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lunes, 27 de agosto de 2012

Las cuitas del bicho Calón

Cuando empezó el dolor en el estómago, supe que vendrías sin demora de donde estuvieras, cargada de libros. Siempre remediaste los dolores con lecturas. 
¿Te acordás cuando tenía doce años y un asma rebelde me incapacitó para jugar aquel campeonato de fútbol con los chiquilines de la barra? Le pediste a mamá que te llevara a la biblioteca comunal, y volviste con dos libros para mí.  Mamá tuvo que pelearse con la bibliotecaria, primero apelando a la compasión, y ya luego directamente a vaciar el contenido de su mente, que como estrategia no era muy efectiva, pero que la dejaba ciertamente aliviada. No así al que la acompañaba, normalmente uno de nosotros, que ante la primera apertura de ese esfínter bucal, y cada vez en forma más inmediata, sentía arder un fuego en las mejillas, al tiempo que se iba replegando con extremo cuidado hasta colocarse detrás del primer mueble que cubriera la mayor cantidad de su humanidad posible, convertida en un bicho bolita. A papá se le complicaba un poco más la operación «rajemos sin ser vistos» –los muebles  cercanos difícilmente tenían las dimensiones adecuadas, suponía yo– por lo que terminaba pidiendo las disculpas ajenas del caso, y nombrando siempre una calderita de lata, que vos nunca entendías qué tenía que ver con mamá. Habrá empezado con un «no sea necia»,  habrá seguido con un «qué belinuna»  y mejor no saber con qué habrá terminado. «¿Qué le va a hacer darte un libro más de los permitidos? Por Dios, habráse visto, negarle los libros a una niña. Esta mujer es una grandísima essstúpida, vamos» –mamá siempre exageraba esa ese; sólo la de esa palabra, estúpida–. Es que mamá no estaba registrada en el sistema. Sólo vos lo estabas y ya tenías en casa dos libros que habías sacado la semana anterior. La bibliotecaria era una persona apegada a la ley, y en esa ley, sólo se permitían dos libros por usuario. Mamá volvió despotricando, como siempre en estos casos; yo la escuchaba desde mi cama de convaleciente, apenado de mi mala suerte, cuando vos te apareciste con dos libros en la mano, lo que causó el inmediato elogio de papá, que tenía una tendencia natural al elogio fácil cuando de vos se trataba, lo que en este caso parecía acertado, mal que me pesara. Levantar los tendales de insultos que mamá dejaba por el camino, y revertir la situación, era realmente proeza de valientes. Me pasé dos semanas leyendo Mujercitas. Y otra más un horroroso libro desbordante de sentimentalismos rosa, que tenía nombre de mujer (¿Verónica?). No tuve allí el valor de echarte en cara semejante desatino, que papá juzgó de adorable, condenándome a masticar secreta y apasionadamente la bronca de la injusticia  –estrategia que ciertamente no aprendí de mamá–. Yo, que vivía sumergido en el mundo de La isla del tesoro y hacía planos de islas con cruces rojas donde estaban enterrados aquellos secretos invaluables que imaginaba, te odié y te amé en silencio. Siempre quedabas como buena hermana, así me enchufaras aquellos bodrios espantosos. Papá y mamá sólo tenían ojos para lo grueso y tierno, no para esos ínfimos detalles del odio y la chicana, en los que yo palpaba con claridad tu malicia. Cuando papá se fue de mi cuarto aquella mañana, me contaste la verdad: no había ninguna hazaña, y de la bibliotecaria huiste como de la peste que salía de la boca de mamá. Eran tus libros los que me prestaste, y antes que el «inocente gesto de ternura de tu hermana», yo vi bien los tejes y manejes de araña ponzoñosa. Años antes, en una continuidad del odio que puedo pesquisar para atrás hasta tu ombligo, había surgido de las profundidades del océano, mi bicho Calón, que tantas amarguras te causara. Eras fácilmente sugestionable. Sobre todo en aquella remota época en que el tiempo que nos llevábamos representaba un tercio de tu edad y sólo un cuarto de la mía. El tiempo dorado en que podía manipularte sin culpas, y en el que te subordinabas con poco trabajo a mis palabras sabihondas de hermano mayor. 
Ayer me llamaste, y te mentí. Siempre te miento. Y vos te quedás tan tranquila. No me atrevo. Se me hace un agujero en el estómago al imaginar la imposible situación de contarte que no existe Amanda. Que no me voy con ella a casa de sus padres en Pinamar, cada fin de semana. Que Francisco, su sobrino, no me hace leerle a Stevenson cada vez que me encuentra desprevenido, adormecido bajo la parra que da unas uvas dulces deliciosas, con el color azul oscuro que a vos tanto te gustaba cuando éramos chicos y mamá te rezongaba porque arrancabas las más negras de los racimos que ella ponía sobre la mesa después de la comida, y los dejabas desdentados, y papá un día te dio una paliza, porque le discutiste fiero a mamá, que te decía que eso no se hacía, y vos le retrucabas que por qué te ibas a comer las uvas que no te gustaban, y que qué diferencia hacía que te llevaras el racimo a otro plato o lo comieras directo de la fuente, y la discusión terminó con el famoso y previsible «porque lo digo yo, que soy tu madre», y el tono de voz de ambas había ido en aumento, y papá tuvo que terciar con su mano todopoderosa y todo volvió al silencio.  Después de tu llanto, claro. Me miraste con odio. No puedo olvidar los puñales de esos ojos grises clavados en los míos. No te defendí. Quedé como testigo mudo que veía venir de no tan lejos la pesada mano de papá como en un ritual largamente anticipado. Todavía me escucho rezar piel adentro, mientras mi lengua no articula palabra: «no sigas por ahí, no le digas eso a mamá, no levantes la voz, no le contestes eso, decile "perdón" a mamá, no sigas, no comas otra uva directo del racimo, ¡qué hacés!, ¿sos boba?, papá ya está interviniendo, decile que te equivocaste, no lo sigas haciendo. No, no, no le digas eso. Papá no levanta la voz como mamá que grita. Papá levanta… no, no, ¡la mano no! Esos ojos llenos de lágrimas, indignadas lágrimas. No me mires así, no es mi culpa. Sos boba. Yo te avisé con los ojos. Mejor me voy a dibujar».
Irma me preguntó el otro día, con la sobriedad con la que se dirige a mí –¿le habrás contado alguna vez del odio visceral  que arrastro hacia las empleadas domésticas desde que íbamos a la guardería (ya sé, no se le dice más así, no me rezongues, es horrible, pero en aquella época…), y a papá lo había destituido la dictadura, y mamá tenía que trabajar el doble, y papá, con estudios universitarios, buscaba changas de vigilante en una obra, porque teníamos que fiar en la panadería y el almacén los últimos diez días del mes, y cualquier trabajo era bienvenido si arrimaba algunos pesos, ¿te acordás?, y tenían que contratar a una señora que pudiera limpiar un poco y quedarse con nosotros cuando no estábamos en la guardería, sobre todo lo último y no tanto lo primero y en esa época todo era más bravo, y las señoras no eran niñeras como las de ahora y amorosas como las de ahora, nos daban una biabas bárbaras, y nos hacían dormir la siesta aunque no quisiéramos, aunque imploráramos para ver los dibujitos, así no las molestábamos cuando venía el novio a visitarlas, que después nos enteramos que era milico y teníamos que cubrirlas y no contarle nada a nadie, fundamentalmente a papá y mamá, y los vecinos tampoco contaban, por lo del novio milico, que no entendíamos mucho qué era, pero sabíamos que verde aceituna y miedo eran palabras que iban juntas, y una vez una se enojó contigo, la del milico, porque no querías tomar la sopa antes de la guardería y te obligó a tomarla, y terminaste vomitando sobre la sopa y se enojó más y te quiso hacer comer la sopa vomitada, mientras te gritaba y vos empezaste a llorar sin consuelo y la mujer cambió su expresión, por suerte cambió su expresión y enseguida abrió un paquetito con cuatro ojitos, y te los puso delante de los ojos acuosos que se te desteñían con tanta humedad y empezó a decirte en un tono muy otro, repentinamente dulce: «mirá, mirá qué ricos ojitos te compró mamá para la guardería, deben estar deliciosos, ¿querés uno?, mirá qué ricos. ¿No te gustan los ojitos que te compró mamá?», y vos tratabas de dejar de llorar, pero no estabas tan loca, y no podías pasar del llanto a la tranquilidad en un instante, como ella hacía con el tono de su voz; no, no estabas tan loca y te diste cuenta que mejor dejabas de llorar rápido, pero te quedaban esos estertores últimos del llanto, como cuando lloraba la Chilindrina y quería hablar y no podía, y le salía todo entrecortado, y yo otra vez sólo miraba, mudo, sin lengua comida por ratones hambrientos, sino paralizada por algo que no podía precisar? –te decía que Irma me preguntó si me había separado de Amanda. La debo haber mirado con el mismo viejo odio actualizado, creciendo en un instante ante su impertinencia, trasparente odio vistiendo mis ojos y mi semblante, pobre Irma, porque me dijo enseguida, sin que yo llegara a articular palabra: “disculpe, no quería ser indiscreta. Es que me dio pena, parecía buena muchacha y su hermana el otro día cuando fui a limpiar a su casa, me preguntó si podía darme un libro para Amanda, ya que yo venía hoy para acá, y no supe qué decirle, porque hace algunas semanas que me doy cuenta que no hay más cosas de ella por esta casa”. 

sábado, 11 de agosto de 2012

Laberintos

Él

Sólo quería hundirme en ella. Cada noche. Cada una. Sin excepciones. Desde el principio de nuestros tiempos. Se lo murmuraba suplicante, recuperada la calma después del vaivén, aún unidos tras las pulsaciones rítmicas que todavía podía sentir latir unos segundos más en mi extremidad vuelta al reposo. Nos quedábamos un rato así. No daban ganas de salir. El pulsar de sus paredes era tibio, sudoroso, acogedor. Me invitaba a las confesiones, para las que yo, salvo allí con ella, no estaba hecho. Era un yo desconocido ese que usaba mi boca, mi voz, que irrumpía en mi cuerpo, haciéndole estrenar emociones que antes no estaban y que se sentían siempre un poco extrañas. No ajenas, sino más bien raros asaltos al continuo, una especie de: ¿y esto? ¿y este sentir tan diferente del de la tarde, del de hace tan solo una hora? ¿y este estar acá, ahora, así, y no saber qué voy a sentir en dos minutos, en qué va a desembocar este estar acariciando que me afloja la lengua y me hace escucharme decir cosas que desconozco, y todo mientras sigo dentro de ella? Este vértigo. Este no poder decir, “esta boca es mía”, pero saber que es mía, sí, es mía. Y entonces decidirme por lo seguro: “quiero hundirme en vos cada noche. Cada noche. Cada una. Sin excepciones”. De eso sí estoy seguro.

Si bien dormíamos juntos varias veces a la semana, ella sólo algunas aceptaba las invitaciones de mis manos bajo las sábanas. Menos veces proponía. Normalmente estaba demasiado cansada, o se tenía que levantar demasiado temprano, o sencillamente “hoy no”, “no tengo ganas”. 

Acostumbrados al arte de la retórica, mis brazos elocuentes sabían persuadirla, combinándose con esta boca desbordante de inventio, prometedora de jugosos paraísos. Sabía cuando su boca aceptaba a la mía convencida, porque allí se iniciaba una danza de lenguas entreveradas en una cadencia de oleadas crecientes, donde por momentos temía ser devorado. Las figuras de su literatura erótica empezaban siempre por la boca, que a poco de despertar, libando el zumo de mi dispositio, imploraba, consumida de locura, que internara la metáfora de mi lengua, y no mi lengua, en su boca sur burbujeante. El acto la tomaba por completo, la consumía, dejándola exangüe. Amaba sentirla desfallecer hundido en ella. Aunque mi cúspide se frustrara. Eso no me importaba. Sus estremecimientos eran obra de mi cuerpo, de mis manos, de mis dos lenguas. Yo era la causa de su deseo. 

Otras veces, demasiadas, su boca respondía evasiva, tibia, y entonces me sabía impotente; pero esa misma impotencia como una cruz no me permitía frenar aquello para evitar el mal trago que se sucedía. Mi virilidad puesta a prueba. La presencia de mi deseo avasallante activaba la pantomima de su respuesta, que yo sabía fingida, porque conocía su fuego verdadero. Desnudos como nosotros quedaban mi deseo desbocado y la ausencia del suyo, su simplemente estar, como la cama está, las almohadas, el semen que resbala manchando las sábanas, el despertador. Esas veces no había confesiones. Sólo caricias y silencio. Y un sentir ambiguo.

Algunas noches ella juega con mis rulos, mientras intenta contarme la historia repetida y nunca terminada, de cómo mi rojiza y enrulada cabellera fue la protagonista de su deseo por mí. No la dejo. Le hago cosquillas para evitarme la incomodidad de escuchar cosas que no creo. Ella ríe, se aparta como puede de mis brazos, se desespera. Intenta terminar su historia cada vez. Pero cada vez, no la dejo. Y más se desespera. Se concentra en mis dedos, les dedica miradas, intenta escudriñarlos con los suyos cuando quito las manos, me doy vuelta y me duermo. ¡Por qué no habré heredado las manos anchas y recias de mi abuelo!

Tiene un cabello precioso. Largo, lacio, suave, negro. Se le cae, dice amargada. No me doy cuenta. Le dedica planchas y charlas, y no la entiendo. Me aburre. No entiendo tantas energías puestas en algo tan ínfimo como el pelo. El mío es indomeñable y no me detengo en eso. 

Me gusta ella. Me gustan sus pechos, y cómo reaccionan a mis manos –que quisiera fueran más viriles, para que ella no los retire tan pronto la acarician–. Adoro sus caderas, sus piernas cuando engordan, y también cuando están más escuetas. Amo su abdomen y su cintura, incluso cuando pierde la forma. Me enloquece su cola, aunque ella insista en taparla y se queje de sus pozos. ¡Qué me importa su celulitis! Su boca es mi delirio. Su inteligencia me embriaga. Es buena gente.

No me gustan sus humores, cuando ladran o refunfuñan. No me gusta su excesiva necesidad de hablar de todo. No me gustan sus pies, aunque tampoco me molestan. No me gusta su exigencia con todo, para todo; contra ella misma. No me gusta que me analice. No me gusta que me rompa la paciencia con sus preguntas existenciales esperando en la gatera. No me gusta su inseguridad. Sus miedos siempre listos para la fuga. No me gusta que me esté encima. Me gusta ella. 

Pero sé que no me quiere. Cada vez más mi retórica fracasa y dormimos sin besarnos, y se me cierra el pecho y necesito hundirme en ella, y no puedo. Los silencios se hacen más grandes, acunando a sus negativas. Duelen. No me quiere. La impotencia no me impide intentar lo imposible. Mis manos se ponen en marcha, como mi boca. Fracasan. No le sirvo. No me quiere. 

La impotencia no me impide intentar lo imposible…

Ella

Estoy angustiada. 

Tengo que adelgazar. Estoy tan incómoda con mi cuerpo. Ya no sé qué ponerme, ya no sé cómo cargar estos quilos que me sobran. Los odio. Quisiera estar sola. No quiero tener que desnudarme frente a un hombre cada noche. No quiero nada. Quiero comer hasta reventar. Y seguir comiendo, porque todo está perdido. Me molesta su presencia en mi cama. No soy mujer. No tengo deseos. No quiero iniciar el jueguito. No quiero este cuerpo. No quiero nada. Quiero dormir.

Tengo miedo de perderlo. Pero ¿qué me ve? Intento hacerme la dormida. Le digo que estoy cansada, que mañana madrugo –él madruga más, y nunca está cansado para esto–, que es insaciable, que no puede vivir así, que no es normal que alguien quiera todo el tiempo. Temo su pregunta como respuesta, y entonces acepto su invitación. El resultado rara vez incluye las perdices. Más veces termino lastimada porque la fricción hace lo suyo si el ambiente no es húmedo. Y no está húmedo cuando no levanto este muerto, el de mi deseo. Y la cosa se pone fea, porque me dejo lastimar, sin que él lo sepa, pero es igual, porque allí queda, en ese lugar. Lo intento. Juro que lo intento. A veces el deseo aparece tras las primeras caricias de esas manos tan lindas que tiene. Me enloquecen sus dedos largos y delgados. Amo esas manos de hombre –a mis amigas les gustan las manos grandes y varoniles. Les hemos dedicado largas tertulias. A mí me encantan las delicadas. No puedo estar con un hombre de manos toscas, gruesas–. Me acaricia con tanta suavidad, que muchas veces tengo que aguantar la catarata de placer por temor a que me lleve demasiado temprano a la desembocadura más honda. 

Empieza generalmente acariciándome el vientre. Si me preguntaran en qué momento me siento mujer, cuándo tengo esa conciencia, diría que es cuando inicia su ritual amatorio, y desliza sus manos hacia mi vientre. Ese instante es, para mí, plena vivencia de mi ser mujer. No es en la plena cópula. No. Es cuando veo su deseo depositarse en mi vientre, dirigiendo todo su cuerpo hacia un punto en el tiempo y el espacio, al que dedicará toda su atención por un buen momento: yo. Me siento elegida por un hombre que me enloquece. Henchida de femineidad. Mi vientre y mi yo femenino, en intercambiable metonimia. (¿Ahora uso sus expresiones? Aunque él me corregiría: ¡es sinécdoque!, seguro me diría. Y eso me enojaría, pero también me encantaría y empezaríamos una discusión que él terminaría como siempre: haciéndome cosquillas, diciéndome «peleadora», dándome besos, porque siempre entro como un caballo).

Otras veces empieza por mis pechos, a los que siento crecer, aunque no lo que quisiera. Siento vergüenza de su pequeñez, y los retiro. Me da vergüenza retirarlos, y los dejo un poco, y disfruto a medias –la vergüenza siempre está ahí molestando–. Tengo miedo de que se pierda mi femineidad –para mí, hondo misterio– ante él en esa planicie apenas ondulada. Temo que se dé cuenta y se vaya. Hace tiempo que los acaricia y aún no se ha ido. Pero el temor se reedita cada vez, y los saco. Y los dejo. Y los saco.

Por lo mismo acepto más invitaciones de las que debería: una mezcla de no hacerlo sentir mal, con un miedo a que me deje si no le doy lo que quiere. 

Muchas veces quiero. Pero no quiero cuando él quiere. Quiero cuando yo quiero. Casi siempre quiero cuando no puedo.

Él quiere siempre. Me lo hace saber después del sexo. Si bien una verba desbordante y sincera sólo lo acompaña cuando habla de sus pasiones intelectuales o futbolísticas, y mayormente en presencia de alguna copa suelta-lenguas, y otros que lo sigan –nunca para hablar de sus cosas sin una cama de por medio–, culminado un buen encuentro amoroso, la lengua le queda floja, como si hubiera tomado y hubiera estado discurriendo sobre Foucault o Aristóteles, y es su momento de confesar su alma en pena. Allí empieza su larga elegía por el amor que se le retacea y soy la responsable de sus penurias. Me sobreviene un odio profundo. Quisiera apretar el botón eyector. Le tomo el pelo, “¡qué tragedia griega!” y si insiste, me doy media vuelta bufando mi descontento. Pero el fantasma se hace presente: “me va dejar, tarde o temprano, me deja”.

Si supiera las cientos de veces que quisiera dormir en su abrazo, acariciarlo calma hasta que nos aliene el sueño. Eso sí quiero, todas las santas noches. Pero no puedo proponerlo. Me arriesgo a que quiera más, y tenga que suceder aquello. Y estoy gorda y fea, mis piernas se han ensanchado, un pozo al lado del otro, tengo rollos que no estaban, mi soso pelo ahora además emigra al suelo o a la almohada, y así no quiero. Entonces esos días, me acuesto en el borde de la cama, no lo rozo, no lo miro, me hago la dormida, y me quedo con las ganas de sentir su respiración en mi cuello, o el perfume de esos rulos divinos sobre la almohada, o el movimiento de su pecho cuando sube y baja al compás de sus ronquidos. 

Ellos

Él la abraza, la besa, le dice cosas al oído. Ella le responde, al tiempo que enhebra los dedos en sus rizos, haciendo tirabuzones. Se ríen. Él le hace cosquillas. Ella lo rezonga. Él le dice que se calle. Ella le dice que no entiende por qué le molesta que le cuente cuánto le gustaba antes de ser “nosotros”. Él le dice que ya no hable, que lo bese.

Se enredan las bocas, los cuerpos distraídos, empiezan el amor.

Ella olvida una pastilla. Él olvida un preservativo. Ella olvida la fecha. Él olvida preguntarla.

El vientre no olvida.

martes, 31 de julio de 2012

Arrobos sin Julio

¿Qué estaría pensando Julio al bajar cada pierna del auto, introduciéndose en la lluvia, mientras su mirada circunspecta caía sobre mis ojos húmedos de llanto, hace apenas una eternidad sin horizonte? En eso pensaba, en qué le estaría pasando a Julio ahora, diez infinitos minutos después, la lluvia mojándome mientras camino del estacionamiento a casa, haciendo el trayecto opuesto del que emprendiéramos con Julio una hora atrás, limpiándome las lágrimas que insisten en hacer hablar a esta desazón de pedazos descompuestos, brotando sin remedio de la promesa de amor, ahora frustrada, que éramos nosotros dos, ya irremediablemente uno y uno, dos caminos bifurcándose a nuestro pesar, por nuestro pesar, cuando de pronto reparé en el hombre-muchacho que intencionalmente cruzaba la calle para encontrarse conmigo en la acera oscura por la que venía pateando las piedritas del desencanto.  

Habíamos salido de casa sin rumbo fijo, Julio manejaba mi auto –yo detestaba manejar-, en un gesto tierno de los que estaba llena nuestra relación. Yo alargaba una despedida que no podía soportar. Un silencio sin fin, matizado sólo por mis lágrimas -cuando se ponían ruidosas-, se había instalado entre nosotros minutos/horas antes en mi apartamento, en cuanto Julio decidió no sostener más mi no-estar-bien-con-él, permanente, y dejó caer las palabras suaves y temidas que trozaron mi carne y me suspendieron la respiración: “ya está, no te tortures más. No funciona. No estás bien conmigo. No sabés cuánto lo lamento, pero ya está.  Dejalo así. Vivimos mal los dos. Así no quiero estar, me hace mal. Ya lo intentamos, le dimos mil vueltas, no se puede, ¡qué le vamos a hacer!, mala suerte, no me querés. No se puede.” Un silencio de duelo se instaló, lleno de lágrimas y de imposibles. De mis lágrimas. Julio sólo estaba ahí. Parado, inmóvil. Cómo comprender este dolor inmenso que me partía el cuerpo, cuando estaba fundado en una realidad que dependía de mí. Pero es que no dependía de mí. Julio lo había entendido antes que yo. Por momentos me parecía el hombre más atractivo, y por momentos era el mismísimo Frankestein y no había síntesis, en mí, sino desgarradura. Cuando sentía que el amor no me cabía en el cuerpo, usualmente en los rituales de la cama, algo así como una sospecha se agazapaba tras la almohada. Recuperada la verticalidad, al día siguiente o al rato, quedaba entre las sábanas, escondido tras sus pliegues, el hombre que me abrazaba para dormirse, el atractivísimo, el de la virilidad potente que me preguntaba en susurros si me encontraba bien, cada vez que proponía una variación para el ejercicio del amor, con una generosidad que no conocí en otro hombre. Entre las mismas sábanas, quedaba la mujer, entregada a los vaivenes del deseo, apagado el pájaro loco repiqueteante de la conciencia machacona e infértil. Los seres verticales éramos otros. Para mí, no para Julio, que confundía verticalidad y horizontalidad como si fueran la misma cosa, una simple continuidad. Yo no podía confundirlas, por más empeño que pusiese. Padecía de dos Julios, hablando al unísono en mi interior. El que amaba, y el que odiaba. El que no acreditaba me eligiera a mí, entre tantas mujeres que debían desearlo, y el que no podía creer haber elegido en algún momento, ¡en qué estaba pensando! Julio lo sufría calladamente, hasta que no aguantaba más  y me ponía contra las cuerdas. La historia se repetía con mínimas variaciones, como un mise en abyme del que yo no lograba pasar raya. La diferencia era el cansancio creciente, y la esperanza decreciente. Cada vez podía responder menos a sus planteos directos, y cada vez  más veía acercarse el tope en su horizonte. Tantas veces habíamos dicho de terminar, y tantas veces nos habíamos llamado al otro día, o a los tres, o a los cinco y “cómo estas”, y “bien y vos”, y “qué hacés en un rato” y tras el abrazo del inicio, habíamos reinaugurado nuestra horizontalidad a la que seguía la vertical y todo volvía a comenzar.  Pero un abismo de dimensiones extraordinarias seguía allí incólume entre nosotros, despreocupado de nosotros,  no agigantándose precisamente, sino simplemente haciéndose más palpable, nítido, imponente. No había manera de franquearlo. Julio de un lado, yo del otro.  Y la conciencia de su presencia inquebrantable.

Julio se me transformaba en un extraterrestre. No era ducho para hablar de su gran dolor, que no me tenía por objeto. No lo ocultaba -su existencia, digo-, pero lo encriptaba, dejándome saber que por allí no podía andar, que aquello estaba bien presente, demasiado, pero que no era un camino por el que me estuviera permitido deambular. Saberlo y obviarlo, verlo triste o desganado, sintiendo la roca de la imposibilidad frente a mi nariz, mi impotencia al preguntar, sus enojos al responder de mala gana que no lo jodiera, no ayudaron demasiado. Julio estaba quebrado y su único pegamento era no hablar de eso. Exiliarse de esas tierras, haciendo mudas las palabras que debían nombrar lo terrible, y utilizando otras que quedaban siempre descolocadas en ese lugar, por superfluas, livianas, inútiles pelotas al córner, distracciones de una evidencia insultante. Saberlo desgarrado, verle el rostro hirsuto, las facciones sin vida, las respuestas cortas y desinteresadas, preguntarle cómo está, escuchar un “bien” acompañado del gesto contrario, que no disimula que está como los mil demonios, y que la respuesta al “qué te pasa” sea un “¿cómo te fue hoy?, ¿mucho laburo?“, me hacían crecer una bronca desde el pie que terminaba asfixiándome.  No importaba nada, si él no quería hablar, no hablaba, así tuviera que insultarme para eso. 

Como se sabe, todos los caminos, por sinuosos y huidizos que uno los pretenda, terminan en la misma Roma, por lo que, cuando uno no quiere hablar de algo, acaba por no poder hablar de nada a pocas palabras de haber empezado. Todo camino se trunca cuando se perciben los aromas cercanos de la ciudad censurada y la conversación se hace críptica y el entendimiento se ausenta, y yo no sé con quién estoy, qué piensa, cómo organiza su mundo, cuál es esa roca viva de dolor que lo cercena.  Apenas sé de la mía, de la que él siempre está un poco más dispuesto a hablar, cuando tira la pelota para mi patio, siempre más productivo que el suyo a la hora de enunciar palabras que dicen verdades mientras mienten. Las palabras del patio de Julio, en cambio, no mentían ni decían verdades. Eran hermetismo para mí.  Julio, vertical, era un enigma que mis cuatro años y medio de relación no me habían permitido develar ni en un miserable ápice. Y, a menos que uno sea un reptil, la vida exclusivamente horizontal no es vida. 

En el contrapunto de mis dos Julios, el querido y el temido, se debatían mis emociones sin descanso, en una dialéctica sin síntesis, cada vez más enloquecedora, en la que terminar no era posible, pero seguir tampoco. Escuchar las palabras de Julio, “ya está, no te tortures más”, sentir la resignación en cada sonido pronunciado, respirado, en su postura corporal, distante, saberme tan cobarde, tan torpe, escuchando lo que tendría que estar pronunciando mi boca, ese “ya está”, que debí escuchar/decir hace tiempo para evitarnos tanto, las lágrimas incontenibles, la tristeza, el llevarlo hasta la casa de su amigo cuando ya no había más que hacer, el que también él decidiera alargar la despedida, tomando el volante y manejando sin rumbo, mientras el aire de la ventana abierta me secaba la cara y las tempestades, la parada en la rambla, con la lluvia cayendo copiosa sobre el auto, en sintonía con mis lágrimas que habían reiniciado en espasmos, su abrazo prolongado, el temor de que no sólo las lágrimas reiniciaran, la certeza de que esta vez no, esta vez voy a soportar el dolor creciente, esta vez voy a ser valiente, esta vez no lo voy a hacer decidir por mí, el abrazo que interrumpí, la lágrimas que amainaron, mi voz por primera vez firme desde hace horas, pidiéndole cambiar de asiento, la pregunta sobre su destino inmediato, “¿dónde te dejo?”, la seriedad de ambos, la lluvia que había cesado, ahora reanudada, pero más calma, las balizas del auto encendidas, el beso fugaz en la boca, la mano de Julio abriendo la puerta, sus largas piernas yéndose bajo el agua, la mirada puesta en mis ojos, el retorno a casa manejando con una pelota en el estómago, y un cansancio infinito, todo eso pasaba como una película de imágenes enloquecidas por mi cabeza, en la cuadra que llevaba caminada tras dejar el auto en el estacionamiento, volviendo a casa.  Estaba inaugurando una vida desconocida, en la que Julio ya no estaría. Ni el horizontal ni el vertical. 

Reparé en mi cara probablemente desfigurada de llanto y cansancio, al percibir al hombre-muchacho que cruzaba la calle percatado de mi presencia. Su postura, su modo decidido de cruzar la calle oscura empapada, su cabeza apuntando en mi dirección, el lugar que eligió para el cruce, su aspecto desaliñado, me instalaron por un instante un nuevo sentimiento: miedo.  Saludable, miedo, el del peligro, que me rescataba por un segundo de mí misma. El hombre-muchacho, finalmente me detuvo con su pregunta amenazante, la mirada fijada en mi bolso: “¿tenés una moneda?”. 

Recordando que en el bolso además de las llaves y el celular había un billete de mil pesos, me detuve -una especie de impunidad cubrió mis emociones agotadas: qué importaba esta nueva miserable pérdida- dirigí  mis ojos a los suyos -su cara sucia-, mientras abría lentamente el cierre de mi bolso y con la misma calma cansada que sucede a la tormenta, dejé escapar un “no tengo” apenas audible, casi como una súplica, seguido de un “¿querés ver?”, mientras mis ojos enarcados sobre los suyos hacían el gesto de mostrarle el contenido oscuro de ese agujero bajo el cierre. No sé cuál sería mi aspecto, sé cuál era el suyo. Dudo de si esas fueron efectivamente mis palabras, y no otras, porque el muchacho optó por decir “No, no, está bien. Perdón, no te quise molestar, chau, perdón, que te vaya bien”, al tiempo que me dispensaba una mirada compasiva y se alejaba. 

martes, 24 de julio de 2012

Buenos vecinos

El edificio había quedado en un silencio pasmoso, extraño después de los acontecimientos del otro día. 

Tras ver las imágenes en el informativo, junté fuerzas y decidí, no sin esfuerzo, subir un piso por escalera y golpear la  puerta de mi vecina de arriba, con quien apenas nos solíamos dirigir un saludo seco al cruzarnos, subiendo o bajando, entrando o saliendo del edificio. No recordaba bien su cara, pero sí el pelo, la edad aproximada y la voz. Era de las más vivaces en las asambleas de edificio de las que, como todos, no tenía más remedio que participar desde que me había mudado, hace ya diez o doce años. Mi vecina era integrante de la Comisión, muy a su pesar, porque nadie quería asumir ese rol y siempre estaba enojada con todos. Como todos los demás, pese a que apenas nos conocíamos. El dedo índice blandido por el aire era la imagen repetida de cada asamblea, siempre dirigido -simbólicamente- a un tercero que en ese momento no se encontraba presente. El dedo de casi todos realizaba en algún momento de la noche esa danza aérea, acompañada de palabras, que si tuvieran un dedo índice, también estarían haciendo el mismo baile, refiriéndose a un siempre ausente. El mío no. Yo no hablaba. Apenas me movía. Por lo mismo, era siempre receptor de las quejas cruzadas de uno y otro vecino, que elegían mis orejas simultáneamente como confidentes de sus protestas. No parecía importarles que otros me estuvieran hablando a la vez. Y tampoco que yo simplemente los mirase sin entender una palabra, con el pensamiento ido en el partido de fútbol televisado que me estaría perdiendo en ese momento. De vez en cuando sentía vergüenza, e intercalaba algún “ajá”, o algún “bueno, no se lo tome tan así” cuando veía que el auto-locutor me dirigía alguna mirada –las cejas enarcadas- cargada de expectativa. Pero me mantenía casi todo el tiempo mirando a uno y otro sin decir nada. Como casi nunca terminábamos votando nada, porque no había nunca un hilo conductor, y las voces se iban acumulando unas sobre las otras, en quejas que a mí me resultaban más bien letargos de sordos, casi nunca tenía que tomar partido, y las asambleas se terminaban diluidas por cansancio. 

Había logrado dejar de ir, cuando carteles en el ascensor y en el palier me habían hecho desistir de ese pequeño acto de rebeldía. Es que la violencia se multiplicaba cuando el dueño de la locución no ponía el cuerpo y sí las letras en un cartel, que nunca firmaba. Las amenazas por no concurrir a la asamblea y los epítetos morales eran de tenor mucho peor que cuando se hacían con dedo índice presente. Así es que tuve que volver a concurrir. No quería que mi número de apartamento apareciera en un cartel sin firma, como el que le tocó al “mugriendo del 202, que dejás la bolsa de la basura tirada como si vivieras en un chiquero.” 

Lo gracioso era ver cómo los que hasta hace un rato habían estado despotricando contra la del 301, que hace cinco meses que no paga los gastos comunes, “¿y vos te creés que se inmuta? ¡no señor, qué esperanza! ¿vos la viste acá en la asamblea? Yo tampoco”, cuando se la cruzaban en el ascensor: “¿cómo le va Olga? ¡Está más delgada! ¿Anduvo enferma?”.  Recuerdo que primero me asustaba al esperar el ascensor para subir con alguno de esos vecinos liberados por catarsis sobre mis orejas, al ver aparecer a Olga abriendo la puerta-reja del ascensor para salir. Quería no estar ahí. Con el tiempo me di cuenta que perro que ladra no muerde. Y mis vecinos sí que sabían ladrar. Pero eso fue hasta el otro día.

Mis vecinas de piso, dos muchachas jóvenes, estudiantes de Psicología a las que el padre de una les compró el apartamento para que pudieran estudiar en la capital, se habían mudado hacía unos meses y estaban , a juzgar por el bochinche, haciendo una fiesta. Desde que se habían mudado, habían levantado el promedio de decibeles del edificio considerablemente. 

Eran las doce y media de la noche de un sábado. Yo intentaba leer una novela que me tenía de lo más enganchado. Me había pasado horas leyendo posts de amigos anónimos en Facebook, metiéndome en sus perfiles, tratando de enterarme de más datos de sus vidas. No los conocía, ni me conocían. Tampoco me importaban. Ya aburrido, con la silla pegada a mis nalgas, había decidido acostarme a leer. Para eso apagué el televisor que había mantenido prendido solamente como compañía. Fue en ese momento en el que reparé en la fiesta. Música alta, y risas estrepitosas, en oleadas. No estaba seguro si provenían del 802 o del 702, donde también vivían un par de mujeres jóvenes. 

viernes, 13 de julio de 2012

instantánea

escribo y esta huella
de tinta
es prolongación
de mi cuerpo
se aleja
con los renglones
en el recorrido del tic tac
deja atrás un ser
que ya no puede
leer
escribo y esta huella
sin ser
testigo fútil
de un desajuste una traición
de una huella
que ya no es prolongación
de mi cuerpo
ya no es prolongación
de mi cuerpo
ya no es
escribo
igual
distinta
escribo y esta huella

viernes, 6 de julio de 2012

Imposturas

Poesía impostada
la voz del silencio
podredumbre de los débiles
hastío hastío
penumbras quejumbrosas
latidos de la noche siniestra fría noche igual a todas
hojas que crujen
las pisadas del desencanto
ojos inútiles que sólo ven humedades
como coágulos
cuajados sobre las mejillas endurecidas
de la noche indiferente tirana
asistiendo soledades
existiendo sola
latiendo
sin día
sin nadie
sin muerte

domingo, 1 de julio de 2012

Quién de nosotros

Escribía para mitigar mi puta realidad. Harto de la promiscuidad en la que se habían convertido mis noches desde la separación de Marilina, necesitaba algo que me distrajera del permanente entrar y salir de mujeres. De la juerga diaria con los muchachos en el bar de Carlos, de la vida al pedo —constante queja de Marilina que terminó por acercarla a otros pantalones, distintos de los míos—.

Así es que empecé a escribir, al mes siguiente del abandono, impulsado por la yegua de Marilina que, no contenta con robarme la dignidad de macho bien plantado, me deja una carta —me deja por carta— con palabras tatuadas en mi orgullo: “No servís para nada. Muchos amigos, mucho boliche, mucho vínculo social, pero no servís para querer a una mujer. Me voy con otro. No sé para qué me molesto en explicarte. Probablemente en días no registres mi ausencia. Tal vez nunca lo hagas. Pero bueno, soy idiota y una parte de mí todavía espera el milagro. Ser más especial para vos que el resto del mundo, tu madre, tus amigos, tus conocidos, tus compañeros de laburo, el perro y el gato que te cruzás de camino a casa y la puta tortuga que te hace fiesta cuando llegás. ¡La tortuga te hace fiesta!  No querés encarar un psicólogo, bien. Entonces, ¿por qué por lo menos no escribís, ya que te salía tan lindo y así recuperás algo de la profundidad que algún día tuviste? No se puede vivir como bala perdida toda la vida. Que seas feliz. Marilina”

Marilina había leído mis redacciones escolares. La vieja aprovechaba la ocasión en cada almuerzo familiar para mostrárselas, orgullosa. Marilina la odiaba. Pero yo sé que no era sólo por molestarla que dejaba caer su incredulidad como al descuido: “Esa sensibilidad no es la de tu hijo. ¿Estás segura de que él escribió esas redacciones? ¿No te habrá embaucado, tan seductor que es tu hijito?”. Marilina no acreditaba que yo hubiera podido ser autor de aquellos textos.

Así es que, harto de mujeres y amigos, llené el abandono con ficciones. Me sentaba horas frente a la hoja, primero en blanco —mente y página— hasta que las palabras comenzaban a murmurar historias, para construirme con esos mundos cierta soledad que mi ser desconocía y que Marilina ansiaba.


Fui un joven solitario. De buenos modales, educado en colegios de estricta moral católica —donde el mero contacto físico era sospechado y perseguido—, los vínculos humanos no se me daban con facilidad. Por el contrario, eran en extremo fatigosos e intimidantes para mi atormentado espíritu. No tenía amigos. Mis compañeros no me incluían en sus juegos. Me miraban como a un ser extraño, sistemáticamente excluido de las confidencias. Ni tenía con quién conversar en las temporadas de vacaciones, que pasaba junto a mi familia hasta volver al internado. Mi madre era un ser estricto, educada a la vieja usanza, en una escuela de señoritas, antes de inmigrar con su familia a este país. Le decían “la lady” en el vecindario, en claro tono de burla que mi madre despreciaba calmosamente. “Gente no educada, hijo”, decía, ignorando a todos por igual, tras lo que daba por concluido el asunto sin modificar en un ápice la expresión de su cara. Mi madre era rígida, poco afecta a las manifestaciones pasionales de la índole que fueren, como abrazarme o elevar tan siquiera un poco el tono de voz. Su expresión verbal era siempre refinada. No le descubrí en vida un solo insulto. Ni en las situaciones más adversas. Jamás perdía la buena educación, ni la compostura.  Así es que crecí sumergido en el único mundo que exorcizaba mi soledad, mis temores, mis deseos inconfesables —principalmente para mí mismo—: el de los libros. Viví las pasiones de los personajes de cada libro, sustituto de mi árida realidad inhabitable por mundos cálidos y emocionantes, colmados de personajes desbordantes de vida y encanto. Recorrí con Julio Verne veinte mil leguas de viaje submarino, sentí el mareo de estar en un globo dando la vuelta al mundo en ochenta días, o yendo al mismo centro de la tierra. Viví junto a Salgari las emociones de Sandokán el Tigre de Malasia que, con la fidelidad de sus amigos/tripulantes, juró vengarse de quienes lo desposeyeran de su trono, matando a su familia. Era todos ellos, como en mis sueños.  Me sentaba a leer en cualquier lado: bajo un árbol del jardín de la casa de mis padres, en mi habitación, en la cocina, en el baño, y hasta bajo la cama del internado, munido de una pequeña linterna de luz blanca que había tomado prestada de un cajón de la biblioteca de mi padre, como al descuido, sin que jamás lo notara.  Esos mundos maravillosos de los libros ocupaban buena parte de mi día. Hasta que la situación económica de mi familia sufrió un duro revés, y debieron cambiarme a un colegio mixto, público. Fue allí que la conocí, y el mundo circundante cobró interés para mí, empezó a existir, corporeizándose.

Marilina me sonrió en el primer momento. Creo que incluso se puso colorada. Me la presentaron unos amigos, en una asamblea de estudiantes en el IAVA. A mí no me interesaban demasiado las cuestiones gremiales, pero era un tipo muy sociable que atraía sin saber por qué a todo humano a mi paso. Y lo usaba a mi favor, claro. Mi principal interés por aquellos tiempos, casi el único, eran las mujeres.
Marilina sí, Marilina era militante. Ya se adivinaba la hembra en la que se convertiría. Utilicé mis encantos naturales y la seduje hablando de la próxima huelga en ciernes, de las películas que estaban pasando en Cinemateca y de algún otro asunto que habré sacado de la galera tras observarla un poco, haciendo gala de mi consabida habilidad de seductor nato. No era un tipo muy atractivo, pero se me daba bien la labia. Mi verba las desarmaba. Un rato de charla me aseguraba el rato de cama. Mi lengua era el mismo falo. Ineluctable. Charla, telo; siempre se daban en ese orden. Con Marilina fue distinto. No era mina fácil. “Tiene conciencia social”, “es inteligente”, me decían los muchachos de la barra del IAVA. Se interesaba en temas que a las demás mujeres con las que me encamaba no les preocupaban. Me costó mucho trabajo llegar a su cuerpo. Cuando reparé en los efectos de esa seducción, ya era tarde. Me había transformado.

Basta. No quiero pensar en Marilina. Andará revolcándose con algún frígido antisocial que, como no tiene vida, se agarrará de ella y la llenará de atenciones, solo a ella, reina, única en un mundo hecho solo de dos, como ella quiere. ¿La cogerá tan bien como yo? ¿Disfrutará como conmigo? ¿Pasarán horas en la cama, acariciándose, como lo hacíamos? Basta.


Desde ese entonces ella entró en mi mundo, para no irse jamás. Fuimos compañeros de clase en esos últimos años escolares, y luego compartimos algún año de secundaria. Recuerdo la ansiedad que por días precedía a la publicación de las listas de conformación de los grupos curriculares de cada año. Cuando veía su nombre en el mismo listado en el que se encontraba el mío, sentía una alegría desbocada creciendo desde el pie, que debía ocultar a los demás jóvenes parados a mi lado, quienes sí gritaban efusiva o tristemente cuando se encontraban o no con quienes querían entre esas letras desprolijas de los listados, las más de las veces escritas a mano. Mi alegría duraba días y días. Tendría un año entero de verla varias horas por día, de escucharle la voz recitando poesía o respondiendo con desparpajo a las preguntas de los profesores. Viéndola moverse, reír, charlar. Aquello era el paraíso. En esos días casi no leía. No necesitaba otros mundos de ensoñación. Tenía el mío. Me hacía toda clase de historias; ella y yo protagonistas. Empecé a escribirlas. Llené cuadernos.

Hace ya varios meses que Marilina se fue con otro. Un poco menos, que mi lengua perdió su estado erecto. Ya no seduzco a nadie. La tortuga no me hace fiesta. Los muchachos me siguen llamando cada tanto, animándome a pasar por el bar de Carlos. Me dicen que está lleno de minas divinas, que vienen avisadas de mi buena labia. Que Clara, la de caderas generosas, anduvo preguntando por mí. Pero mi negativa va espaciando cada vez más los llamados. Y me alegro. Sólo quiero escribir.

La vieja me putea en cada encuentro, con su típica boca de caño. Intercambiamos reproches en tonos que suben y bajan. Dice que me he convertido en un boludo. Que ando todo el día triste, y que yo no era así. Que cuándo voy a encontrar otra mujer. Que cuándo le voy a dar nietos. Que me deje de joder y encare la vida, como ella me enseñó.

Mis años liceales transcurrieron sin mayores sobresaltos. Mis padres siguieron ocupados en sus cosas, y yo tranquilo en mi habitación, mirando por la ventana y escribiendo. Ella vivía en el edificio de enfrente. Cuarto piso. Tercera ventana desde la derecha. Cuando se asomaba y me veía mirándola desde mi ventana, quería suicidarme. Me escondía inmediatamente tras las cortinas, muerto de rabia, por mi imperdonable imprudencia. “Estúpido, estúpido”, me decía, mientras gateaba por el piso hasta salir de la habitación, ofuscado de imbecilidad.
A los trece la descubrí fumando, agazapada con su mejor amiga en la esquina, bajo una escalera que formaba un hueco donde entraban algunos cuerpos agachados. Sentí su perfume. Era ella. Un vértigo me invadió. Me hice el tonto. Tenía muchos amigos, hombres y mujeres, que venían a buscarla a toda hora. Pasaba largos ratos sentada en el portón del edificio, conversando y fumando, ya a esa altura sin tapujos. Su cuerpo se volvía más sinuoso cada año. Mis historias con ella pasaron de la ingenuidad de la ternura a la pasión más alocada, lo que me obligaba a encerrarme en el baño tras algunas líneas llenas de erotismo en las que nos colocaba en lugares inverosímiles, afiebrados de deseo, desnudando lo más prohibido. Volvía a mi habitación vacío y lleno de culpa.  El tiempo siguió pasando. Terminamos la secundaria. Empecé a trabajar en la empresa de mi padre. Comercio exterior. Ella empezó Bellas Artes. Al tiempo se hizo fotógrafa. Era muy buena. Tenía una vida social poblada y en movimiento.
Me encontré con Clara cuando volvía del trabajo, el otro día. Hizo su conocido pavoneo: un movimiento de caderas, una sonrisa de hembra en celo, puso su mano sobre la zona de mi lengua en reposo. Esperaba que se despertara aquello. No sucedió. Le pedí disculpas. Se fue ofendida.

No dejo de pensar en Marilina. No soporto mirar la almohada donde apoyaba su pelo cada noche, donde lo veía revuelto cada mañana. Donde quedaba impregnado su perfume. Huelo la almohada. Desde que se fue no sé de ella. ¿Estará planeando casarse con el frígido? ¿Estará embarazada? Feliz en su mundo de reina soberana.

Mi vida acusaba una monotonía rara vez modificada. Trabajo, lectura, de vez en cuando escritura, búsquedas en internet de exposiciones fotográficas, de pintura, de escultura y otro día que volvía a empezar igual. La excepción se producía cuando, de mejor ánimo, me atrevía a espiar el bar de aquella esquina cerca de la rambla. El de su amigo Carlos. El que realiza sus exposiciones fotográficas. La veía desde afuera, agazapado tras un árbol, a través de las grandes ventanas en medio arco.
Hasta ayer.
Me llamó. Marilina me llamó. Sonaba alegre. Le pregunté cómo estaba. Me pidió para vernos. Con miedo a una noticia que me destruyera, pero con ilusión de algo bueno, le dije que sí, que viniera a casa. Me dijo que prefería un bar. Temí. Me tranquilizó algo en su voz. Algo que había olvidado. Era un color especial. El mismo que tenía su voz cuando me hablaba en el patio del IAVA. Le dije que eligiera el lugar. Me dijo: “Mañana en el bar de tu amigo Carlos”. Asentí.

Abocado a la tarea de divisarla tras el gran vidrio de la ventana —se me había perdido de vista—, me distraje de manera imperdonable. No percibí que unos pasos se acercaban. La mujer de largo tapado hasta los tobillos y forma de guitarra se detuvo junto a mí y, asombrada, exclamó: “¡Pero si sos vos! No lo puedo creer. Tanto tiempo sin verte. ¿Qué hacés acá parado? Hace mucho frío. Vení, entrá conmigo al bar de Carlos y la ves a… ¿Te acordás de nosotras, no? Soy Clara”. Por supuesto que lo sabía. Me asaltó la escena bajo la escalera, el olor del cigarrillo y ese perfume. Era su mejor amiga, desde la secundaria. No podía creer lo que estaba pasando. El vértigo me tomó por completo. Cuando me quise dar cuenta ya estaba dentro del bar, conducido por Clara que me llevaba del brazo.

No había otro. No había un frígido, más que yo mismo. Esto es lo último que escribo. Todavía tengo que cambiar los pañales de Nico. La tortuga me mira impávida. Marilina me llama a comer.

Marilina se acerca. Saluda a Clara con un abrazo animado. Mira el rostro de a quien Clara traía del brazo. Entrecierra los ojos, como terminando de convencerse. Y me dice con esa voz que ni en mis mejores sueños creí me sería dirigida: “¡Pero mirá quién sos! Finalmente te animaste a entrar. ¿Me vas a dar pelota algún día?”. Me abraza. Es una eternidad.
Le pido un segundo, tomo rápido un lápiz del mostrador que le pido con un gesto a su amigo Carlos, saco mi cuaderno e, inclinado sobre una mesa, garabateo unas líneas finales: “No había otro. No había un frígido, más que yo mismo. Esto es lo último que escribo…”

1º de Julio de 2012



viernes, 29 de junio de 2012

Di algo

Difícil como no
angustiante como sí
digo sino
y no digo nada
digo nada
nada
algo
digo

miércoles, 27 de junio de 2012

Espejismos de yo, fulano de tal

¿Nunca te pasó de despertarte de noche y en esos instantes de recuperada vigilia sentir un inefable vacío, de esos vacíos desprovistos de todo –no los agoreros que amenazan pero no cumplen, no–  de esos que ocupan toda la habitación, vaciándola, en los que súbitamente todo pierde sentido, menos la sensación de abismarte en un agujero negro? Aunque hasta  la segunda persona del verbo, que para vos ¿será la primera?, pierde sentido, porque la conciencia que percibe es tan ajena, que ni siquiera sentís que sea tuya. Es que no hay un “vos”  –un “yo”–, por lo que mejor sería decir: la sensación de abismarse, impersonal, de una conciencia que únicamente es conciencia de un vacío.
  
En esos instantes sentís que te separás de tu cuerpo. Ya no te pertenece. Sos solamente ese ente que percibe la nada, casi sin historia, porque la historia que recordás, es la de ese cuerpo que está tendido en esa cama, o que está orinando en ese baño, y que acompañás desde arriba, sin sentido, sin conexión con una memoria. Es casi un desconocido. Sus valoraciones no son las tuyas, porque no tenés valores, sos casi la nada, sustancia pensante sin materia. La historia de ese o esa que ahora mirás desde arriba, se aleja. Se aleja. Es neblina. Su memoria se diluye. No te importa siquiera. ¿Son tuyas? Historia y memoria, ¿son tuyas?

Pero todavía vos y ese cuerpo memorioso comparten un pecho. Sentís la opresión. Ese pecho está lejos, abajo, abajo, pero la sensación del yunque crece, crece a medida que llegás al techo. Proviene de ahí, aún lo sabés. De ese o esa que yace u orina.

No tenés otros sentimientos por esa carne ni por esa historia que la antigua conciencia se narraba acerca de sí misma y de su cuerpo, enmarañados, hasta el minuto de perderse en el sueño. Más bien sentís desinterés. Vos no sos aquella conciencia. Su novela en primera persona –reescrita durante los días y las noches, registro de las huellas de un recorrido que apenas sí divisás, lejano, perdido–, quedó tirada bajo la cama, y no se diferencia de cualquier otra novela. Mirás a quien duerme a tu lado, y es tan extraño o extraña como ese cuerpo al que solés decirle “mío”, evidente sinsentido.

Sobreviene un desgarro de duermevela. Ese cuerpo se queda sin boca. La boca es tuya, pero ya no tenés cuerpo que pueda pronunciar las palabras que ahora pensás. No sabés quién las piensa, acaso ese abismo insustancial de la habitación en el que flota ese discurrir de ¿qué conciencia? Te asustás. Querés volver a habitar a ese o esa que ahora se lava los dientes, uniendo los pedazos, olvidando para siempre que es otros.

El miedo es un gigante de pies pesados. Te atrapa. Sentís algo así como una náusea. Querés que acabe. Pero ¿para volver a dónde? Si ese o esa que ahora vuelve a la cama es un fulano de tal, una fulana de tal, por los que no tenés sentimientos. Sólo deseás que eso acabe.


Hasta que todo se diluye nuevamente en el sueño, tras el que recuperás tu cuerpo, tu boca y tu memoria y el libro bajo la cama vuelve a ser tu propia autoficción.

¿No te pasa cada tanto, ser conciencia de un espejismo?



27 de Junio de 2012

Nota: gracias al capítulo 84 de Rayuela por ser interlocutor de este diálogo.


domingo, 24 de junio de 2012

Solsticio de invierno

Sol
edad meridiana de un domingo invernal

Sole, detenida entre sostenidos y bemoles
da dos vueltas a su enredo consabido

Sol, veleidad de una locura
edad para el ya basta

sol edad
24 de Junio de 2012

jueves, 21 de junio de 2012

Llamado a la solidaridad


Se ha perdido, en las inmediaciones de la Universidad, una idea.

Se me cayó casi al descuido, como quien no quiere la cosa. 

Venía meditabunda, enredada con otras ideas que la toreaban en patota, haciendo alarde de complicidad compartida, denigrándola hasta la insignificancia. Poco duró el ensañamiento. Aunque intenso, pronto dejaron de observarla, abocadas en acariciarse el lomo mutuamente, en una performance histérica de alto vuelo. También yo la perdí de vista, fascinada en ese espectáculo de histrionismo shakespeareano, con ser o no ser incluido, entre otros craneamientos.  

No percibí el instante en que mi idea tímida se retraía lentamente hasta desaparecer, deslizándose calladamente en tobogán por mi pantalón hasta el suelo de la principal avenida. Al menos eso supongo, porque a decir verdad, no la vi.

Lo noté cuadras después. Cuando el espectáculo grandilocuente que me había tenido captada hasta ese entonces comenzó a aburrirme, y un vacío empezó a gestarse, tironeándome del pantalón, hasta adueñarse de mí completamente. 

Con horror, reparé en su ausencia. La boca del estómago acusó recibo y luego en oleadas crecientes, todo mi aparato digestivo y respiratorio, hasta la garganta.

Vestía jeans y buzo azul.

No es de valor para nadie más que para su dueña. 

Permuto por las otras, sapientes y seductoras, de gran valor en el mercado. Yo quiero mi idea. 

Se recompensará.

Por información, comunicarse a este blog. 

21 de Junio de 2012

martes, 19 de junio de 2012

El alumbrado alunado

Un poste de luz
un poste inerme
que no decide nada
nada decide
solo espera y acepta
cuando querés, te abrazás a él
cuando no, te marchás
cuando querés, volvés
sin tiempo, sin lugar
el poste siempre allí
hasta que un día
un buen día
rompió el mandato
y aquel poste,
que siempre estaba
se mandó mudar

26 de octubre de 2008

Naufragios

Duele
otra vez
muele
cerca de la garganta
náuseas
otro naufragio
solitario/
solitaria
sin puentes
hacia vos

26 de Octubre de 2008

Apuestas solares

Noche. Ventanas abiertas.
Rambla en la nariz.
Dolor de mi no ser con vos
De mi no ser sin vos
De mi no ser
De mi anoche ser
y hoy ya no saber
tras el fulgor
Quién soy
para vos
pese a vos
tras la apuesta del sol.

19 de abril de 2007

sábado, 16 de junio de 2012

Entrevisiones


He reflexionado sobre este asunto unos minutos y he llegado a la siguiente declaración: no me gusta el arte conceptual. Bueno, no exactamente. En el medidor de valor de una obra de arte, en el mío, por supuesto, una obra intelectual difícilmente llegará al extremo derecho, o a sus proximidades.  Puede andar por la zona intermedia, puede acercarse un poco, o un poco más incluso, a la derecha, pero excepcionalmente la alcanzará.  Muy excepcionalmente. Sólo cuando las ideas que propone, o de aquellas las que consiguen formarse en mi interior,  que desde ya serán deformaciones, dan nombre a mis inefables internos. Es decir, cuando les presto mi carne, ya que ellas no me prestan la suya.

En cambio, me gusta, amo incluso (extremo derecho, zona roja de los estremecimientos), cuando percibo, entreveo, algo que se forma no desde la idea, sino desde la armonía encarnada de una enredadera que penetra mis sentidos y da vueltas a mi agujero verdinegro latiente.  Cuando idea y sentimiento, sentimiento e idea, sentidea, se encuentran en un abrazo incierto pero genuino, que zigzaguea en torno a mi abismo y lo hace menos negro, espesando un pulsar rítmico enverdecido.  Esto sólo sucede cuando la enredadera viene invisiblemente encarnada desde la obra, cuando viene de otro, que con la mediación de su tejido textual, abrazó idea, percepción y afectos, en un acto que nunca puede ser voluntario, porque el agujero negro absorbe las voluntades, ensanchándose. Es el agujero verdinegro latiente del otro el que me llega encarnado como enredadera que enlaza mi pulsar, provocando una nueva cadencia que antes de la obra no percibía. 

La aguja pega un vuelco a la derecha en cuanto un estremecimiento en estanterías agarradas con uñas y dientes de las paredes de mi agujero negro es percibido por mi conciencia. En general, viene en oleadas. Tras la primera entrevisión de ese sobresalto, vienen otros sacudimientos, y me siento provisionalmente habitada por enredaderas. Hasta la siguiente obra que contenga un pulsar y no simplemente la idea de un pulsar. 


2011

martes, 12 de junio de 2012

Espera...

Pasa un aroma
las hojas pasan
una bolsa se desliza
planeando al suelo
Huelo
el ruido de la mímesis
las luces pasan
fijan la huella
que estampa el blanco
tibio
luego caliente luego
tibio
dos estornudos
una espera

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Espera en una fotocopiadora

Junio 2012


martes, 5 de junio de 2012

Disrupciones cotidianas

Venía caminando por 18 de Julio, acababa de salir del gimnasio con un cansancio de los infernales, pensando en cualquier cosa, en lo que dijo Juan esa mañana, en sus quejas repetidas, cuando algo inesperado superpuso otro lugar, conocido y lejano, al aquí y ahora, hasta disminuirlo a la categoría de mero telón de fondo. Lo rompió, lo modificó, no sabía por cuánto rato. Quise que durara. Me instaló, por ese instante al menos, un mundo de sensaciones que puedo asegurar, no estaban ahí un rato antes. Había cansancio, hastío, angustia porque era lunes y al otro día era martes, y tendría que madrugar para hacer la misma cosa de todos los santos días de los últimos quince años. Maldita oficina.

Fue un aroma. Entró por mi nariz, y de pronto dejé de ser la misma persona que era. Una continuidad se rompió, y no fue preciso dormir para eso. Cuando un día viene medio enrevesado, cuando me mando una tras otra y ya sé que será un día irremontable, decido ir a la cama temprano, y terminar con aquello. No será por epidemia de estupidez colectiva que se repite hasta el hastío y más, la evidentísima: “mañana será otro día”. Pero esta vez no fue el sueño. La ruptura la produjo un aroma.

La continuidad del día mantenía mi estado anímico de la mañana, que el gimnasio no pudo modificar. El hartazgo de escuchar siempre lo mismo. Juan no se deja de joder con la misma cantarola, una y otra vez. Otra y una. Y otra. ¿Dónde quedó el famoso “yo soy lo que soy”? Siempre dispuesto a espetarme en las narices mi escasa afectividad. ¡Qué le importa cómo hablo! ¡Qué le importa que diga “esta mujer se va mañana a Paysandú a visitar a su hermana”!, en lugar de elegir los más “afectuosos”: “mi vieja” y “mi tía”. La libertad es libre, carajo. No, se las tiene que ingeniar para repetir lo que dije, transformado en pregunta y cambiando inocentemente alguna expresión por otra, como si quisiera constatar su buena comprensión de los referentes: “¿Tu mamá se va a ver a tu tía?”. Es parte de su estrategia. De su demanda soterrada. Se piensa que no lo sé. Pero no lo desenmascaro, le digo que sí, y sigo hablando de “esa mujer” y de “la hermana”, y después, de los cuentos de Poe que conseguí en una librería de viejos que frecuento a la salida del trabajo. El otro día le hablé con gran interés, una hora, casi sin parar, de unos cuentos de Bradbury que había consumido a la hora del almuerzo, cuando me escapé hasta la librería para ver si algo nuevo había entrado. Prefiero eso a las conversaciones sobre bebés y pañales en el comedor de la oficina, que dificultan la digestión. Y dan calambres. Esto también se lo cuento. No dice nada. Sólo un silencio incómodo, que ambos sostenemos.

De pronto, el mundo fresco –porque es setiembre y la primavera no se decide– de mi caminata y mis pensamientos fueron invadidos por un sentido que trajo otro, que a su vez trajo otro y así de a poco pero de a mucho, estaba recordando con los sentidos una vivencia que no sabría precisar, que aflora de las profundidades de la memoria y se compone sólo de sensaciones. Como un caleidoscopio. La escribo para demorarla, para traerla de vuelta, para hacerla presente otro rato más. Que no se vaya. Un poco de olores, otro poco de sensaciones táctiles, como de brisa cálida sobre la piel desnuda y traspirada, algo de sabor, como de un helado de chocolate y frutilla de los que comía en mi niñez, y una sensación de verano y nocturna, como cuando llegaba a casa después de haber estado jugando horas de horas en el patio del complejo habitacional donde vivía, con Andrea y Andrés, mis mejores amigos, y estaban mamá, papá y mi hermano mirando en la tele un partido de básquetbol mientras yo cenaba la comida fría porque me había demorado, y mamá me relajaba porque se había preocupado, que qué me creía, que esas no eran horas de llegar para alguien de mi corta edad. Pero se le pasaba enseguida. Y yo me lavaba en el bidet los pies todos sucios por haber estado jugando sin championes, con la ventanita del baño abierta, por la que entraba un perfume de dama de la noche plantada por un vecino, que me hipnotizaba, mientras escuchaba la melodía de la voz del relator de básquetbol y del comentarista e imaginaba a todos sentados en torno al televisor, y comiendo helado, y yo ya iba.

Fue un perfume, casi podría jurarlo. Como una caricia, que desempolvó un mundo conocido y fragmentario y me lo instaló en el presente de la caminata. Pero el frío me golpeaba la cara, y adelgazaba el olor a verano que casi casi sentía con el recuerdo. Lo alucinaba, mientras el halo del perfume aún estimulaba mis narinas.

Pero no fue esa imagen de la niñez, esa del básquetbol y el verano y la comida fría y la dama de la noche y mis pies en el bidet y el cansancio enorme que tenía, como el de ahora, pero distinto, porque el de antes no era de hastío. Fue una mezcla de muchas sensaciones extraídas de momentos como ese. No afloró al colador de la conciencia una fotografía o un video precisos y delimitables. Fue más bien una serie de imágenes superpuestas, introducidas siempre por otras sensaciones que no eran visuales: olores, sonidos, tacto, colores y la sensación agradable que acompañaba a toda esa mezcla. ¿El placer sería producto o causa de esos recuerdos sensoriales que sucedieron al primero, al de la irrupción? No lo sé, pero me invade. Y quiero retenerlo un rato más. Por eso caminé las cuadras que me separaban de casa, memorizando lo vivenciado, para que no se terminara de diluir en la nueva continuidad del presente post perfume. Por eso lo escribo.

Y porque casi llegando, me encontré con Andrea, tantos años sin verla. Y le pregunté por su mamá y me preguntó por la mía, y le pregunté por Andrés, que según dijo, terminó siendo su marido y ahora ex marido, y la abracé y me abrazó. Y me dijo, ¡qué lindo estás! Y le dije ¡vos también! y mientras sentía un caballo desbocado palpitando dentro, imaginé todo el mundo de posibilidades, colores, aromas, texturas, sabores que podrían inundar mi presente en un nuevo caleidoscopio que ahora tenía nombre y podía precisar: Andrea. Y recordé por un instante a Juan y fantaseé mis primeras palabras tras recostarme en su diván: me encontré con Andrea. Mi Andrea.


Setiembre de 2011

Desquistes


Se me enquista un pensamiento, entonces
lo tejo con palabras
que salen de la mano de mi lápiz
para prenderse en esta hoja
a la que ahora
se le enquista un pensamiento

Abril  /2012

Estereo-tipos


Entró y se desplazó rápidamente hacia la salita escondida en el fondo, escindida del gran salón lleno de mesas, luces y voces entreveradas provenientes de la gente que de a poco lo iba poblando.
Sorteó con dificultad las mesas dispuestas simétricamente en su camino. Devolvió apenas con un gesto breve de mano los saludos que varias personas le propinaban entusiastas. Contestó con un par de monosílabos inaudibles al par de preguntas que el dueño del lugar le efectuó animadamente y se perdió tras la puerta de aquella trastienda misteriosa.
No miró a nadie en su carrera decidida y silenciosa hacia aquel lugar. Se concentró en las mesas, chocó contra una, miró el suelo mientras sus pasos la bordeaban, y por fin alcanzó aquella puerta, y tras ella desapareció.
Habitaba un cuerpo de alfeñique, cuarenta y cinco quilos; y gramos. Sus hombros, cercanos entre sí, decididamente volcados hacia delante. Su mentón buscando el pecho. Su vista tanto más amiga del suelo que del cielo. Su rostro de cuarenta y nueve diciembres lucía como únicas líneas de expresión dos surcos profundos que descendían hasta el nacimiento de esa nariz respingada y pequeña, en el justo descampado que se abre entre el par de matorrales poblados sobre los ojos. Ningún otro pliegue delataba una gran alegría o una pena profunda. Lo único recto en esa cara era ese par de grietas corriendo, despreocupadas, por el entrecejo. Su boca de labios finos, que parecía estar siempre en estado de reposo, se arqueaba ligeramente hacia el piso, como sus ojos oscuros y acuosos.
El pelo necesariamente corto y negro. Siempre así. Siempre corto, siempre negro; aunque ahora algunas canas lo contaminaban, mestizándolo.
Bajo el blazer claro vestía un buzo negro, ni ajustado ni holgado, por el que asomaba un cuello de camisa inmaculadamente blanco. Sus manos se escondían bajo los bolsillos de un pantalón de vestir de igual color que el blazer, recién estrenado.
De a poco fueron llegando los demás, que en lugar de dirigirse presurosos a aquel compartimiento secreto, esquivando mesas y gente, zigzagueaban por acá y allá, conversando con unos y otros, engordando un poco más esa nube de humo en suspensión que venía espesándose desde hacía rato a pucho lento, tomándose “una” con Fulano, “otra” con Mengano y así sucesivamente, hasta que finalmente terminaron también atravesando aquella puerta cerrada.
Pasaron tres minutos, cinco, diez, y finalmente la puerta se abrió desde dentro, y apareció él mirando el piso y de a poco los demás –vasos de cerveza en mano-, siguiéndolo.
Subió serio, mirando concentrado cada uno de los escalones de la tarima que pisaba. No miró cuando lo vivaron desde las mesas, ni miró a quien le alcanzó el vaso de agua mineral gasificada del que sorbió apenas un trago.
           Golpeó con repetidos movimientos rítmicos de su mocasín marrón el piso del escenario, y luego del un, do, tré susurrado, el espacio todo se inundó de las primeras distorsiones del hardrock de su guitarra eléctrica.


¿2003?

Fotografías

Para Raymond Carver, y su mundo discursivo


   Llegó aquel día a casa luego de haber pasado algunas cuantas horas en la taberna de Jack, luego del trabajo. Había salido más temprano. No tenía apuro. Ya no tenía apuro. No tendría que madrugar al día siguiente. Ni al siguiente. Ni al siguiente del siguiente. No tendría que.

   Aparcó el coche en el camino de entrada, y esperó unos minutos echado con ambos brazos sobre el volante, el motor aún en marcha. Hasta que se cansó de esperar. La respiración no recuperaba su ritmo habitual. Tampoco era extraño este ritmo. Ni lo era el tembladeral en las piernas, ni el estómago retorciéndose, ni la visión borrosa, ni la sensación de que cada movimiento se precipitaba en una sucesión de hechos incontrolables. Bajar del coche y caminar hasta la puerta de entrada era algunas veces más difícil de lo que había sido otras tomar todas las cosas, mujer e hijo, y mandarse mudar a otra ciudad. Distinta o conocida, qué más daba.
   Acertar a la puerta de entrada. Encontrarla cerrada. Rodear la casa. Cerrada también la puerta trasera. Agitarla. Tomar un trozo de hierro del baño exterior. Forzar una ventana. Entrar.


   –Ven, Rana, debo decirte algo, subamos a tu dormitorio.– dijo con toda la tranquilidad que pudo imponerle a su rostro, que imaginaba rojo y desfigurado, al encontrar a su pequeño hijo sentado en el sofá, abrazado a la cazadora escocesa. Roja y negra como la suya. Se la había obsequiado al niño un cumpleaños atrás, mandada a hacer especialmente para él, con los ahorros de esos meses como afilador en el aserradero de la Cascade Lumber Company de Yakima.

   –¿Qué cosa papi?– preguntó el chico con voz entrecortada, apenas audible, al tiempo que sus ojos se abrían grandes y redondos, temblorosos, como cada vez que algo parecía asustarlo de muerte. Notó que abrazaba aún más la cazadora contra su pecho, y recordó la expresión de su rostro el día de recibirla, exactamente un año, tres meses y dos días atrás, junto con la noticia de que ya podría ir con él y con Bill y Les a cazar gansos. Tenía los ojos grandes y redondos entonces, pero esa vez no le temblaban como ahora. Solo un poco, tan luego su madre profiriera enfurecida: “Cariño: ¿cinco años te parece edad suficiente para que un chico vaya de caza?”

   Cada vez que volvía a casa de la taberna encontraba al chico durmiendo en el sofá, abrazado a la cazadora escocesa. Y allí estaba otra vez, inmóvil, con los ojos más grandes y redondos que haya visto en su rostro. No hablaba, sólo lo observaba, ahora de pie junto a la escalera. Llevaba puesto el pijama a rayas que le había confeccionado su madre con tela conseguida a buen precio en una venta popular de la ciudad.

   –Deja al chico en paz– ordenó la mujer- Te estuvo esperando por horas. Tuve que ir a buscarlo a la parada. Tras cada bus que se detenía y tú no bajabas decía “en el otro, mami, vendrá en el otro. Esperemos al otro”. Y mira a qué hora llegas. Necesitamos dinero, C.R. Estoy harta. - decía al tiempo que acomodaba los trastos de la cocina, sin echarle siquiera una ojeada. Hablaba fuerte y acomodaba. Él la veía hacer.

   –Tomaré otro empleo empacando manzanas en la envasadora. No sé qué haremos con el chico. Tenemos deudas que pagar y tú despilfarras tu salario emborrachándote en esa taberna apestosa. Igual que la de Leola. Ojalá no hubiera sido tan estúpida cuando te encontré allí aquella vez. No sé por qué permití que te acercaras. 
De pronto movía una taza del aparador a la mesa de la cocina, luego seguía con otros objetos, y al cabo de un rato, volvía a tomar la taza y la volvía a colocar en el aparador. Y proseguía:

   –Es que tus ojos brillaban. ¡Cómo brillaban! – hizo una pausa en sus movimientos, apoyó ambas manos sobre la mesada, de espaldas al hombre, los brazos estirados. El cuerpo inclinado hacia delante. Su cabeza parecía escondida, la mirada sobre un punto fijo en el espacio vacío de la mesada entre medio de ambas manos. 
Supo que debía decir algo, supo que debía hacer algo, acercarse hasta donde ella se encontraba. Quiso estirar esos minutos hasta encontrar las palabras. Detener el reloj. De pronto, súbitamente, la mujer volvió al movimiento:

   –Un buen día te dejaré fuera. Lo haré. Lo juro. Cambiaré las cerraduras y no podrás entrar. No me crees, ehh, pero lo haré. Llamaré a la policía si es preciso. No entrarás–  decía mientras retiraba el mantel de la mesa para colocar otro, el que luego volvía a retirar para poner un tercero. 

Observó el fregadero, luego la rejilla junto a él con la vajilla derramando agua, reposando mientras se secaba. Seguramente la habrían usado ella y su hijo para la cena, de la que no quedaban ya rastros. La casa estaba limpia y en orden. 

   –Lo juro. Lo haré. Y si intentas entrar, te golpearé entre los ojos con este colador– decía sacudiéndolo en el aire, y lo volvía a colocar en el cajón, y luego en la mesa, para volverlo al cajón unos segundos después. 

   El tocadiscos expiraba los últimos ecos de una canción que a ambos les gustaba escuchar. Recordó el preciso momento en que sacaba a bailar a esa chica de campo, grande y alta, siete años atrás, en aquel baile en Arkansas. Recordó que mientras escuchaban esos mismos sonidos que ahora se ahogaban, los cuerpos cercanos, en movimiento, la chica oliendo a naranjas, le contaba al oído que había tenido una linda novia hasta ese momento. Pero que eso ya era pasado. Que ahora sería su novio si ella quería, que la desposaría y se irían junto con toda su familia a otro lugar, en busca de un buen trabajo y un salario decente. Que tendrían siete hijos y un perro. Y una linda casa con baño interior. Al tiempo que recuerda, siente una punzada creciente en el estómago. Recuerda que la chica apenas aceptó un largo año después, cuando se encontraron casualmente en la acera, fuera de una taberna en Leola. Él salía ebrio. La chica seguía oliendo a naranjas. Como ahora huele la casa.

   La mujer continúa haciendo, sin mirarlo. Continúa diciendo. La ve ir y venir. De pronto recuerda al niño. Gira su cuerpo, y allí sigue él, parado junto a la escalera. Sus puños bien cerrados arrugan la tela de la cazadora a la que se aferran. Observa una gran mancha gris extendida a la derecha de la cabeza del niño. Mira con atención, y la mancha de humedad se vuelve una gran perca amarilla y espinosa. Una perca gigante sobre la pared de la escalera. Una imagen viene a su mente: un recuerdo de él y su mujer durante su primera época en Washington: él de pie apoyado al capó de su Ford de 1934, su sombrero viejo echado hacia atrás, con el ala hacia fuera, una cerveza en la mano y unos pescados en la otra. Una ristra de percas amarillas y espinosas. Piensa en esa fotografía. Se pregunta dónde estará. Tal vez en el cajón bajo el tocadiscos. 

   –Si en lugar de ir a la taberna luego del trabajo, tomaras otro empleo y trabajaras en esas horas, no estaríamos tan mal – continuaba la mujer mientras volvía a lavar la vajilla de la cena, ya seca. – Si al menos no fueras a la taberna después del trabajo...

   El chico lo seguía observando de pie, sin mover un solo músculo. Fue hasta el sofá y se dejó caer. Tomó algo debajo de un cojín, y le indicó al chico con la mirada seguida de un ligero movimiento de cabeza y cejas en dirección hacia lo alto de la escalera, que subiera a su dormitorio. El chico obedeció. Lo vio subir lentamente, tomado de la pared, hasta que desapareció en lo alto. Mantuvo su mirada por un rato en la gran perca que ahora parecía moverse, asfixiada. Bebió algunos sorbos directo de la botella en cuanto tuvo la seguridad de que la mujer no lo vería. Devolvió la botella a las sombras del cojín y emprendió el ascenso. Entró al dormitorio del niño, que se encontraba sentado sobre la cama, con los pies juntos, colgando a un lado, las pantuflas puestas. La cazadora lo rodeaba, descansando sobre su cuerpo, como si se tratase de una manta. 
   Retiró lentamente la cazadora, la colocó de lado. Allí vio las manos pequeñas de su hijo, palma con palma sobre sus piernas. Se arrodilló para estar a la altura de los ojos redondos y grandes del chico y dijo con voz pausada y serena:

   –Rana, hijo, tendrás que ir a vivir con tu tía Lavon por una temporada.


   En un bloque de pisos en un barrio al sur de San Francisco, en una cocina mohosa, un hombre estudia la fotografía envejecida de un hombre de cara joven y ojos aturdidos, en vaqueros y camisa de franela, apoyado sobre un Ford del 34, mostrando tembloroso una ristra de percas muertas y una botella de cerveza Carlsberg. 
   El hombre tiene la mirada perdida en otros tiempos. Los ojos grandes y redondos, de pronto se humedecen. Recuerda las voces que escuchó esa tarde, diciéndole a su madre cosas consoladoras. Recuerda haber escuchado su nombre repetidas veces esa tarde. El mismo nombre que el de su padre. Hermosas voces salidas de su niñez. 
   Sus hijos lo observan de pie, en silencio, a unos metros. Esconde una botella en el fondo del cesto de la basura en cuanto siente la llave girar en la cerradura. Se lleva el dedo índice a la boca, y emite un “¡shhh!” en dirección de los niños. 

   Es junio, pero debería ser octubre.

Diciembre de 2006


Epílogo

Escrito para el curso Literatura Moderna y Contemporánea a cargo de Washington Benavídes

Sabía que quería escribir un cuento que siguiera su estilo, sus búsquedas, su forma de emplear el lenguaje, el protagonismo de los objetos en su narrativa, de los diálogos, la forma de mostrar la incapacidad en los vínculos, sin decirlo explícitamente, sino a través de los detalles, de las descripciones, de las instantáneas que parecían componer sus relatos. Pero tenía que pensar una historia para contar. De gente que se quiere, pero no sabe qué hacer con sus vidas ni cómo manifestar sanamente ese amor. De gente que se escapa de sus incapacidades con el alcohol o con lo que sea. De gente que se está siempre escapando. Condenados a vivir repitiendo la infelicidad vez tras vez. No poder mantener un empleo digno. No poder mantener una familia. No poder estarse quieto en un lugar. Gente que se siente perdedora. Gente común y corriente. La gente de clase media y baja de pueblos y pequeñas ciudades del país de la libertad.

Y pensé: qué mejor material para escribir un cuento al estilo Carver, que refleje en algo mi acercamiento al autor, que tomar alguna porción de su propia vida, y completar los espacios en blanco. Eso fue lo que vino a mi mente, tras leer por segunda vez los cuentos que componen el libro De qué hablamos cuando hablamos de amor, el dossier del “Diario de Poesía” con una entrevista, algunos poemas incluidos en esa edición, y fundamentalmente el texto “La vida de mi padre” que según dice el material brindado por el docente, figura en la sección ensayos del libro Fires, donde aparece el poema “Fotografía de mi padre a los veintidós años”.  De allí saqué los componentes fundamentales para escribir este cuento, que plagia parte de su vida y diría también de su obra, pues esta última irremediablemente remite a la primera.
Las historias se repiten, en círculos que algunos tienen la fortuna de poder romper en algún momento de sus existencias. Carver, al parecer, fue un afortunado.



domingo, 3 de junio de 2012

Idea, Charly y yo



Cada uno habita su soledad como puede.
"Esta soledad, la conciencia. La efímera, gratuita, cerrada..."
Yo me enmimismo. Me enerizo.
Me retraigo hasta ovillar toda posibilidad de despliegue.
Eso cuando un conflicto me toma presa.
Y estoy segura que los demás me odian. Y siento lo que siento ahora.
Que necesito la protección de este acolchado. Las cobijas calientes.
Ellas no me odian. Porque no pueden, obvio.
¿Y yo? ¿Yo odio? Obvio, odio, ¡oh, dios!
Desactivar mi odio para que se acomode al justo medio de las pasiones bien llevadas. Y me deje respirar.
"Te quiero, te odio, dame más..."
¿Y yo? ¿Yo quiero? ¿Quién eros?
Activar mi eros para que se acomode al justo medio de las pasiones bien llevadas. Y me deje respirar.

¿Y "esta vanidad la conciencia"?

Cada uno habita su otredad como puede.

Junio de 2012