entregada a los vaivenes del deseo, apagado el pájaro loco repiqueteante de la conciencia machacona e infértil. Los seres verticales éramos otros. Para mí, no para Julio, que confundía verticalidad y horizontalidad como si fueran la misma cosa, una simple continuidad. Yo no podía confundirlas, por más empeño que pusiese. Padecía de dos Julios, hablando al unísono en mi interior. El que amaba, y el que odiaba. El que no acreditaba me eligiera a mí, entre tantas mujeres que debían desearlo, y el que no podía creer haber elegido en algún momento, ¡en qué estaba pensando! Julio lo sufría calladamente, hasta que no aguantaba más  y me ponía contra las cuerdas. La historia se repetía con mínimas variaciones, como un mise en abyme del que yo no lograba pasar raya. La diferencia era el cansancio creciente, y la esperanza decreciente. Cada vez podía responder menos a sus planteos directos, y cada vez  más veía acercarse el tope en su horizonte. Tantas veces habíamos dicho de terminar, y tantas veces nos habíamos llamado al otro día, o a los tres, o a los cinco y “cómo estas”, y “bien y vos”, y “qué hacés en un rato” y tras el abrazo del inicio, habíamos reinaugurado nuestra horizontalidad a la que seguía la vertical y todo volvía a comenzar.  Pero un abismo de dimensiones extraordinarias seguía allí incólume entre nosotros, despreocupado de nosotros,  no agigantándose precisamente, sino simplemente haciéndose más palpable, nítido, imponente. No había manera de franquearlo. Julio de un lado, yo del otro.  Y la conciencia de su presencia inquebrantable.

Julio se me transformaba en un extraterrestre. No era ducho para hablar de su gran dolor, que no me tenía por objeto. No lo ocultaba -su existencia, digo-, pero lo encriptaba, dejándome saber que por allí no podía andar, que aquello estaba bien presente, demasiado, pero que no era un camino por el que me estuviera permitido deambular. Saberlo y obviarlo, verlo triste o desganado, sintiendo la roca de la imposibilidad frente a mi nariz, mi impotencia al preguntar, sus enojos al responder de mala gana que no lo jodiera, no ayudaron demasiado. Julio estaba quebrado y su único pegamento era no hablar de eso. Exiliarse de esas tierras, haciendo mudas las palabras que debían nombrar lo terrible, y utilizando otras que quedaban siempre descolocadas en ese lugar, por superfluas, livianas, inútiles pelotas al córner, distracciones de una evidencia insultante. Saberlo desgarrado, verle el rostro hirsuto, las facciones sin vida, las respuestas cortas y desinteresadas, preguntarle cómo está, escuchar un “bien” acompañado del gesto contrario, que no disimula que está como los mil demonios, y que la respuesta al “qué te pasa” sea un “¿cómo te fue hoy?, ¿mucho laburo?“, me hacían crecer una bronca desde el pie que terminaba asfixiándome.  No importaba nada, si él no quería hablar, no hablaba, así tuviera que insultarme para eso. 

Como se sabe, todos los caminos, por sinuosos y huidizos que uno los pretenda, terminan en la misma Roma, por lo que, cuando uno no quiere hablar de algo, acaba por no poder hablar de nada a pocas palabras de haber empezado. Todo camino se trunca cuando se perciben los aromas cercanos de la ciudad censurada y la conversación se hace críptica y el entendimiento se ausenta, y yo no sé con quién estoy, qué piensa, cómo organiza su mundo, cuál es esa roca viva de dolor que lo cercena.  Apenas sé de la mía, de la que él siempre está un poco más dispuesto a hablar, cuando tira la pelota para mi patio, siempre más productivo que el suyo a la hora de enunciar palabras que dicen verdades mientras mienten. Las palabras del patio de Julio, en cambio, no mentían ni decían verdades. Eran hermetismo para mí.  Julio, vertical, era un enigma que mis cuatro años y medio de relación no me habían permitido develar ni en un miserable ápice. Y, a menos que uno sea un reptil, la vida exclusivamente horizontal no es vida. 

En el contrapunto de mis dos Julios, el querido y el temido, se debatían mis emociones sin descanso, en una dialéctica sin síntesis, cada vez más enloquecedora, en la que terminar no era posible, pero seguir tampoco. Escuchar las palabras de Julio, “ya está, no te tortures más”, sentir la resignación en cada sonido pronunciado, respirado, en su postura corporal, distante, saberme tan cobarde, tan torpe, escuchando lo que tendría que estar pronunciando mi boca, ese “ya está”, que debí escuchar/decir hace tiempo para evitarnos tanto, las lágrimas incontenibles, la tristeza, el llevarlo hasta la casa de su amigo cuando ya no había más que hacer, el que también él decidiera alargar la despedida, tomando el volante y manejando sin rumbo, mientras el aire de la ventana abierta me secaba la cara y las tempestades, la parada en la rambla, con la lluvia cayendo copiosa sobre el auto, en sintonía con mis lágrimas que habían reiniciado en espasmos, su abrazo prolongado, el temor de que no sólo las lágrimas reiniciaran, la certeza de que esta vez no, esta vez voy a soportar el dolor creciente, esta vez voy a ser valiente, esta vez no lo voy a hacer decidir por mí, el abrazo que interrumpí, la lágrimas que amainaron, mi voz por primera vez firme desde hace horas, pidiéndole cambiar de asiento, la pregunta sobre su destino inmediato, “¿dónde te dejo?”, la seriedad de ambos, la lluvia que había cesado, ahora reanudada, pero más calma, las balizas del auto encendidas, el beso fugaz en la boca, la mano de Julio abriendo la puerta, sus largas piernas yéndose bajo el agua, la mirada puesta en mis ojos, el retorno a casa manejando con una pelota en el estómago, y un cansancio infinito, todo eso pasaba como una película de imágenes enloquecidas por mi cabeza, en la cuadra que llevaba caminada tras dejar el auto en el estacionamiento, volviendo a casa.  Estaba inaugurando una vida desconocida, en la que Julio ya no estaría. Ni el horizontal ni el vertical. 

Reparé en mi cara probablemente desfigurada de llanto y cansancio, al percibir al hombre-muchacho que cruzaba la calle percatado de mi presencia. Su postura, su modo decidido de cruzar la calle oscura empapada, su cabeza apuntando en mi dirección, el lugar que eligió para el cruce, su aspecto desaliñado, me instalaron por un instante un nuevo sentimiento: miedo.  Saludable, miedo, el del peligro, que me rescataba por un segundo de mí misma. El hombre-muchacho, finalmente me detuvo con su pregunta amenazante, la mirada fijada en mi bolso: “¿tenés una moneda?”. 

Recordando que en el bolso además de las llaves y el celular había un billete de mil pesos, me detuve -una especie de impunidad cubrió mis emociones agotadas: qué importaba esta nueva miserable pérdida- dirigí  mis ojos a los suyos -su cara sucia-, mientras abría lentamente el cierre de mi bolso y con la misma calma cansada que sucede a la tormenta, dejé escapar un “no tengo” apenas audible, casi como una súplica, seguido de un “¿querés ver?”, mientras mis ojos enarcados sobre los suyos hacían el gesto de mostrarle el contenido oscuro de ese agujero bajo el cierre. No sé cuál sería mi aspecto, sé cuál era el suyo. Dudo de si esas fueron efectivamente mis palabras, y no otras, porque el muchacho optó por decir “No, no, está bien. Perdón, no te quise molestar, chau, perdón, que te vaya bien”, al tiempo que me dispensaba una mirada compasiva y se alejaba. 

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