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martes, 24 de julio de 2012

Buenos vecinos

El edificio había quedado en un silencio pasmoso, extraño después de los acontecimientos del otro día. 

Tras ver las imágenes en el informativo, junté fuerzas y decidí, no sin esfuerzo, subir un piso por escalera y golpear la  puerta de mi vecina de arriba, con quien apenas nos solíamos dirigir un saludo seco al cruzarnos, subiendo o bajando, entrando o saliendo del edificio. No recordaba bien su cara, pero sí el pelo, la edad aproximada y la voz. Era de las más vivaces en las asambleas de edificio de las que, como todos, no tenía más remedio que participar desde que me había mudado, hace ya diez o doce años. Mi vecina era integrante de la Comisión, muy a su pesar, porque nadie quería asumir ese rol y siempre estaba enojada con todos. Como todos los demás, pese a que apenas nos conocíamos. El dedo índice blandido por el aire era la imagen repetida de cada asamblea, siempre dirigido -simbólicamente- a un tercero que en ese momento no se encontraba presente. El dedo de casi todos realizaba en algún momento de la noche esa danza aérea, acompañada de palabras, que si tuvieran un dedo índice, también estarían haciendo el mismo baile, refiriéndose a un siempre ausente. El mío no. Yo no hablaba. Apenas me movía. Por lo mismo, era siempre receptor de las quejas cruzadas de uno y otro vecino, que elegían mis orejas simultáneamente como confidentes de sus protestas. No parecía importarles que otros me estuvieran hablando a la vez. Y tampoco que yo simplemente los mirase sin entender una palabra, con el pensamiento ido en el partido de fútbol televisado que me estaría perdiendo en ese momento. De vez en cuando sentía vergüenza, e intercalaba algún “ajá”, o algún “bueno, no se lo tome tan así” cuando veía que el auto-locutor me dirigía alguna mirada –las cejas enarcadas- cargada de expectativa. Pero me mantenía casi todo el tiempo mirando a uno y otro sin decir nada. Como casi nunca terminábamos votando nada, porque no había nunca un hilo conductor, y las voces se iban acumulando unas sobre las otras, en quejas que a mí me resultaban más bien letargos de sordos, casi nunca tenía que tomar partido, y las asambleas se terminaban diluidas por cansancio. 

Había logrado dejar de ir, cuando carteles en el ascensor y en el palier me habían hecho desistir de ese pequeño acto de rebeldía. Es que la violencia se multiplicaba cuando el dueño de la locución no ponía el cuerpo y sí las letras en un cartel, que nunca firmaba. Las amenazas por no concurrir a la asamblea y los epítetos morales eran de tenor mucho peor que cuando se hacían con dedo índice presente. Así es que tuve que volver a concurrir. No quería que mi número de apartamento apareciera en un cartel sin firma, como el que le tocó al “mugriendo del 202, que dejás la bolsa de la basura tirada como si vivieras en un chiquero.” 

Lo gracioso era ver cómo los que hasta hace un rato habían estado despotricando contra la del 301, que hace cinco meses que no paga los gastos comunes, “¿y vos te creés que se inmuta? ¡no señor, qué esperanza! ¿vos la viste acá en la asamblea? Yo tampoco”, cuando se la cruzaban en el ascensor: “¿cómo le va Olga? ¡Está más delgada! ¿Anduvo enferma?”.  Recuerdo que primero me asustaba al esperar el ascensor para subir con alguno de esos vecinos liberados por catarsis sobre mis orejas, al ver aparecer a Olga abriendo la puerta-reja del ascensor para salir. Quería no estar ahí. Con el tiempo me di cuenta que perro que ladra no muerde. Y mis vecinos sí que sabían ladrar. Pero eso fue hasta el otro día.

Mis vecinas de piso, dos muchachas jóvenes, estudiantes de Psicología a las que el padre de una les compró el apartamento para que pudieran estudiar en la capital, se habían mudado hacía unos meses y estaban , a juzgar por el bochinche, haciendo una fiesta. Desde que se habían mudado, habían levantado el promedio de decibeles del edificio considerablemente. 

Eran las doce y media de la noche de un sábado. Yo intentaba leer una novela que me tenía de lo más enganchado. Me había pasado horas leyendo posts de amigos anónimos en Facebook, metiéndome en sus perfiles, tratando de enterarme de más datos de sus vidas. No los conocía, ni me conocían. Tampoco me importaban. Ya aburrido, con la silla pegada a mis nalgas, había decidido acostarme a leer. Para eso apagué el televisor que había mantenido prendido solamente como compañía. Fue en ese momento en el que reparé en la fiesta. Música alta, y risas estrepitosas, en oleadas. No estaba seguro si provenían del 802 o del 702, donde también vivían un par de mujeres jóvenes. 

No le di importancia al asunto, hasta que caí en la cuenta de que no estaba pudiendo leer dos párrafos seguidos, sin volver al primero cada vez. El sentido no se formaba. No lograba concentrarme. La fiesta parecía estar ocurriendo en el medio de mi habitación en penumbras. Empecé a sentir algo dentro de mi cuerpo que de pronto alcanzó ribetes extremos. Quería leer mi novela y no me dejaban. Algo así como un odio visceral crecía junto con las carcajadas de mujer colándose por las paredes. 

Unos días antes, las vecinas del 702 habían hecho una fiesta similar. Ese día no tuve problema, porque miré películas hasta tarde, y no requerí de silencio para leer o dormir. Cuando lo necesité, la fiesta ya había terminado. Me resultó extraño que terminara cuando parecía en lo mejor. Sólo al otro día entendí. Un cartel en el ascensor rezaba: “A las malas vecinas del 702: en este edificio somos gente trabajadora, con niños chicos que tienen que dormir. A ver si respetan un poco y no ponen la música a todo trapo. Acá somos gente bien. Hay que aprender a respetar. Los vecinos”. 

Tras leer el cartel ese día, saliendo del edificio me encuentro en la calle con los vecinos del 101, una pareja cuarentona, con una hija de diez años. Me dicen indignados: “¿a vos te preguntaron para poner la firma “Los vecinos”? Porque a mí no me preguntaron nada. ¿Esta gente nunca tuvo juventud? Pobres chiquilinas. ¿Sabés lo que les hicieron? En vez de golpearles la puerta y pedirles que bajen el volumen, fueron hasta los contadores de luz, y les bajaron la llave. Las dejaron a oscuras. A mí me indigna. Yo no estoy de acuerdo con esas acciones patoteras. ¿Esta sabés quién fue? Me la juego que fue Olga. O no, en realidad debe haber sido González, el del 701, que es policía y tienen a la nena chica. La mujer es flor de amargada ¿Por qué la gente no habla en vez de andar haciendo este conventillo en los ascensores?”. Le respondo algo así como “qué barbaridad” y me despido. Me voy pensando que González no es un perro que ladra. Está siempre callado, con gesto adusto. La que ladra en las asambleas es la mujer. El cartel seguro lo escribió ella. Es su tono, su forma. Me la juego que fue ella. 

Llegué a convencerme de que esta vez la fiesta era de mis vecinas del 802. Pero es difícil estar seguros, porque de este otro lado el sonido puede venir tanto de al lado-al lado, como de al lado-abajo. Ya furioso por no poder leer, empecé a rumiar la posibilidad de levantarme de la cama, ponerme los pantalones e ir a golpearles la puerta, tratando de mitigar el deseo de ir con el dedo índice en alto y la puteada en la boca, sin más trámites. Hice un esfuerzo de meditación, recordé la fiesta que hice mi cumpleaños pasado, me concentré en que esta vez era sábado, y que nadie trabaja un domingo (salvo el policía del 701) y que seguramente alcanzara con golpearles la puerta y explicarles amablemente que estaban molestando, para solucionar la situación y poner límite a este odio en aumento.  

Mascullé improperios, me traté de calmar, diciéndome: "no se dan cuenta", volví a rumiar tras cada vuelta al mismo párrafo y terminé por decidir esperar. Seguro alguno de mis vecinos haría algo y me evitaría el mal rato.

La cosa terminó mal. Me entero ahora por mi vecina, que no puede creer mi desconocimiento. Me dice que debo ser extraterrestre. Que es admirable mi permanente tranquilidad. Que es increíble que no me haya enterado de nada, con el alboroto terrorífico que se armó. Que yo soy la excepción en este edificio de locos.

Le cuento que sí escuché la fiesta, pero que viendo que la cosa no se calmaba, opté por terminar mi lectura con los tapones para oídos que tengo en el cajón de la mesa de luz, dispuestos para ser utilizados en episodios como este. Y que luego me dormí sin quitármelos. Recién a la madrugada me desperté con los oídos doloridos por los tapones, y probé sacármelos, recuperando los sonidos circundantes. Como constaté que ya no había ruido, seguí durmiendo tranquilo, sin los tapones. No salí a la calle al día siguiente. Estuve leyendo, terminando la novela de la noche anterior, y metido en Facebook. Recién hace un rato prendí la tele, y apenas alcancé a ver las imágenes de nuestro edificio, con un titular impactante: “noche de furia”, me vine derecho a preguntarle.

A medida que la vecina me va relatando los sucesos en su orden, un agujero se va abriendo en mi estómago, mi garganta se va secando y empiezo a sentir que no puedo hablar. 

“Parece que la mujer de González, el policía del 701, harta del relajete que hacían las del 802, fue hasta los contadores de planta baja, y les apagó la llave de luz. Subió a su apartamento a escribir un nuevo cartel. En el interín, las chiquilinas del 802 pensando que se trataba de un apagón general, salen a la puerta. Se dan cuenta de que el resto del edificio tiene luz, y se les ocurre bajar por las escaleras. Allí se encuentran con las vecinas del 702, que estaban llegando de un boliche, y les cuentan lo que les pasó a ellas el otro día, cuando el del 701 les apagó la llave general. En medio de la indignación que iba creciendo en las del 802 y reviviendo en las del 702, ven a su vecino, el policía, abrir la puerta y salir hacia el ascensor sin deciles una palabra. Hacen silencio ellas también. Deciden bajar hasta los contadores, por la escalera, todas juntas -los invitados quedaron a oscuras en el 802, esperando. Las del 702 las acompañan, sensibilizadas, y porque las del 802 no saben dónde quedan los contadores. 

Mientras, González pega un nuevo cartel en el ascensor, como el de la otra vez, pero en un tono más hostil. Aparecían las palabras “impresentables”, “mugrientas”, “mal educadas”, y terminaba con “putas”, directamente. La firma era la misma: “Los vecinos”. Yo no lo leí. A mí me lo contaron.

Las muchachas constatan que la llave efectivamente había sido bajada. No se conocían prácticamente, pero la indignación las solidariza de inmediato y para siempre. Suben en el ascensor y ven el cartel. Vuelven todas al 802, para cerciorarse de que la luz está funcionando, y para masticar la bronca, juntas.  Las esperan los invitados. Cuando uno de ellos, divertido, se dirige al microondas y ve que no funciona, la cólera estalla. Suben el volumen al máximo posible, aunque apenas puedan escucharse entre sí. La venganza las ciega.

Yo, sin saber nada de esto, indignada a mi vez por este gesto de mala convivencia, llamo a la policía. Al otro día me entero que los del 501, los del 402 y los del 301 habían hecho lo mismo, con mínimas diferencias de tiempo.

La beba de González no para de llorar y la mujer camina de un lado a otro del apartamento, con la nena en brazos, dejando surcos en el parquet, y levantando el índice más o menos libre, para rebolearlo por los aires al tiempo que articula palabras peores que las que puso en el cartel.  Le dice al marido que le apague de vuelta la llave de luz, y que también se la apague a las del 702, que están enfiestadas con ellas. Y que rompa la cerradura, para que no puedan ingresar a los contadores a levantarla y se queden sin luz hasta mañana.

Mientras la mujer deja el surco y le da las indicaciones al marido, la más corpulenta de las muchachas del 802, aliviada por esta descarga de venganza, propone que todos se vayan al baile después de un rato, para darles un tiempo más de merecido a los “conchudos del 701”. Todos aceptan, porque era la idea inicial: arrancar para el baile a las dos de la mañana. Cuando va con la concubina al cuarto a pasarse la planchita en el pelo y detecta que el aparto se quemó tras el “apagón”, sobreviene el acabóse. El mircoondas es una cosa, y la planchita, otra. Parece que decide llamar a más amigos, para que el baile se traslade al apartamento y que la venganza sea completa.

Minutos después, y antes de que González volviera a bajar rumbo al contador, es su apartamento el que queda a oscuras. Los dedos índices de la esposa del policía se mueven como locos por los aires. La beba quedó arriba de un sillón, cansada de gritar. La mujer no para de vociferar su indignación, dándole indicaciones a González que escucha, callado. Sale del apartamento rumbo a los contadores, y se cruza en el ascensor con la grandulona del 802 que vuelve. Se dicen “buenas” y siguen en silencio. 

A la vuelta, González alcanza a ver que el cartel tiene un mensaje debajo, escrito a lapicera. ‘Más puta será tu madre. O el pelotudo de tu marido, que si está contigo seguro es flor de marica y se hace dar por todos en el cuartel’. La firma, siempre la misma: “Los vecinos”.

Parece que la cosa termina cuando suena el timbre de puerta del 802. González decide cortar por lo sano. Lleva el dedo índice derecho ligeramente doblado, pero no por los aires, sino sobre la superficie fría que le hace resistencia. Se abre la puerta. La escopeta recortada ladra su furia que se suma al estrépito de la música.”

Vuelvo en mí mientras la vecina abandona su cuento para rezongarme. Estoy vomitándole la puerta. Veo cómo se aguanta el odio. Tendrá que limpiar mi vómito. Lo que seguro no sabe, es que no vomito por ese espanto que acaba de relatarme, sino por el eslabón que desconoce. Antes de ponerme los tapones en los oídos aquella noche, en un último intento por apagar el ruido y poder leer en paz, decido telefonear a González. Le digo que esa tarde escuché a las del 702 planeando una fiesta con las del 802 para vengarse por lo del otro día.  Le pido que le cuente a la mujer, que tantas veces confió en mí en las asambleas y que yo en su lugar repetiría la operación que ya utilizaran con éxito la otra vuelta. Le digo que se lo cuento nomás de buen vecino. Corto. 

5 comentarios:

  1. Buenísimo el cuento, temí que fuera una anécdota de alguno de mis vecinos :-S. En mi edificio vivía un milico verde y un ¡¿afín?! que me contó que trabajaba en comunicaciones-de-algún-coso-estatal. Una vez identificaron un foráneo recorriendo los pasillos y salieron juntos a buscarlo con el "fierro" :-S

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    1. Me hiciste largar la carcajada. Gracias. Me inspiré en historias de mi edificio, y en otras que me contaron en el almuerzo del trabajo el otro día. Quién no vivió alguna de estas (sin llegar a esos extremos o sí).

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  2. Buenísimo el cuento, y mas aún con la ventaja de poder ponerle cara a todos esos "personajes"... que bueno vivir en casa! :)

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    1. epa, pará! no me metas en problemas, ahora que te fuiste del edificio! vecinos: recuerden que esto es "ficción"!! que no quiero terminar como las gurisas del cuento!

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