Cuando empezó el dolor en el estómago,
supe que vendrías sin demora de donde estuvieras, cargada de libros. Siempre
remediaste los dolores con lecturas.
¿Te acordás cuando tenía doce años y un
asma rebelde me incapacitó para jugar aquel campeonato de fútbol con los
chiquilines de la barra? Le pediste a mamá que te llevara a la biblioteca
comunal, y volviste con dos libros para mí. Mamá tuvo que pelearse con la
bibliotecaria, primero apelando a la compasión, y ya luego directamente a
vaciar el contenido de su mente, que como estrategia no era muy efectiva, pero
que la dejaba ciertamente aliviada. No así al que la acompañaba, normalmente
uno de nosotros, que ante la primera apertura de ese esfínter bucal, y cada vez
en forma más inmediata, sentía arder un fuego en las mejillas, al tiempo que se
iba replegando con extremo cuidado hasta colocarse detrás del primer mueble que
cubriera la mayor cantidad de su humanidad posible, convertida en un bicho
bolita. A papá se le complicaba un poco más la operación «rajemos sin ser
vistos» –los muebles cercanos difícilmente
tenían las dimensiones adecuadas, suponía yo– por lo que terminaba pidiendo las
disculpas ajenas del caso, y nombrando siempre una calderita de lata, que vos nunca entendías qué tenía que ver con
mamá. Habrá empezado con un «no sea necia», habrá seguido con un «qué belinuna» y mejor no saber con qué habrá terminado. «¿Qué
le va a hacer darte un libro más de los permitidos? Por Dios, habráse visto, negarle
los libros a una niña. Esta mujer es una grandísima essstúpida, vamos» –mamá
siempre exageraba esa ese; sólo la de esa palabra, estúpida–. Es que mamá no
estaba registrada en el sistema. Sólo vos lo estabas y ya tenías en casa dos libros
que habías sacado la semana anterior. La bibliotecaria era una persona apegada
a la ley, y en esa ley, sólo se permitían dos libros por usuario. Mamá volvió
despotricando, como siempre en estos casos; yo la escuchaba desde mi cama de
convaleciente, apenado de mi mala suerte, cuando vos te apareciste con dos
libros en la mano, lo que causó el inmediato elogio de papá, que tenía una
tendencia natural al elogio fácil cuando de vos se trataba, lo que en este caso
parecía acertado, mal que me pesara. Levantar los tendales de insultos que mamá
dejaba por el camino, y revertir la situación, era realmente proeza de
valientes. Me pasé dos semanas leyendo Mujercitas. Y otra más un horroroso
libro desbordante de sentimentalismos rosa, que tenía nombre de mujer
(¿Verónica?). No tuve allí el valor de echarte en cara semejante desatino, que
papá juzgó de adorable, condenándome a masticar secreta y apasionadamente la
bronca de la injusticia –estrategia que
ciertamente no aprendí de mamá–. Yo, que vivía sumergido en el mundo de La isla
del tesoro y hacía planos de islas con cruces rojas donde estaban enterrados
aquellos secretos invaluables que imaginaba, te odié y te amé en silencio. Siempre
quedabas como buena hermana, así me enchufaras aquellos bodrios espantosos.
Papá y mamá sólo tenían ojos para lo grueso y tierno, no para esos
ínfimos detalles del odio y la chicana, en los que yo palpaba con claridad tu
malicia. Cuando papá se fue de mi cuarto aquella mañana, me contaste la verdad:
no había ninguna hazaña, y de la bibliotecaria huiste como de la peste que
salía de la boca de mamá. Eran tus libros los que me prestaste, y antes que el
«inocente gesto de ternura de tu hermana», yo vi bien los tejes y manejes de
araña ponzoñosa. Años antes, en una continuidad del odio que puedo pesquisar
para atrás hasta tu ombligo, había surgido de las profundidades del océano, mi
bicho Calón, que tantas amarguras te causara. Eras fácilmente sugestionable.
Sobre todo en aquella remota época en que el tiempo que nos llevábamos
representaba un tercio de tu edad y sólo un cuarto de la mía. El tiempo dorado
en que podía manipularte sin culpas, y en el que te subordinabas con poco
trabajo a mis palabras sabihondas de hermano mayor.
Ayer me llamaste, y te mentí. Siempre
te miento. Y vos te quedás tan tranquila. No me atrevo. Se me hace un agujero
en el estómago al imaginar la imposible situación de contarte que no existe
Amanda. Que no me voy con ella a casa de sus padres en Pinamar, cada fin de
semana. Que Francisco, su sobrino, no me hace leerle a Stevenson cada vez que
me encuentra desprevenido, adormecido bajo la parra que da unas uvas dulces
deliciosas, con el color azul oscuro que a vos tanto te gustaba cuando éramos chicos
y mamá te rezongaba porque arrancabas las más negras de los racimos que ella
ponía sobre la mesa después de la comida, y los dejabas desdentados, y papá un
día te dio una paliza, porque le discutiste fiero a mamá, que te decía que eso
no se hacía, y vos le retrucabas que por qué te ibas a comer las uvas que no te
gustaban, y que qué diferencia hacía que te llevaras el racimo a otro plato o
lo comieras directo de la fuente, y la discusión terminó con el famoso y
previsible «porque lo digo yo, que soy tu madre», y el tono de voz de ambas
había ido en aumento, y papá tuvo que terciar con su mano todopoderosa y todo
volvió al silencio. Después de tu llanto, claro. Me miraste con odio. No
puedo olvidar los puñales de esos ojos grises clavados en los míos. No te
defendí. Quedé como testigo mudo que veía venir de no tan lejos la pesada mano
de papá como en un ritual largamente anticipado. Todavía me escucho rezar piel
adentro, mientras mi lengua no articula palabra: «no sigas por ahí, no le digas
eso a mamá, no levantes la voz, no le contestes eso, decile "perdón"
a mamá, no sigas, no comas otra uva directo del racimo, ¡qué hacés!, ¿sos
boba?, papá ya está interviniendo, decile que te equivocaste, no lo sigas
haciendo. No, no, no le digas eso. Papá no levanta la voz como mamá que grita.
Papá levanta… no, no, ¡la mano no! Esos ojos llenos de lágrimas, indignadas
lágrimas. No me mires así, no es mi culpa. Sos boba. Yo te avisé con los ojos.
Mejor me voy a dibujar».
Irma me preguntó el otro día, con la
sobriedad con la que se dirige a mí –¿le habrás contado alguna vez del odio
visceral que arrastro hacia las empleadas domésticas desde que íbamos a
la guardería (ya sé, no
se le dice más así, no me rezongues, es horrible, pero en aquella época…), y a
papá lo había destituido la dictadura, y mamá tenía que trabajar el doble, y
papá, con estudios universitarios, buscaba changas de vigilante en una obra,
porque teníamos que fiar en la panadería y el almacén los últimos diez días del
mes, y cualquier trabajo era bienvenido si arrimaba algunos pesos, ¿te
acordás?, y tenían que contratar a una señora que pudiera limpiar un poco y
quedarse con nosotros cuando no estábamos en la guardería, sobre todo lo último
y no tanto lo primero y en esa época todo era más bravo, y las señoras no eran
niñeras como las de ahora y amorosas como las de ahora, nos daban una biabas
bárbaras, y nos hacían dormir la siesta aunque no quisiéramos, aunque
imploráramos para ver los dibujitos, así no las molestábamos cuando venía el
novio a visitarlas, que después nos enteramos que era milico y teníamos que
cubrirlas y no contarle nada a nadie, fundamentalmente a papá y mamá, y los
vecinos tampoco contaban, por lo del novio milico, que no entendíamos mucho qué
era, pero sabíamos que verde aceituna y miedo eran palabras que iban juntas, y una
vez una se enojó contigo, la del milico, porque no querías tomar la sopa antes
de la guardería y te obligó a tomarla, y terminaste vomitando sobre la sopa y
se enojó más y te quiso hacer comer la sopa vomitada, mientras te gritaba y vos
empezaste a llorar sin consuelo y la mujer cambió su expresión, por suerte cambió
su expresión y enseguida abrió un paquetito con cuatro ojitos, y te los puso
delante de los ojos acuosos que se te desteñían con tanta humedad y empezó a
decirte en un tono muy otro, repentinamente dulce: «mirá, mirá qué ricos ojitos
te compró mamá para la guardería, deben estar deliciosos, ¿querés uno?, mirá
qué ricos. ¿No te gustan los ojitos que te compró mamá?», y vos tratabas de
dejar de llorar, pero no estabas tan loca, y no podías pasar del llanto a la
tranquilidad en un instante, como ella hacía con el tono de su voz; no, no
estabas tan loca y te diste cuenta que mejor dejabas de llorar rápido, pero te
quedaban esos estertores últimos del llanto, como cuando lloraba la Chilindrina
y quería hablar y no podía, y le salía todo entrecortado, y yo otra vez sólo
miraba, mudo, sin lengua comida por ratones hambrientos, sino paralizada por
algo que no podía precisar? –te decía que Irma me preguntó si me había
separado de Amanda. La debo haber mirado con el mismo viejo odio actualizado, creciendo
en un instante ante su impertinencia, trasparente odio vistiendo mis ojos y mi
semblante, pobre Irma, porque me dijo enseguida, sin que yo llegara a articular
palabra: “disculpe, no quería ser indiscreta. Es que me dio pena, parecía buena
muchacha y su hermana el otro día cuando fui a limpiar a su casa, me preguntó
si podía darme un libro para Amanda, ya que yo venía hoy para acá, y no supe
qué decirle, porque hace algunas semanas que me doy cuenta que no hay más cosas
de ella por esta casa”.