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martes, 16 de abril de 2013

Por la vereda del sol

El frío me decidió por caminar. Dejé atrás el concierto de quejas que apasionadamente pretendían modificar mi decisión –era una tarde soleada, y aunque el frío invernal golpearía mi cara, mis orejas, mis manos, el calor que lograría con el movimiento lo compensaría– y emprendí la caminata, por la vereda del sol.
Me despedí con un distraído “nos vemos allá en un rato”, sin explicar mi teoría de la ganancia de calor, dejando crecer un desatino murmulleante tras de mí. Un par de voces aún sobresalían en ese enjambre de ceño fruncido, cuando cerré la puerta del ascensor para bajar a la calle.
No estaba lo abrigada que hubiera deseado –no podía elegir la ropa–. Mi única libertad fue la del abrigo –elegí mi gamulán beige con capucha, y forro de corderito–: mi gamulán de los últimos siete inviernos. También esa elección levantó murmullos. También, impávida, elegí ignorarlos. 
Tomé 18 de Julio. A las cuatro cuadras empecé a sentir que el frío cedía. A las quince, me saqué la capucha y desaté el pañuelo que llevaba en el cuello. Un pañuelo precioso que me había regalado Joaquín al año de conocernos. Raro, porque Joaquín nunca daba con mi gusto y yo dudaba frente a cada regalo: ¿debía hacerle un mal teatro o ser sincera –odio incluido–? Pero este pañuelo fue una excepción. Me sentía enamorada en aquel entonces. Me sigue gustando ahora. Joaquín me preguntaba cada tanto cuándo me lo pondría. El ritual implicaba la invariabilidad de la respuesta: “En alguna ocasión especial”. El momento nunca llegó. Y el pañuelo quedó guardado en el fondo de un cajón, hasta que la mudanza lo devolvió a mi presente. 
“¿Por qué no usarlo hoy?” –me había dicho antes de salir. Me encontraba recreando este pensamiento y sus ramificaciones, cuando un hombre pasa a mi lado, caminando rápido, y me roba la atención y todo lo anterior se borra y fantaseo con que hay un AH y un DH en esta caminata. Ese Hombre como origen de este nuevo sistema de coordenadas que irrumpe y quién sabe. 
Pronto recordé que con Joaquín había sido igual. Sólo que Joaquín me cruzó de frente y no de espaldas, y yo pude verlo venir, verle la cara, la matera colgando, el pelo largo, su cadencia al andar, su aire viril. Pude parar unos metros después, segura de que ya no me vería, y tranquila darme vuelta a observarlo. Había sido impactante. Era la primera vez que me pasaba. Los hombres no me llamaban mucho la atención por aquel entonces. Mejor dicho: me daban miedo. A los meses nos volvimos a cruzar en la misma cuadra de la primera vez. Me obligué a mirarlo. Debí parecerle muy extraña: la velocidad con que sacaba y ponía la vista en sus ojos, respondiendo al deseo y al miedo respectiva y sucesivamente, debieron darme un aire tan poco seductor, que por lo general, tras cada encuentro –porque se sucedieron con gran frecuencia: trabajaba cerca y sin gran dificultad logré conocer sus horarios de entrada y salida– quedaba siempre un poco deprimida. 
Este hombre, –que ahora se detuvo justo cuando acelero el paso para acercármele–, no se le parece, salvo en el color del pelo. Este H es una promesa. Piernas firmes, con el estado de delgadez y firmeza que a mí me gustan, cubiertas por un pantalón de pana marrón que no oculta sus formas –Joaquín nunca se lo pondría–, pelo lacio, semi corto, pero no tanto, demasiado canoso para la edad que le supuse sin todavía alcanzar a verle la cara. Blazer negro, ¿de pana o gamuza? Y una bufanda colorida. Ah, y un precioso morral de cuero cruzado, que le queda como pintado. Ambos accesorios que Joaquín “ni mamado” –expresión tan suya– utilizaría. Sólo me molesta que tenga el pelo gris, como Joaquín. 
H promisorio. Quiero verle la cara. Quiero constatar que no tiene la edad de sus canas. Me quito los lentes de sol, para poder apreciar sus rasgos en cuanto lo esté pasando. Calculo mal, porque en el momento en que me estoy quitando los lentes él desacelera bruscamente, llevándose el celular a la oreja, y con horror veo en cámara lenta cómo quedan juntos en un mismo acto a la altura de sus ojos: mi mano izquierda descendiendo lentamente de mi rostro con los lentes que van saliendo de mi visual, y mi cara girando hacia mi derecha orientada hacia esa otra cara, a casi cuarenta y cinco grados de la dirección de mis pasos, en el momento del cruce. La vergüenza me toma entera, y pongo forward x8 a mis pies para salir de esa lentitud pasmosa, hasta imaginarlo lejos. 
No giro para verlo, sigo. Este hombre nunca se fijaría en mí. ¿Y qué le diría, además? Otra vez venía Joaquín a mi cabeza. Casi hubiera sido un episodio efímero como este, si me hubiera vencido el temor, hace cinco años. Si hubiera seguido de largo, como ahora. No fue hace tanto. Pero parece. También pensé en aquel entonces que sería un hombre que pasaba. Un lindo hombre que pasaba. Que pasaba. 
Miré mi celular silenciado y constaté que todavía tenía tiempo, así que decidí entrar a una tienda de ropa que ofrecía descuentos fabulosos. El hombre era historia. Mi sensación no. A poco de revolver una mesa de saldos, reparé en mi hastío, y en que si bien ya tenía calor, mejor seguía caminando por la vereda del sol, rumbo a la Ciudad Vieja, ya próxima. 
Adoro la peatonal Sarandí a esa hora temprana de la tarde, cuando el sol le da de lleno y está tan viva que late, deambulada por turistas con sus pasos despreocupados, adornada por artesanos de todo tipo, dispuestos de un lado y del otro, vestida por el bullicio que hacen al pasar quienes vuelven apurados de comer, rumbo a las oficinas, comercios, bares que la pueblan. Es tan pintoresca la calle Sarandí un día común de trabajo, a las dos o tres de la tarde, cuando el sol calienta y encandila y hay que ponerse los lentes. 
Pero yo los tenía en la mano mientras, en cuclillas, miraba caravanas de aluminio que ofrecía un artesano, en una tela sobre el suelo, en la plaza Matriz. Mi lugar favorito de la Ciudad Vieja. Esa plaza con la calle Sarandí corriendo a un lado, la Catedral, el Cabildo, la fuente un tanto sombría y las infaltables palomas. Y el sol brillando fuerte. Por una vez me rebelo contra el prejuicio del cliché, esa palabrota de desprecio. Lo digo fuerte: "¡cómo me gusta la plaza Matriz!". Y me saco de encima un lastre. ¿Por qué no me puede gustar? "¡Me encanta!", repito en voz alta, desafiando a Joaquín en mí, al que se forma en mis pensamientos, el que me toma el pelo porque me gustan lugares comunes. El artesano me sonríe, y pienso en que así me sonreía Joaquín cuando me hacía engranar, y después me abrazaba y me decía "peleadora", y yo me quedaba con trompa y sin razón. Elijo un par de caravanas, estoy pagándole al artesano que me mira compasivo, y otra vez el sobresalto. Pero esta vez no sufro el arrebato. Los lentes estaban en mi mano. Y es él quien me pasa como en un deja vú. El mismo hombre de la bufanda, en la misma dirección en la que nos encontrábamos tantos pensamientos atrás –pero esta vez la detenida soy yo–. No puedo creerlo. ¿Será efectivamente el H que instaurará un AH, y un DH? 
Me dejo llevar. Lo sigo, sin recordar que esa era mi dirección. La que hubiera seguido sin él. Olvido mis circunstancias. Estoy suspendida, caminando liviana a un metro de sus pasos. No lo miro. Temo que gire la nuca y repetir la vergüenza de hace un rato, que parece ya tanto. 
Advierto que camina más lento. Estoy más cerca. Fantaseo con la imposible situación de animarme. ¿Cómo le digo “te invito un café”? ¿Le toco el hombro, y dejo caer el ya clásico en mí: “¿tu ruta es mi ruta?”? –la imagen de lo ridículo viene a mi rescate, como casi siempre–. Pienso que desde hace mil cuadras parece que es así, una misma línea recta, una misma dirección y la ocurrencia me dibuja una sonrisa. Le miro la espalda y allí, como si fuera una pantalla de cine, me veo en una casa con mucha madera, con ese perfume tan particular que desprende y un ventanal por el que cae el sol, inundando buena parte de un living lleno de plantas. Veo una biblioteca de madera rústica repleta de libros y artesanías. Lo imagino dándome un beso al despedirse un domingo radiante al mediodía, llevándose el mate, para juntarse a ultimar detalles de la película que está por filmar, mientras yo me quedo leyendo un libro que debo reseñar para la revista cultural en la que trabajo cuando no estoy escribiendo mis textos. Me dice que quiere volver temprano de su reunión, así podemos pasar la tarde juntos. Que no me cuelgue con mis cuentos. Que el domingo está precioso. Pero es la voz de Joaquín y no otra –a H no se la conozco– la que imagino al decir “precioso”, o mejor “preciosa”. Su cadencia como ofrenda. 
¡Dobla! Dobla la esquina. Abandona esta ruta. No me mira. La inercia me hace continuar media cuadra más. No sé si desandar ese tramo y seguirlo. No sé cuántas cuadras caminamos en esa ensoñación de película. Me detengo. Veo mucha gente parada allí, más cerca de la que fue la otra acera, cuando Sarandí no era peatonal a esa altura. Quedo inmóvil. 
Irrumpe el recuerdo. Tengo la mirada perdida, viéndome cinco años atrás sonreírle a un metro del cruce-encuentro, los latidos desbordantes, la garganta seca, la decisión tomada, oyendo los sonidos del bombeo, abstraída de los autos, los bocinazos, el ruido normal de la ciudad que despierta, repasando la frase, una y otra vez; ya estamos cerca, él me sonríe, no puedo creerlo, él me sonríe, tantas veces nos cruzamos desde el primer azar, y no podía dejar mis ojos en él, una fuerza los sacaba, y él pasaba, y sos una idiota, así no va a ocurrir nada, y esta vez me mira, me sonríe y ya estamos casi casi por cruzarnos y tengo que soltar la frase, y tengo miedo de no animarme, pero la tengo que soltar, y veo que él para, y veo que yo paro y me dice "hola" y le digo "hola" y nos damos un beso en la mejilla, y mis nervios me impiden adaptar la frase, y la dejo caer igual que en mi pensamiento rumiante: “yo te paré porque te quería invitar un café” y él que se ríe y yo que pienso, “idiota, idiota, ¡si no lo paraste!, ¿no lo paraste? ¿esto está ocurriendo?”, y me dice que acepta, y le escribo mi teléfono en una hoja que él me da, y no puedo controlar el temblor de mi mano, aunque lo intento con todas mis fuerzas, y no hay caso, y me dice que se llama Joaquín, y que me llama en unos días y nos despedimos con otro beso y al tiempo me confiesa que varias veces me había dicho “hola” mientras yo habitaba otro mundo que evidentemente no era el que pisaba.
Un grito me trae al presente. Proviene de ese grupo de gente extrañamente agolpada en el medio de la peatonal, de espaldas a mí. Reparo en que están frente a un edificio. Esperando para entrar. Levanto la vista, y a un mismo tiempo, como un ramalazo de sol golpeándome la frente, identifico a mi hermana en el medio del gentío haciéndome ademanes exagerados. A mi padre vestido de traje y a mi madre con gesto conocido de reprobación y un peinado que le queda raro. Miro mi atuendo bajo el gamulán, y pienso que no está tan mal. Ya no tengo frío. Puedo quitarme el abrigo y entrar. Recuerdo por qué no fui a trabajar a la oficina. 
Me acerco. Joaquín me mira con sus ojos grandes. Observa el pañuelo en mi mano. Vuelve la vista a mis ojos. Respiro hondo y siento cómo algo cede en mí. Lo beso y mis labios performan un descubrimiento. Le tomo la mano. Me la aprieta fuerte. Nos miramos. Le digo “hola”. Me dice “hola”. Le pregunto “¿tu ruta es mi ruta?”. Me responde “¿querés un café conmigo?”. Le digo “acepto”. Me dice “acepto”. Dejo resbalar el miedo por el borde del pañuelo. Subimos. El oficial nos espera. Veo el arroz apretado en las manos de mis sobrinos.




17 de Julio de 2012



lunes, 27 de agosto de 2012

Las cuitas del bicho Calón

Cuando empezó el dolor en el estómago, supe que vendrías sin demora de donde estuvieras, cargada de libros. Siempre remediaste los dolores con lecturas. 
¿Te acordás cuando tenía doce años y un asma rebelde me incapacitó para jugar aquel campeonato de fútbol con los chiquilines de la barra? Le pediste a mamá que te llevara a la biblioteca comunal, y volviste con dos libros para mí.  Mamá tuvo que pelearse con la bibliotecaria, primero apelando a la compasión, y ya luego directamente a vaciar el contenido de su mente, que como estrategia no era muy efectiva, pero que la dejaba ciertamente aliviada. No así al que la acompañaba, normalmente uno de nosotros, que ante la primera apertura de ese esfínter bucal, y cada vez en forma más inmediata, sentía arder un fuego en las mejillas, al tiempo que se iba replegando con extremo cuidado hasta colocarse detrás del primer mueble que cubriera la mayor cantidad de su humanidad posible, convertida en un bicho bolita. A papá se le complicaba un poco más la operación «rajemos sin ser vistos» –los muebles  cercanos difícilmente tenían las dimensiones adecuadas, suponía yo– por lo que terminaba pidiendo las disculpas ajenas del caso, y nombrando siempre una calderita de lata, que vos nunca entendías qué tenía que ver con mamá. Habrá empezado con un «no sea necia»,  habrá seguido con un «qué belinuna»  y mejor no saber con qué habrá terminado. «¿Qué le va a hacer darte un libro más de los permitidos? Por Dios, habráse visto, negarle los libros a una niña. Esta mujer es una grandísima essstúpida, vamos» –mamá siempre exageraba esa ese; sólo la de esa palabra, estúpida–. Es que mamá no estaba registrada en el sistema. Sólo vos lo estabas y ya tenías en casa dos libros que habías sacado la semana anterior. La bibliotecaria era una persona apegada a la ley, y en esa ley, sólo se permitían dos libros por usuario. Mamá volvió despotricando, como siempre en estos casos; yo la escuchaba desde mi cama de convaleciente, apenado de mi mala suerte, cuando vos te apareciste con dos libros en la mano, lo que causó el inmediato elogio de papá, que tenía una tendencia natural al elogio fácil cuando de vos se trataba, lo que en este caso parecía acertado, mal que me pesara. Levantar los tendales de insultos que mamá dejaba por el camino, y revertir la situación, era realmente proeza de valientes. Me pasé dos semanas leyendo Mujercitas. Y otra más un horroroso libro desbordante de sentimentalismos rosa, que tenía nombre de mujer (¿Verónica?). No tuve allí el valor de echarte en cara semejante desatino, que papá juzgó de adorable, condenándome a masticar secreta y apasionadamente la bronca de la injusticia  –estrategia que ciertamente no aprendí de mamá–. Yo, que vivía sumergido en el mundo de La isla del tesoro y hacía planos de islas con cruces rojas donde estaban enterrados aquellos secretos invaluables que imaginaba, te odié y te amé en silencio. Siempre quedabas como buena hermana, así me enchufaras aquellos bodrios espantosos. Papá y mamá sólo tenían ojos para lo grueso y tierno, no para esos ínfimos detalles del odio y la chicana, en los que yo palpaba con claridad tu malicia. Cuando papá se fue de mi cuarto aquella mañana, me contaste la verdad: no había ninguna hazaña, y de la bibliotecaria huiste como de la peste que salía de la boca de mamá. Eran tus libros los que me prestaste, y antes que el «inocente gesto de ternura de tu hermana», yo vi bien los tejes y manejes de araña ponzoñosa. Años antes, en una continuidad del odio que puedo pesquisar para atrás hasta tu ombligo, había surgido de las profundidades del océano, mi bicho Calón, que tantas amarguras te causara. Eras fácilmente sugestionable. Sobre todo en aquella remota época en que el tiempo que nos llevábamos representaba un tercio de tu edad y sólo un cuarto de la mía. El tiempo dorado en que podía manipularte sin culpas, y en el que te subordinabas con poco trabajo a mis palabras sabihondas de hermano mayor. 
Ayer me llamaste, y te mentí. Siempre te miento. Y vos te quedás tan tranquila. No me atrevo. Se me hace un agujero en el estómago al imaginar la imposible situación de contarte que no existe Amanda. Que no me voy con ella a casa de sus padres en Pinamar, cada fin de semana. Que Francisco, su sobrino, no me hace leerle a Stevenson cada vez que me encuentra desprevenido, adormecido bajo la parra que da unas uvas dulces deliciosas, con el color azul oscuro que a vos tanto te gustaba cuando éramos chicos y mamá te rezongaba porque arrancabas las más negras de los racimos que ella ponía sobre la mesa después de la comida, y los dejabas desdentados, y papá un día te dio una paliza, porque le discutiste fiero a mamá, que te decía que eso no se hacía, y vos le retrucabas que por qué te ibas a comer las uvas que no te gustaban, y que qué diferencia hacía que te llevaras el racimo a otro plato o lo comieras directo de la fuente, y la discusión terminó con el famoso y previsible «porque lo digo yo, que soy tu madre», y el tono de voz de ambas había ido en aumento, y papá tuvo que terciar con su mano todopoderosa y todo volvió al silencio.  Después de tu llanto, claro. Me miraste con odio. No puedo olvidar los puñales de esos ojos grises clavados en los míos. No te defendí. Quedé como testigo mudo que veía venir de no tan lejos la pesada mano de papá como en un ritual largamente anticipado. Todavía me escucho rezar piel adentro, mientras mi lengua no articula palabra: «no sigas por ahí, no le digas eso a mamá, no levantes la voz, no le contestes eso, decile "perdón" a mamá, no sigas, no comas otra uva directo del racimo, ¡qué hacés!, ¿sos boba?, papá ya está interviniendo, decile que te equivocaste, no lo sigas haciendo. No, no, no le digas eso. Papá no levanta la voz como mamá que grita. Papá levanta… no, no, ¡la mano no! Esos ojos llenos de lágrimas, indignadas lágrimas. No me mires así, no es mi culpa. Sos boba. Yo te avisé con los ojos. Mejor me voy a dibujar».
Irma me preguntó el otro día, con la sobriedad con la que se dirige a mí –¿le habrás contado alguna vez del odio visceral  que arrastro hacia las empleadas domésticas desde que íbamos a la guardería (ya sé, no se le dice más así, no me rezongues, es horrible, pero en aquella época…), y a papá lo había destituido la dictadura, y mamá tenía que trabajar el doble, y papá, con estudios universitarios, buscaba changas de vigilante en una obra, porque teníamos que fiar en la panadería y el almacén los últimos diez días del mes, y cualquier trabajo era bienvenido si arrimaba algunos pesos, ¿te acordás?, y tenían que contratar a una señora que pudiera limpiar un poco y quedarse con nosotros cuando no estábamos en la guardería, sobre todo lo último y no tanto lo primero y en esa época todo era más bravo, y las señoras no eran niñeras como las de ahora y amorosas como las de ahora, nos daban una biabas bárbaras, y nos hacían dormir la siesta aunque no quisiéramos, aunque imploráramos para ver los dibujitos, así no las molestábamos cuando venía el novio a visitarlas, que después nos enteramos que era milico y teníamos que cubrirlas y no contarle nada a nadie, fundamentalmente a papá y mamá, y los vecinos tampoco contaban, por lo del novio milico, que no entendíamos mucho qué era, pero sabíamos que verde aceituna y miedo eran palabras que iban juntas, y una vez una se enojó contigo, la del milico, porque no querías tomar la sopa antes de la guardería y te obligó a tomarla, y terminaste vomitando sobre la sopa y se enojó más y te quiso hacer comer la sopa vomitada, mientras te gritaba y vos empezaste a llorar sin consuelo y la mujer cambió su expresión, por suerte cambió su expresión y enseguida abrió un paquetito con cuatro ojitos, y te los puso delante de los ojos acuosos que se te desteñían con tanta humedad y empezó a decirte en un tono muy otro, repentinamente dulce: «mirá, mirá qué ricos ojitos te compró mamá para la guardería, deben estar deliciosos, ¿querés uno?, mirá qué ricos. ¿No te gustan los ojitos que te compró mamá?», y vos tratabas de dejar de llorar, pero no estabas tan loca, y no podías pasar del llanto a la tranquilidad en un instante, como ella hacía con el tono de su voz; no, no estabas tan loca y te diste cuenta que mejor dejabas de llorar rápido, pero te quedaban esos estertores últimos del llanto, como cuando lloraba la Chilindrina y quería hablar y no podía, y le salía todo entrecortado, y yo otra vez sólo miraba, mudo, sin lengua comida por ratones hambrientos, sino paralizada por algo que no podía precisar? –te decía que Irma me preguntó si me había separado de Amanda. La debo haber mirado con el mismo viejo odio actualizado, creciendo en un instante ante su impertinencia, trasparente odio vistiendo mis ojos y mi semblante, pobre Irma, porque me dijo enseguida, sin que yo llegara a articular palabra: “disculpe, no quería ser indiscreta. Es que me dio pena, parecía buena muchacha y su hermana el otro día cuando fui a limpiar a su casa, me preguntó si podía darme un libro para Amanda, ya que yo venía hoy para acá, y no supe qué decirle, porque hace algunas semanas que me doy cuenta que no hay más cosas de ella por esta casa”. 

sábado, 11 de agosto de 2012

Laberintos

Él

Sólo quería hundirme en ella. Cada noche. Cada una. Sin excepciones. Desde el principio de nuestros tiempos. Se lo murmuraba suplicante, recuperada la calma después del vaivén, aún unidos tras las pulsaciones rítmicas que todavía podía sentir latir unos segundos más en mi extremidad vuelta al reposo. Nos quedábamos un rato así. No daban ganas de salir. El pulsar de sus paredes era tibio, sudoroso, acogedor. Me invitaba a las confesiones, para las que yo, salvo allí con ella, no estaba hecho. Era un yo desconocido ese que usaba mi boca, mi voz, que irrumpía en mi cuerpo, haciéndole estrenar emociones que antes no estaban y que se sentían siempre un poco extrañas. No ajenas, sino más bien raros asaltos al continuo, una especie de: ¿y esto? ¿y este sentir tan diferente del de la tarde, del de hace tan solo una hora? ¿y este estar acá, ahora, así, y no saber qué voy a sentir en dos minutos, en qué va a desembocar este estar acariciando que me afloja la lengua y me hace escucharme decir cosas que desconozco, y todo mientras sigo dentro de ella? Este vértigo. Este no poder decir, “esta boca es mía”, pero saber que es mía, sí, es mía. Y entonces decidirme por lo seguro: “quiero hundirme en vos cada noche. Cada noche. Cada una. Sin excepciones”. De eso sí estoy seguro.

Si bien dormíamos juntos varias veces a la semana, ella sólo algunas aceptaba las invitaciones de mis manos bajo las sábanas. Menos veces proponía. Normalmente estaba demasiado cansada, o se tenía que levantar demasiado temprano, o sencillamente “hoy no”, “no tengo ganas”. 

Acostumbrados al arte de la retórica, mis brazos elocuentes sabían persuadirla, combinándose con esta boca desbordante de inventio, prometedora de jugosos paraísos. Sabía cuando su boca aceptaba a la mía convencida, porque allí se iniciaba una danza de lenguas entreveradas en una cadencia de oleadas crecientes, donde por momentos temía ser devorado. Las figuras de su literatura erótica empezaban siempre por la boca, que a poco de despertar, libando el zumo de mi dispositio, imploraba, consumida de locura, que internara la metáfora de mi lengua, y no mi lengua, en su boca sur burbujeante. El acto la tomaba por completo, la consumía, dejándola exangüe. Amaba sentirla desfallecer hundido en ella. Aunque mi cúspide se frustrara. Eso no me importaba. Sus estremecimientos eran obra de mi cuerpo, de mis manos, de mis dos lenguas. Yo era la causa de su deseo. 

Otras veces, demasiadas, su boca respondía evasiva, tibia, y entonces me sabía impotente; pero esa misma impotencia como una cruz no me permitía frenar aquello para evitar el mal trago que se sucedía. Mi virilidad puesta a prueba. La presencia de mi deseo avasallante activaba la pantomima de su respuesta, que yo sabía fingida, porque conocía su fuego verdadero. Desnudos como nosotros quedaban mi deseo desbocado y la ausencia del suyo, su simplemente estar, como la cama está, las almohadas, el semen que resbala manchando las sábanas, el despertador. Esas veces no había confesiones. Sólo caricias y silencio. Y un sentir ambiguo.

Algunas noches ella juega con mis rulos, mientras intenta contarme la historia repetida y nunca terminada, de cómo mi rojiza y enrulada cabellera fue la protagonista de su deseo por mí. No la dejo. Le hago cosquillas para evitarme la incomodidad de escuchar cosas que no creo. Ella ríe, se aparta como puede de mis brazos, se desespera. Intenta terminar su historia cada vez. Pero cada vez, no la dejo. Y más se desespera. Se concentra en mis dedos, les dedica miradas, intenta escudriñarlos con los suyos cuando quito las manos, me doy vuelta y me duermo. ¡Por qué no habré heredado las manos anchas y recias de mi abuelo!

Tiene un cabello precioso. Largo, lacio, suave, negro. Se le cae, dice amargada. No me doy cuenta. Le dedica planchas y charlas, y no la entiendo. Me aburre. No entiendo tantas energías puestas en algo tan ínfimo como el pelo. El mío es indomeñable y no me detengo en eso. 

Me gusta ella. Me gustan sus pechos, y cómo reaccionan a mis manos –que quisiera fueran más viriles, para que ella no los retire tan pronto la acarician–. Adoro sus caderas, sus piernas cuando engordan, y también cuando están más escuetas. Amo su abdomen y su cintura, incluso cuando pierde la forma. Me enloquece su cola, aunque ella insista en taparla y se queje de sus pozos. ¡Qué me importa su celulitis! Su boca es mi delirio. Su inteligencia me embriaga. Es buena gente.

No me gustan sus humores, cuando ladran o refunfuñan. No me gusta su excesiva necesidad de hablar de todo. No me gustan sus pies, aunque tampoco me molestan. No me gusta su exigencia con todo, para todo; contra ella misma. No me gusta que me analice. No me gusta que me rompa la paciencia con sus preguntas existenciales esperando en la gatera. No me gusta su inseguridad. Sus miedos siempre listos para la fuga. No me gusta que me esté encima. Me gusta ella. 

Pero sé que no me quiere. Cada vez más mi retórica fracasa y dormimos sin besarnos, y se me cierra el pecho y necesito hundirme en ella, y no puedo. Los silencios se hacen más grandes, acunando a sus negativas. Duelen. No me quiere. La impotencia no me impide intentar lo imposible. Mis manos se ponen en marcha, como mi boca. Fracasan. No le sirvo. No me quiere. 

La impotencia no me impide intentar lo imposible…

Ella

Estoy angustiada. 

Tengo que adelgazar. Estoy tan incómoda con mi cuerpo. Ya no sé qué ponerme, ya no sé cómo cargar estos quilos que me sobran. Los odio. Quisiera estar sola. No quiero tener que desnudarme frente a un hombre cada noche. No quiero nada. Quiero comer hasta reventar. Y seguir comiendo, porque todo está perdido. Me molesta su presencia en mi cama. No soy mujer. No tengo deseos. No quiero iniciar el jueguito. No quiero este cuerpo. No quiero nada. Quiero dormir.

Tengo miedo de perderlo. Pero ¿qué me ve? Intento hacerme la dormida. Le digo que estoy cansada, que mañana madrugo –él madruga más, y nunca está cansado para esto–, que es insaciable, que no puede vivir así, que no es normal que alguien quiera todo el tiempo. Temo su pregunta como respuesta, y entonces acepto su invitación. El resultado rara vez incluye las perdices. Más veces termino lastimada porque la fricción hace lo suyo si el ambiente no es húmedo. Y no está húmedo cuando no levanto este muerto, el de mi deseo. Y la cosa se pone fea, porque me dejo lastimar, sin que él lo sepa, pero es igual, porque allí queda, en ese lugar. Lo intento. Juro que lo intento. A veces el deseo aparece tras las primeras caricias de esas manos tan lindas que tiene. Me enloquecen sus dedos largos y delgados. Amo esas manos de hombre –a mis amigas les gustan las manos grandes y varoniles. Les hemos dedicado largas tertulias. A mí me encantan las delicadas. No puedo estar con un hombre de manos toscas, gruesas–. Me acaricia con tanta suavidad, que muchas veces tengo que aguantar la catarata de placer por temor a que me lleve demasiado temprano a la desembocadura más honda. 

Empieza generalmente acariciándome el vientre. Si me preguntaran en qué momento me siento mujer, cuándo tengo esa conciencia, diría que es cuando inicia su ritual amatorio, y desliza sus manos hacia mi vientre. Ese instante es, para mí, plena vivencia de mi ser mujer. No es en la plena cópula. No. Es cuando veo su deseo depositarse en mi vientre, dirigiendo todo su cuerpo hacia un punto en el tiempo y el espacio, al que dedicará toda su atención por un buen momento: yo. Me siento elegida por un hombre que me enloquece. Henchida de femineidad. Mi vientre y mi yo femenino, en intercambiable metonimia. (¿Ahora uso sus expresiones? Aunque él me corregiría: ¡es sinécdoque!, seguro me diría. Y eso me enojaría, pero también me encantaría y empezaríamos una discusión que él terminaría como siempre: haciéndome cosquillas, diciéndome «peleadora», dándome besos, porque siempre entro como un caballo).

Otras veces empieza por mis pechos, a los que siento crecer, aunque no lo que quisiera. Siento vergüenza de su pequeñez, y los retiro. Me da vergüenza retirarlos, y los dejo un poco, y disfruto a medias –la vergüenza siempre está ahí molestando–. Tengo miedo de que se pierda mi femineidad –para mí, hondo misterio– ante él en esa planicie apenas ondulada. Temo que se dé cuenta y se vaya. Hace tiempo que los acaricia y aún no se ha ido. Pero el temor se reedita cada vez, y los saco. Y los dejo. Y los saco.

Por lo mismo acepto más invitaciones de las que debería: una mezcla de no hacerlo sentir mal, con un miedo a que me deje si no le doy lo que quiere. 

Muchas veces quiero. Pero no quiero cuando él quiere. Quiero cuando yo quiero. Casi siempre quiero cuando no puedo.

Él quiere siempre. Me lo hace saber después del sexo. Si bien una verba desbordante y sincera sólo lo acompaña cuando habla de sus pasiones intelectuales o futbolísticas, y mayormente en presencia de alguna copa suelta-lenguas, y otros que lo sigan –nunca para hablar de sus cosas sin una cama de por medio–, culminado un buen encuentro amoroso, la lengua le queda floja, como si hubiera tomado y hubiera estado discurriendo sobre Foucault o Aristóteles, y es su momento de confesar su alma en pena. Allí empieza su larga elegía por el amor que se le retacea y soy la responsable de sus penurias. Me sobreviene un odio profundo. Quisiera apretar el botón eyector. Le tomo el pelo, “¡qué tragedia griega!” y si insiste, me doy media vuelta bufando mi descontento. Pero el fantasma se hace presente: “me va dejar, tarde o temprano, me deja”.

Si supiera las cientos de veces que quisiera dormir en su abrazo, acariciarlo calma hasta que nos aliene el sueño. Eso sí quiero, todas las santas noches. Pero no puedo proponerlo. Me arriesgo a que quiera más, y tenga que suceder aquello. Y estoy gorda y fea, mis piernas se han ensanchado, un pozo al lado del otro, tengo rollos que no estaban, mi soso pelo ahora además emigra al suelo o a la almohada, y así no quiero. Entonces esos días, me acuesto en el borde de la cama, no lo rozo, no lo miro, me hago la dormida, y me quedo con las ganas de sentir su respiración en mi cuello, o el perfume de esos rulos divinos sobre la almohada, o el movimiento de su pecho cuando sube y baja al compás de sus ronquidos. 

Ellos

Él la abraza, la besa, le dice cosas al oído. Ella le responde, al tiempo que enhebra los dedos en sus rizos, haciendo tirabuzones. Se ríen. Él le hace cosquillas. Ella lo rezonga. Él le dice que se calle. Ella le dice que no entiende por qué le molesta que le cuente cuánto le gustaba antes de ser “nosotros”. Él le dice que ya no hable, que lo bese.

Se enredan las bocas, los cuerpos distraídos, empiezan el amor.

Ella olvida una pastilla. Él olvida un preservativo. Ella olvida la fecha. Él olvida preguntarla.

El vientre no olvida.

martes, 31 de julio de 2012

Arrobos sin Julio

¿Qué estaría pensando Julio al bajar cada pierna del auto, introduciéndose en la lluvia, mientras su mirada circunspecta caía sobre mis ojos húmedos de llanto, hace apenas una eternidad sin horizonte? En eso pensaba, en qué le estaría pasando a Julio ahora, diez infinitos minutos después, la lluvia mojándome mientras camino del estacionamiento a casa, haciendo el trayecto opuesto del que emprendiéramos con Julio una hora atrás, limpiándome las lágrimas que insisten en hacer hablar a esta desazón de pedazos descompuestos, brotando sin remedio de la promesa de amor, ahora frustrada, que éramos nosotros dos, ya irremediablemente uno y uno, dos caminos bifurcándose a nuestro pesar, por nuestro pesar, cuando de pronto reparé en el hombre-muchacho que intencionalmente cruzaba la calle para encontrarse conmigo en la acera oscura por la que venía pateando las piedritas del desencanto.  

Habíamos salido de casa sin rumbo fijo, Julio manejaba mi auto –yo detestaba manejar-, en un gesto tierno de los que estaba llena nuestra relación. Yo alargaba una despedida que no podía soportar. Un silencio sin fin, matizado sólo por mis lágrimas -cuando se ponían ruidosas-, se había instalado entre nosotros minutos/horas antes en mi apartamento, en cuanto Julio decidió no sostener más mi no-estar-bien-con-él, permanente, y dejó caer las palabras suaves y temidas que trozaron mi carne y me suspendieron la respiración: “ya está, no te tortures más. No funciona. No estás bien conmigo. No sabés cuánto lo lamento, pero ya está.  Dejalo así. Vivimos mal los dos. Así no quiero estar, me hace mal. Ya lo intentamos, le dimos mil vueltas, no se puede, ¡qué le vamos a hacer!, mala suerte, no me querés. No se puede.” Un silencio de duelo se instaló, lleno de lágrimas y de imposibles. De mis lágrimas. Julio sólo estaba ahí. Parado, inmóvil. Cómo comprender este dolor inmenso que me partía el cuerpo, cuando estaba fundado en una realidad que dependía de mí. Pero es que no dependía de mí. Julio lo había entendido antes que yo. Por momentos me parecía el hombre más atractivo, y por momentos era el mismísimo Frankestein y no había síntesis, en mí, sino desgarradura. Cuando sentía que el amor no me cabía en el cuerpo, usualmente en los rituales de la cama, algo así como una sospecha se agazapaba tras la almohada. Recuperada la verticalidad, al día siguiente o al rato, quedaba entre las sábanas, escondido tras sus pliegues, el hombre que me abrazaba para dormirse, el atractivísimo, el de la virilidad potente que me preguntaba en susurros si me encontraba bien, cada vez que proponía una variación para el ejercicio del amor, con una generosidad que no conocí en otro hombre. Entre las mismas sábanas, quedaba la mujer, entregada a los vaivenes del deseo, apagado el pájaro loco repiqueteante de la conciencia machacona e infértil. Los seres verticales éramos otros. Para mí, no para Julio, que confundía verticalidad y horizontalidad como si fueran la misma cosa, una simple continuidad. Yo no podía confundirlas, por más empeño que pusiese. Padecía de dos Julios, hablando al unísono en mi interior. El que amaba, y el que odiaba. El que no acreditaba me eligiera a mí, entre tantas mujeres que debían desearlo, y el que no podía creer haber elegido en algún momento, ¡en qué estaba pensando! Julio lo sufría calladamente, hasta que no aguantaba más  y me ponía contra las cuerdas. La historia se repetía con mínimas variaciones, como un mise en abyme del que yo no lograba pasar raya. La diferencia era el cansancio creciente, y la esperanza decreciente. Cada vez podía responder menos a sus planteos directos, y cada vez  más veía acercarse el tope en su horizonte. Tantas veces habíamos dicho de terminar, y tantas veces nos habíamos llamado al otro día, o a los tres, o a los cinco y “cómo estas”, y “bien y vos”, y “qué hacés en un rato” y tras el abrazo del inicio, habíamos reinaugurado nuestra horizontalidad a la que seguía la vertical y todo volvía a comenzar.  Pero un abismo de dimensiones extraordinarias seguía allí incólume entre nosotros, despreocupado de nosotros,  no agigantándose precisamente, sino simplemente haciéndose más palpable, nítido, imponente. No había manera de franquearlo. Julio de un lado, yo del otro.  Y la conciencia de su presencia inquebrantable.

Julio se me transformaba en un extraterrestre. No era ducho para hablar de su gran dolor, que no me tenía por objeto. No lo ocultaba -su existencia, digo-, pero lo encriptaba, dejándome saber que por allí no podía andar, que aquello estaba bien presente, demasiado, pero que no era un camino por el que me estuviera permitido deambular. Saberlo y obviarlo, verlo triste o desganado, sintiendo la roca de la imposibilidad frente a mi nariz, mi impotencia al preguntar, sus enojos al responder de mala gana que no lo jodiera, no ayudaron demasiado. Julio estaba quebrado y su único pegamento era no hablar de eso. Exiliarse de esas tierras, haciendo mudas las palabras que debían nombrar lo terrible, y utilizando otras que quedaban siempre descolocadas en ese lugar, por superfluas, livianas, inútiles pelotas al córner, distracciones de una evidencia insultante. Saberlo desgarrado, verle el rostro hirsuto, las facciones sin vida, las respuestas cortas y desinteresadas, preguntarle cómo está, escuchar un “bien” acompañado del gesto contrario, que no disimula que está como los mil demonios, y que la respuesta al “qué te pasa” sea un “¿cómo te fue hoy?, ¿mucho laburo?“, me hacían crecer una bronca desde el pie que terminaba asfixiándome.  No importaba nada, si él no quería hablar, no hablaba, así tuviera que insultarme para eso. 

Como se sabe, todos los caminos, por sinuosos y huidizos que uno los pretenda, terminan en la misma Roma, por lo que, cuando uno no quiere hablar de algo, acaba por no poder hablar de nada a pocas palabras de haber empezado. Todo camino se trunca cuando se perciben los aromas cercanos de la ciudad censurada y la conversación se hace críptica y el entendimiento se ausenta, y yo no sé con quién estoy, qué piensa, cómo organiza su mundo, cuál es esa roca viva de dolor que lo cercena.  Apenas sé de la mía, de la que él siempre está un poco más dispuesto a hablar, cuando tira la pelota para mi patio, siempre más productivo que el suyo a la hora de enunciar palabras que dicen verdades mientras mienten. Las palabras del patio de Julio, en cambio, no mentían ni decían verdades. Eran hermetismo para mí.  Julio, vertical, era un enigma que mis cuatro años y medio de relación no me habían permitido develar ni en un miserable ápice. Y, a menos que uno sea un reptil, la vida exclusivamente horizontal no es vida. 

En el contrapunto de mis dos Julios, el querido y el temido, se debatían mis emociones sin descanso, en una dialéctica sin síntesis, cada vez más enloquecedora, en la que terminar no era posible, pero seguir tampoco. Escuchar las palabras de Julio, “ya está, no te tortures más”, sentir la resignación en cada sonido pronunciado, respirado, en su postura corporal, distante, saberme tan cobarde, tan torpe, escuchando lo que tendría que estar pronunciando mi boca, ese “ya está”, que debí escuchar/decir hace tiempo para evitarnos tanto, las lágrimas incontenibles, la tristeza, el llevarlo hasta la casa de su amigo cuando ya no había más que hacer, el que también él decidiera alargar la despedida, tomando el volante y manejando sin rumbo, mientras el aire de la ventana abierta me secaba la cara y las tempestades, la parada en la rambla, con la lluvia cayendo copiosa sobre el auto, en sintonía con mis lágrimas que habían reiniciado en espasmos, su abrazo prolongado, el temor de que no sólo las lágrimas reiniciaran, la certeza de que esta vez no, esta vez voy a soportar el dolor creciente, esta vez voy a ser valiente, esta vez no lo voy a hacer decidir por mí, el abrazo que interrumpí, la lágrimas que amainaron, mi voz por primera vez firme desde hace horas, pidiéndole cambiar de asiento, la pregunta sobre su destino inmediato, “¿dónde te dejo?”, la seriedad de ambos, la lluvia que había cesado, ahora reanudada, pero más calma, las balizas del auto encendidas, el beso fugaz en la boca, la mano de Julio abriendo la puerta, sus largas piernas yéndose bajo el agua, la mirada puesta en mis ojos, el retorno a casa manejando con una pelota en el estómago, y un cansancio infinito, todo eso pasaba como una película de imágenes enloquecidas por mi cabeza, en la cuadra que llevaba caminada tras dejar el auto en el estacionamiento, volviendo a casa.  Estaba inaugurando una vida desconocida, en la que Julio ya no estaría. Ni el horizontal ni el vertical. 

Reparé en mi cara probablemente desfigurada de llanto y cansancio, al percibir al hombre-muchacho que cruzaba la calle percatado de mi presencia. Su postura, su modo decidido de cruzar la calle oscura empapada, su cabeza apuntando en mi dirección, el lugar que eligió para el cruce, su aspecto desaliñado, me instalaron por un instante un nuevo sentimiento: miedo.  Saludable, miedo, el del peligro, que me rescataba por un segundo de mí misma. El hombre-muchacho, finalmente me detuvo con su pregunta amenazante, la mirada fijada en mi bolso: “¿tenés una moneda?”. 

Recordando que en el bolso además de las llaves y el celular había un billete de mil pesos, me detuve -una especie de impunidad cubrió mis emociones agotadas: qué importaba esta nueva miserable pérdida- dirigí  mis ojos a los suyos -su cara sucia-, mientras abría lentamente el cierre de mi bolso y con la misma calma cansada que sucede a la tormenta, dejé escapar un “no tengo” apenas audible, casi como una súplica, seguido de un “¿querés ver?”, mientras mis ojos enarcados sobre los suyos hacían el gesto de mostrarle el contenido oscuro de ese agujero bajo el cierre. No sé cuál sería mi aspecto, sé cuál era el suyo. Dudo de si esas fueron efectivamente mis palabras, y no otras, porque el muchacho optó por decir “No, no, está bien. Perdón, no te quise molestar, chau, perdón, que te vaya bien”, al tiempo que me dispensaba una mirada compasiva y se alejaba. 

martes, 24 de julio de 2012

Buenos vecinos

El edificio había quedado en un silencio pasmoso, extraño después de los acontecimientos del otro día. 

Tras ver las imágenes en el informativo, junté fuerzas y decidí, no sin esfuerzo, subir un piso por escalera y golpear la  puerta de mi vecina de arriba, con quien apenas nos solíamos dirigir un saludo seco al cruzarnos, subiendo o bajando, entrando o saliendo del edificio. No recordaba bien su cara, pero sí el pelo, la edad aproximada y la voz. Era de las más vivaces en las asambleas de edificio de las que, como todos, no tenía más remedio que participar desde que me había mudado, hace ya diez o doce años. Mi vecina era integrante de la Comisión, muy a su pesar, porque nadie quería asumir ese rol y siempre estaba enojada con todos. Como todos los demás, pese a que apenas nos conocíamos. El dedo índice blandido por el aire era la imagen repetida de cada asamblea, siempre dirigido -simbólicamente- a un tercero que en ese momento no se encontraba presente. El dedo de casi todos realizaba en algún momento de la noche esa danza aérea, acompañada de palabras, que si tuvieran un dedo índice, también estarían haciendo el mismo baile, refiriéndose a un siempre ausente. El mío no. Yo no hablaba. Apenas me movía. Por lo mismo, era siempre receptor de las quejas cruzadas de uno y otro vecino, que elegían mis orejas simultáneamente como confidentes de sus protestas. No parecía importarles que otros me estuvieran hablando a la vez. Y tampoco que yo simplemente los mirase sin entender una palabra, con el pensamiento ido en el partido de fútbol televisado que me estaría perdiendo en ese momento. De vez en cuando sentía vergüenza, e intercalaba algún “ajá”, o algún “bueno, no se lo tome tan así” cuando veía que el auto-locutor me dirigía alguna mirada –las cejas enarcadas- cargada de expectativa. Pero me mantenía casi todo el tiempo mirando a uno y otro sin decir nada. Como casi nunca terminábamos votando nada, porque no había nunca un hilo conductor, y las voces se iban acumulando unas sobre las otras, en quejas que a mí me resultaban más bien letargos de sordos, casi nunca tenía que tomar partido, y las asambleas se terminaban diluidas por cansancio. 

Había logrado dejar de ir, cuando carteles en el ascensor y en el palier me habían hecho desistir de ese pequeño acto de rebeldía. Es que la violencia se multiplicaba cuando el dueño de la locución no ponía el cuerpo y sí las letras en un cartel, que nunca firmaba. Las amenazas por no concurrir a la asamblea y los epítetos morales eran de tenor mucho peor que cuando se hacían con dedo índice presente. Así es que tuve que volver a concurrir. No quería que mi número de apartamento apareciera en un cartel sin firma, como el que le tocó al “mugriendo del 202, que dejás la bolsa de la basura tirada como si vivieras en un chiquero.” 

Lo gracioso era ver cómo los que hasta hace un rato habían estado despotricando contra la del 301, que hace cinco meses que no paga los gastos comunes, “¿y vos te creés que se inmuta? ¡no señor, qué esperanza! ¿vos la viste acá en la asamblea? Yo tampoco”, cuando se la cruzaban en el ascensor: “¿cómo le va Olga? ¡Está más delgada! ¿Anduvo enferma?”.  Recuerdo que primero me asustaba al esperar el ascensor para subir con alguno de esos vecinos liberados por catarsis sobre mis orejas, al ver aparecer a Olga abriendo la puerta-reja del ascensor para salir. Quería no estar ahí. Con el tiempo me di cuenta que perro que ladra no muerde. Y mis vecinos sí que sabían ladrar. Pero eso fue hasta el otro día.

Mis vecinas de piso, dos muchachas jóvenes, estudiantes de Psicología a las que el padre de una les compró el apartamento para que pudieran estudiar en la capital, se habían mudado hacía unos meses y estaban , a juzgar por el bochinche, haciendo una fiesta. Desde que se habían mudado, habían levantado el promedio de decibeles del edificio considerablemente. 

Eran las doce y media de la noche de un sábado. Yo intentaba leer una novela que me tenía de lo más enganchado. Me había pasado horas leyendo posts de amigos anónimos en Facebook, metiéndome en sus perfiles, tratando de enterarme de más datos de sus vidas. No los conocía, ni me conocían. Tampoco me importaban. Ya aburrido, con la silla pegada a mis nalgas, había decidido acostarme a leer. Para eso apagué el televisor que había mantenido prendido solamente como compañía. Fue en ese momento en el que reparé en la fiesta. Música alta, y risas estrepitosas, en oleadas. No estaba seguro si provenían del 802 o del 702, donde también vivían un par de mujeres jóvenes.