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viernes, 29 de junio de 2012

Di algo

Difícil como no
angustiante como sí
digo sino
y no digo nada
digo nada
nada
algo
digo

miércoles, 27 de junio de 2012

Espejismos de yo, fulano de tal

¿Nunca te pasó de despertarte de noche y en esos instantes de recuperada vigilia sentir un inefable vacío, de esos vacíos desprovistos de todo –no los agoreros que amenazan pero no cumplen, no–  de esos que ocupan toda la habitación, vaciándola, en los que súbitamente todo pierde sentido, menos la sensación de abismarte en un agujero negro? Aunque hasta  la segunda persona del verbo, que para vos ¿será la primera?, pierde sentido, porque la conciencia que percibe es tan ajena, que ni siquiera sentís que sea tuya. Es que no hay un “vos”  –un “yo”–, por lo que mejor sería decir: la sensación de abismarse, impersonal, de una conciencia que únicamente es conciencia de un vacío.
  
En esos instantes sentís que te separás de tu cuerpo. Ya no te pertenece. Sos solamente ese ente que percibe la nada, casi sin historia, porque la historia que recordás, es la de ese cuerpo que está tendido en esa cama, o que está orinando en ese baño, y que acompañás desde arriba, sin sentido, sin conexión con una memoria. Es casi un desconocido. Sus valoraciones no son las tuyas, porque no tenés valores, sos casi la nada, sustancia pensante sin materia. La historia de ese o esa que ahora mirás desde arriba, se aleja. Se aleja. Es neblina. Su memoria se diluye. No te importa siquiera. ¿Son tuyas? Historia y memoria, ¿son tuyas?

Pero todavía vos y ese cuerpo memorioso comparten un pecho. Sentís la opresión. Ese pecho está lejos, abajo, abajo, pero la sensación del yunque crece, crece a medida que llegás al techo. Proviene de ahí, aún lo sabés. De ese o esa que yace u orina.

No tenés otros sentimientos por esa carne ni por esa historia que la antigua conciencia se narraba acerca de sí misma y de su cuerpo, enmarañados, hasta el minuto de perderse en el sueño. Más bien sentís desinterés. Vos no sos aquella conciencia. Su novela en primera persona –reescrita durante los días y las noches, registro de las huellas de un recorrido que apenas sí divisás, lejano, perdido–, quedó tirada bajo la cama, y no se diferencia de cualquier otra novela. Mirás a quien duerme a tu lado, y es tan extraño o extraña como ese cuerpo al que solés decirle “mío”, evidente sinsentido.

Sobreviene un desgarro de duermevela. Ese cuerpo se queda sin boca. La boca es tuya, pero ya no tenés cuerpo que pueda pronunciar las palabras que ahora pensás. No sabés quién las piensa, acaso ese abismo insustancial de la habitación en el que flota ese discurrir de ¿qué conciencia? Te asustás. Querés volver a habitar a ese o esa que ahora se lava los dientes, uniendo los pedazos, olvidando para siempre que es otros.

El miedo es un gigante de pies pesados. Te atrapa. Sentís algo así como una náusea. Querés que acabe. Pero ¿para volver a dónde? Si ese o esa que ahora vuelve a la cama es un fulano de tal, una fulana de tal, por los que no tenés sentimientos. Sólo deseás que eso acabe.


Hasta que todo se diluye nuevamente en el sueño, tras el que recuperás tu cuerpo, tu boca y tu memoria y el libro bajo la cama vuelve a ser tu propia autoficción.

¿No te pasa cada tanto, ser conciencia de un espejismo?



27 de Junio de 2012

Nota: gracias al capítulo 84 de Rayuela por ser interlocutor de este diálogo.


domingo, 24 de junio de 2012

Solsticio de invierno

Sol
edad meridiana de un domingo invernal

Sole, detenida entre sostenidos y bemoles
da dos vueltas a su enredo consabido

Sol, veleidad de una locura
edad para el ya basta

sol edad
24 de Junio de 2012

jueves, 21 de junio de 2012

Llamado a la solidaridad


Se ha perdido, en las inmediaciones de la Universidad, una idea.

Se me cayó casi al descuido, como quien no quiere la cosa. 

Venía meditabunda, enredada con otras ideas que la toreaban en patota, haciendo alarde de complicidad compartida, denigrándola hasta la insignificancia. Poco duró el ensañamiento. Aunque intenso, pronto dejaron de observarla, abocadas en acariciarse el lomo mutuamente, en una performance histérica de alto vuelo. También yo la perdí de vista, fascinada en ese espectáculo de histrionismo shakespeareano, con ser o no ser incluido, entre otros craneamientos.  

No percibí el instante en que mi idea tímida se retraía lentamente hasta desaparecer, deslizándose calladamente en tobogán por mi pantalón hasta el suelo de la principal avenida. Al menos eso supongo, porque a decir verdad, no la vi.

Lo noté cuadras después. Cuando el espectáculo grandilocuente que me había tenido captada hasta ese entonces comenzó a aburrirme, y un vacío empezó a gestarse, tironeándome del pantalón, hasta adueñarse de mí completamente. 

Con horror, reparé en su ausencia. La boca del estómago acusó recibo y luego en oleadas crecientes, todo mi aparato digestivo y respiratorio, hasta la garganta.

Vestía jeans y buzo azul.

No es de valor para nadie más que para su dueña. 

Permuto por las otras, sapientes y seductoras, de gran valor en el mercado. Yo quiero mi idea. 

Se recompensará.

Por información, comunicarse a este blog. 

21 de Junio de 2012

martes, 19 de junio de 2012

El alumbrado alunado

Un poste de luz
un poste inerme
que no decide nada
nada decide
solo espera y acepta
cuando querés, te abrazás a él
cuando no, te marchás
cuando querés, volvés
sin tiempo, sin lugar
el poste siempre allí
hasta que un día
un buen día
rompió el mandato
y aquel poste,
que siempre estaba
se mandó mudar

26 de octubre de 2008

Naufragios

Duele
otra vez
muele
cerca de la garganta
náuseas
otro naufragio
solitario/
solitaria
sin puentes
hacia vos

26 de Octubre de 2008

Apuestas solares

Noche. Ventanas abiertas.
Rambla en la nariz.
Dolor de mi no ser con vos
De mi no ser sin vos
De mi no ser
De mi anoche ser
y hoy ya no saber
tras el fulgor
Quién soy
para vos
pese a vos
tras la apuesta del sol.

19 de abril de 2007

sábado, 16 de junio de 2012

Entrevisiones


He reflexionado sobre este asunto unos minutos y he llegado a la siguiente declaración: no me gusta el arte conceptual. Bueno, no exactamente. En el medidor de valor de una obra de arte, en el mío, por supuesto, una obra intelectual difícilmente llegará al extremo derecho, o a sus proximidades.  Puede andar por la zona intermedia, puede acercarse un poco, o un poco más incluso, a la derecha, pero excepcionalmente la alcanzará.  Muy excepcionalmente. Sólo cuando las ideas que propone, o de aquellas las que consiguen formarse en mi interior,  que desde ya serán deformaciones, dan nombre a mis inefables internos. Es decir, cuando les presto mi carne, ya que ellas no me prestan la suya.

En cambio, me gusta, amo incluso (extremo derecho, zona roja de los estremecimientos), cuando percibo, entreveo, algo que se forma no desde la idea, sino desde la armonía encarnada de una enredadera que penetra mis sentidos y da vueltas a mi agujero verdinegro latiente.  Cuando idea y sentimiento, sentimiento e idea, sentidea, se encuentran en un abrazo incierto pero genuino, que zigzaguea en torno a mi abismo y lo hace menos negro, espesando un pulsar rítmico enverdecido.  Esto sólo sucede cuando la enredadera viene invisiblemente encarnada desde la obra, cuando viene de otro, que con la mediación de su tejido textual, abrazó idea, percepción y afectos, en un acto que nunca puede ser voluntario, porque el agujero negro absorbe las voluntades, ensanchándose. Es el agujero verdinegro latiente del otro el que me llega encarnado como enredadera que enlaza mi pulsar, provocando una nueva cadencia que antes de la obra no percibía. 

La aguja pega un vuelco a la derecha en cuanto un estremecimiento en estanterías agarradas con uñas y dientes de las paredes de mi agujero negro es percibido por mi conciencia. En general, viene en oleadas. Tras la primera entrevisión de ese sobresalto, vienen otros sacudimientos, y me siento provisionalmente habitada por enredaderas. Hasta la siguiente obra que contenga un pulsar y no simplemente la idea de un pulsar. 


2011

martes, 12 de junio de 2012

Espera...

Pasa un aroma
las hojas pasan
una bolsa se desliza
planeando al suelo
Huelo
el ruido de la mímesis
las luces pasan
fijan la huella
que estampa el blanco
tibio
luego caliente luego
tibio
dos estornudos
una espera

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Espera en una fotocopiadora

Junio 2012


martes, 5 de junio de 2012

Disrupciones cotidianas

Venía caminando por 18 de Julio, acababa de salir del gimnasio con un cansancio de los infernales, pensando en cualquier cosa, en lo que dijo Juan esa mañana, en sus quejas repetidas, cuando algo inesperado superpuso otro lugar, conocido y lejano, al aquí y ahora, hasta disminuirlo a la categoría de mero telón de fondo. Lo rompió, lo modificó, no sabía por cuánto rato. Quise que durara. Me instaló, por ese instante al menos, un mundo de sensaciones que puedo asegurar, no estaban ahí un rato antes. Había cansancio, hastío, angustia porque era lunes y al otro día era martes, y tendría que madrugar para hacer la misma cosa de todos los santos días de los últimos quince años. Maldita oficina.

Fue un aroma. Entró por mi nariz, y de pronto dejé de ser la misma persona que era. Una continuidad se rompió, y no fue preciso dormir para eso. Cuando un día viene medio enrevesado, cuando me mando una tras otra y ya sé que será un día irremontable, decido ir a la cama temprano, y terminar con aquello. No será por epidemia de estupidez colectiva que se repite hasta el hastío y más, la evidentísima: “mañana será otro día”. Pero esta vez no fue el sueño. La ruptura la produjo un aroma.

La continuidad del día mantenía mi estado anímico de la mañana, que el gimnasio no pudo modificar. El hartazgo de escuchar siempre lo mismo. Juan no se deja de joder con la misma cantarola, una y otra vez. Otra y una. Y otra. ¿Dónde quedó el famoso “yo soy lo que soy”? Siempre dispuesto a espetarme en las narices mi escasa afectividad. ¡Qué le importa cómo hablo! ¡Qué le importa que diga “esta mujer se va mañana a Paysandú a visitar a su hermana”!, en lugar de elegir los más “afectuosos”: “mi vieja” y “mi tía”. La libertad es libre, carajo. No, se las tiene que ingeniar para repetir lo que dije, transformado en pregunta y cambiando inocentemente alguna expresión por otra, como si quisiera constatar su buena comprensión de los referentes: “¿Tu mamá se va a ver a tu tía?”. Es parte de su estrategia. De su demanda soterrada. Se piensa que no lo sé. Pero no lo desenmascaro, le digo que sí, y sigo hablando de “esa mujer” y de “la hermana”, y después, de los cuentos de Poe que conseguí en una librería de viejos que frecuento a la salida del trabajo. El otro día le hablé con gran interés, una hora, casi sin parar, de unos cuentos de Bradbury que había consumido a la hora del almuerzo, cuando me escapé hasta la librería para ver si algo nuevo había entrado. Prefiero eso a las conversaciones sobre bebés y pañales en el comedor de la oficina, que dificultan la digestión. Y dan calambres. Esto también se lo cuento. No dice nada. Sólo un silencio incómodo, que ambos sostenemos.

De pronto, el mundo fresco –porque es setiembre y la primavera no se decide– de mi caminata y mis pensamientos fueron invadidos por un sentido que trajo otro, que a su vez trajo otro y así de a poco pero de a mucho, estaba recordando con los sentidos una vivencia que no sabría precisar, que aflora de las profundidades de la memoria y se compone sólo de sensaciones. Como un caleidoscopio. La escribo para demorarla, para traerla de vuelta, para hacerla presente otro rato más. Que no se vaya. Un poco de olores, otro poco de sensaciones táctiles, como de brisa cálida sobre la piel desnuda y traspirada, algo de sabor, como de un helado de chocolate y frutilla de los que comía en mi niñez, y una sensación de verano y nocturna, como cuando llegaba a casa después de haber estado jugando horas de horas en el patio del complejo habitacional donde vivía, con Andrea y Andrés, mis mejores amigos, y estaban mamá, papá y mi hermano mirando en la tele un partido de básquetbol mientras yo cenaba la comida fría porque me había demorado, y mamá me relajaba porque se había preocupado, que qué me creía, que esas no eran horas de llegar para alguien de mi corta edad. Pero se le pasaba enseguida. Y yo me lavaba en el bidet los pies todos sucios por haber estado jugando sin championes, con la ventanita del baño abierta, por la que entraba un perfume de dama de la noche plantada por un vecino, que me hipnotizaba, mientras escuchaba la melodía de la voz del relator de básquetbol y del comentarista e imaginaba a todos sentados en torno al televisor, y comiendo helado, y yo ya iba.

Fue un perfume, casi podría jurarlo. Como una caricia, que desempolvó un mundo conocido y fragmentario y me lo instaló en el presente de la caminata. Pero el frío me golpeaba la cara, y adelgazaba el olor a verano que casi casi sentía con el recuerdo. Lo alucinaba, mientras el halo del perfume aún estimulaba mis narinas.

Pero no fue esa imagen de la niñez, esa del básquetbol y el verano y la comida fría y la dama de la noche y mis pies en el bidet y el cansancio enorme que tenía, como el de ahora, pero distinto, porque el de antes no era de hastío. Fue una mezcla de muchas sensaciones extraídas de momentos como ese. No afloró al colador de la conciencia una fotografía o un video precisos y delimitables. Fue más bien una serie de imágenes superpuestas, introducidas siempre por otras sensaciones que no eran visuales: olores, sonidos, tacto, colores y la sensación agradable que acompañaba a toda esa mezcla. ¿El placer sería producto o causa de esos recuerdos sensoriales que sucedieron al primero, al de la irrupción? No lo sé, pero me invade. Y quiero retenerlo un rato más. Por eso caminé las cuadras que me separaban de casa, memorizando lo vivenciado, para que no se terminara de diluir en la nueva continuidad del presente post perfume. Por eso lo escribo.

Y porque casi llegando, me encontré con Andrea, tantos años sin verla. Y le pregunté por su mamá y me preguntó por la mía, y le pregunté por Andrés, que según dijo, terminó siendo su marido y ahora ex marido, y la abracé y me abrazó. Y me dijo, ¡qué lindo estás! Y le dije ¡vos también! y mientras sentía un caballo desbocado palpitando dentro, imaginé todo el mundo de posibilidades, colores, aromas, texturas, sabores que podrían inundar mi presente en un nuevo caleidoscopio que ahora tenía nombre y podía precisar: Andrea. Y recordé por un instante a Juan y fantaseé mis primeras palabras tras recostarme en su diván: me encontré con Andrea. Mi Andrea.


Setiembre de 2011

Desquistes


Se me enquista un pensamiento, entonces
lo tejo con palabras
que salen de la mano de mi lápiz
para prenderse en esta hoja
a la que ahora
se le enquista un pensamiento

Abril  /2012

Estereo-tipos


Entró y se desplazó rápidamente hacia la salita escondida en el fondo, escindida del gran salón lleno de mesas, luces y voces entreveradas provenientes de la gente que de a poco lo iba poblando.
Sorteó con dificultad las mesas dispuestas simétricamente en su camino. Devolvió apenas con un gesto breve de mano los saludos que varias personas le propinaban entusiastas. Contestó con un par de monosílabos inaudibles al par de preguntas que el dueño del lugar le efectuó animadamente y se perdió tras la puerta de aquella trastienda misteriosa.
No miró a nadie en su carrera decidida y silenciosa hacia aquel lugar. Se concentró en las mesas, chocó contra una, miró el suelo mientras sus pasos la bordeaban, y por fin alcanzó aquella puerta, y tras ella desapareció.
Habitaba un cuerpo de alfeñique, cuarenta y cinco quilos; y gramos. Sus hombros, cercanos entre sí, decididamente volcados hacia delante. Su mentón buscando el pecho. Su vista tanto más amiga del suelo que del cielo. Su rostro de cuarenta y nueve diciembres lucía como únicas líneas de expresión dos surcos profundos que descendían hasta el nacimiento de esa nariz respingada y pequeña, en el justo descampado que se abre entre el par de matorrales poblados sobre los ojos. Ningún otro pliegue delataba una gran alegría o una pena profunda. Lo único recto en esa cara era ese par de grietas corriendo, despreocupadas, por el entrecejo. Su boca de labios finos, que parecía estar siempre en estado de reposo, se arqueaba ligeramente hacia el piso, como sus ojos oscuros y acuosos.
El pelo necesariamente corto y negro. Siempre así. Siempre corto, siempre negro; aunque ahora algunas canas lo contaminaban, mestizándolo.
Bajo el blazer claro vestía un buzo negro, ni ajustado ni holgado, por el que asomaba un cuello de camisa inmaculadamente blanco. Sus manos se escondían bajo los bolsillos de un pantalón de vestir de igual color que el blazer, recién estrenado.
De a poco fueron llegando los demás, que en lugar de dirigirse presurosos a aquel compartimiento secreto, esquivando mesas y gente, zigzagueaban por acá y allá, conversando con unos y otros, engordando un poco más esa nube de humo en suspensión que venía espesándose desde hacía rato a pucho lento, tomándose “una” con Fulano, “otra” con Mengano y así sucesivamente, hasta que finalmente terminaron también atravesando aquella puerta cerrada.
Pasaron tres minutos, cinco, diez, y finalmente la puerta se abrió desde dentro, y apareció él mirando el piso y de a poco los demás –vasos de cerveza en mano-, siguiéndolo.
Subió serio, mirando concentrado cada uno de los escalones de la tarima que pisaba. No miró cuando lo vivaron desde las mesas, ni miró a quien le alcanzó el vaso de agua mineral gasificada del que sorbió apenas un trago.
           Golpeó con repetidos movimientos rítmicos de su mocasín marrón el piso del escenario, y luego del un, do, tré susurrado, el espacio todo se inundó de las primeras distorsiones del hardrock de su guitarra eléctrica.


¿2003?

Fotografías

Para Raymond Carver, y su mundo discursivo


   Llegó aquel día a casa luego de haber pasado algunas cuantas horas en la taberna de Jack, luego del trabajo. Había salido más temprano. No tenía apuro. Ya no tenía apuro. No tendría que madrugar al día siguiente. Ni al siguiente. Ni al siguiente del siguiente. No tendría que.

   Aparcó el coche en el camino de entrada, y esperó unos minutos echado con ambos brazos sobre el volante, el motor aún en marcha. Hasta que se cansó de esperar. La respiración no recuperaba su ritmo habitual. Tampoco era extraño este ritmo. Ni lo era el tembladeral en las piernas, ni el estómago retorciéndose, ni la visión borrosa, ni la sensación de que cada movimiento se precipitaba en una sucesión de hechos incontrolables. Bajar del coche y caminar hasta la puerta de entrada era algunas veces más difícil de lo que había sido otras tomar todas las cosas, mujer e hijo, y mandarse mudar a otra ciudad. Distinta o conocida, qué más daba.
   Acertar a la puerta de entrada. Encontrarla cerrada. Rodear la casa. Cerrada también la puerta trasera. Agitarla. Tomar un trozo de hierro del baño exterior. Forzar una ventana. Entrar.


   –Ven, Rana, debo decirte algo, subamos a tu dormitorio.– dijo con toda la tranquilidad que pudo imponerle a su rostro, que imaginaba rojo y desfigurado, al encontrar a su pequeño hijo sentado en el sofá, abrazado a la cazadora escocesa. Roja y negra como la suya. Se la había obsequiado al niño un cumpleaños atrás, mandada a hacer especialmente para él, con los ahorros de esos meses como afilador en el aserradero de la Cascade Lumber Company de Yakima.

   –¿Qué cosa papi?– preguntó el chico con voz entrecortada, apenas audible, al tiempo que sus ojos se abrían grandes y redondos, temblorosos, como cada vez que algo parecía asustarlo de muerte. Notó que abrazaba aún más la cazadora contra su pecho, y recordó la expresión de su rostro el día de recibirla, exactamente un año, tres meses y dos días atrás, junto con la noticia de que ya podría ir con él y con Bill y Les a cazar gansos. Tenía los ojos grandes y redondos entonces, pero esa vez no le temblaban como ahora. Solo un poco, tan luego su madre profiriera enfurecida: “Cariño: ¿cinco años te parece edad suficiente para que un chico vaya de caza?”

   Cada vez que volvía a casa de la taberna encontraba al chico durmiendo en el sofá, abrazado a la cazadora escocesa. Y allí estaba otra vez, inmóvil, con los ojos más grandes y redondos que haya visto en su rostro. No hablaba, sólo lo observaba, ahora de pie junto a la escalera. Llevaba puesto el pijama a rayas que le había confeccionado su madre con tela conseguida a buen precio en una venta popular de la ciudad.

   –Deja al chico en paz– ordenó la mujer- Te estuvo esperando por horas. Tuve que ir a buscarlo a la parada. Tras cada bus que se detenía y tú no bajabas decía “en el otro, mami, vendrá en el otro. Esperemos al otro”. Y mira a qué hora llegas. Necesitamos dinero, C.R. Estoy harta. - decía al tiempo que acomodaba los trastos de la cocina, sin echarle siquiera una ojeada. Hablaba fuerte y acomodaba. Él la veía hacer.

   –Tomaré otro empleo empacando manzanas en la envasadora. No sé qué haremos con el chico. Tenemos deudas que pagar y tú despilfarras tu salario emborrachándote en esa taberna apestosa. Igual que la de Leola. Ojalá no hubiera sido tan estúpida cuando te encontré allí aquella vez. No sé por qué permití que te acercaras. 
De pronto movía una taza del aparador a la mesa de la cocina, luego seguía con otros objetos, y al cabo de un rato, volvía a tomar la taza y la volvía a colocar en el aparador. Y proseguía:

   –Es que tus ojos brillaban. ¡Cómo brillaban! – hizo una pausa en sus movimientos, apoyó ambas manos sobre la mesada, de espaldas al hombre, los brazos estirados. El cuerpo inclinado hacia delante. Su cabeza parecía escondida, la mirada sobre un punto fijo en el espacio vacío de la mesada entre medio de ambas manos. 
Supo que debía decir algo, supo que debía hacer algo, acercarse hasta donde ella se encontraba. Quiso estirar esos minutos hasta encontrar las palabras. Detener el reloj. De pronto, súbitamente, la mujer volvió al movimiento:

   –Un buen día te dejaré fuera. Lo haré. Lo juro. Cambiaré las cerraduras y no podrás entrar. No me crees, ehh, pero lo haré. Llamaré a la policía si es preciso. No entrarás–  decía mientras retiraba el mantel de la mesa para colocar otro, el que luego volvía a retirar para poner un tercero. 

Observó el fregadero, luego la rejilla junto a él con la vajilla derramando agua, reposando mientras se secaba. Seguramente la habrían usado ella y su hijo para la cena, de la que no quedaban ya rastros. La casa estaba limpia y en orden. 

   –Lo juro. Lo haré. Y si intentas entrar, te golpearé entre los ojos con este colador– decía sacudiéndolo en el aire, y lo volvía a colocar en el cajón, y luego en la mesa, para volverlo al cajón unos segundos después. 

   El tocadiscos expiraba los últimos ecos de una canción que a ambos les gustaba escuchar. Recordó el preciso momento en que sacaba a bailar a esa chica de campo, grande y alta, siete años atrás, en aquel baile en Arkansas. Recordó que mientras escuchaban esos mismos sonidos que ahora se ahogaban, los cuerpos cercanos, en movimiento, la chica oliendo a naranjas, le contaba al oído que había tenido una linda novia hasta ese momento. Pero que eso ya era pasado. Que ahora sería su novio si ella quería, que la desposaría y se irían junto con toda su familia a otro lugar, en busca de un buen trabajo y un salario decente. Que tendrían siete hijos y un perro. Y una linda casa con baño interior. Al tiempo que recuerda, siente una punzada creciente en el estómago. Recuerda que la chica apenas aceptó un largo año después, cuando se encontraron casualmente en la acera, fuera de una taberna en Leola. Él salía ebrio. La chica seguía oliendo a naranjas. Como ahora huele la casa.

   La mujer continúa haciendo, sin mirarlo. Continúa diciendo. La ve ir y venir. De pronto recuerda al niño. Gira su cuerpo, y allí sigue él, parado junto a la escalera. Sus puños bien cerrados arrugan la tela de la cazadora a la que se aferran. Observa una gran mancha gris extendida a la derecha de la cabeza del niño. Mira con atención, y la mancha de humedad se vuelve una gran perca amarilla y espinosa. Una perca gigante sobre la pared de la escalera. Una imagen viene a su mente: un recuerdo de él y su mujer durante su primera época en Washington: él de pie apoyado al capó de su Ford de 1934, su sombrero viejo echado hacia atrás, con el ala hacia fuera, una cerveza en la mano y unos pescados en la otra. Una ristra de percas amarillas y espinosas. Piensa en esa fotografía. Se pregunta dónde estará. Tal vez en el cajón bajo el tocadiscos. 

   –Si en lugar de ir a la taberna luego del trabajo, tomaras otro empleo y trabajaras en esas horas, no estaríamos tan mal – continuaba la mujer mientras volvía a lavar la vajilla de la cena, ya seca. – Si al menos no fueras a la taberna después del trabajo...

   El chico lo seguía observando de pie, sin mover un solo músculo. Fue hasta el sofá y se dejó caer. Tomó algo debajo de un cojín, y le indicó al chico con la mirada seguida de un ligero movimiento de cabeza y cejas en dirección hacia lo alto de la escalera, que subiera a su dormitorio. El chico obedeció. Lo vio subir lentamente, tomado de la pared, hasta que desapareció en lo alto. Mantuvo su mirada por un rato en la gran perca que ahora parecía moverse, asfixiada. Bebió algunos sorbos directo de la botella en cuanto tuvo la seguridad de que la mujer no lo vería. Devolvió la botella a las sombras del cojín y emprendió el ascenso. Entró al dormitorio del niño, que se encontraba sentado sobre la cama, con los pies juntos, colgando a un lado, las pantuflas puestas. La cazadora lo rodeaba, descansando sobre su cuerpo, como si se tratase de una manta. 
   Retiró lentamente la cazadora, la colocó de lado. Allí vio las manos pequeñas de su hijo, palma con palma sobre sus piernas. Se arrodilló para estar a la altura de los ojos redondos y grandes del chico y dijo con voz pausada y serena:

   –Rana, hijo, tendrás que ir a vivir con tu tía Lavon por una temporada.


   En un bloque de pisos en un barrio al sur de San Francisco, en una cocina mohosa, un hombre estudia la fotografía envejecida de un hombre de cara joven y ojos aturdidos, en vaqueros y camisa de franela, apoyado sobre un Ford del 34, mostrando tembloroso una ristra de percas muertas y una botella de cerveza Carlsberg. 
   El hombre tiene la mirada perdida en otros tiempos. Los ojos grandes y redondos, de pronto se humedecen. Recuerda las voces que escuchó esa tarde, diciéndole a su madre cosas consoladoras. Recuerda haber escuchado su nombre repetidas veces esa tarde. El mismo nombre que el de su padre. Hermosas voces salidas de su niñez. 
   Sus hijos lo observan de pie, en silencio, a unos metros. Esconde una botella en el fondo del cesto de la basura en cuanto siente la llave girar en la cerradura. Se lleva el dedo índice a la boca, y emite un “¡shhh!” en dirección de los niños. 

   Es junio, pero debería ser octubre.

Diciembre de 2006


Epílogo

Escrito para el curso Literatura Moderna y Contemporánea a cargo de Washington Benavídes

Sabía que quería escribir un cuento que siguiera su estilo, sus búsquedas, su forma de emplear el lenguaje, el protagonismo de los objetos en su narrativa, de los diálogos, la forma de mostrar la incapacidad en los vínculos, sin decirlo explícitamente, sino a través de los detalles, de las descripciones, de las instantáneas que parecían componer sus relatos. Pero tenía que pensar una historia para contar. De gente que se quiere, pero no sabe qué hacer con sus vidas ni cómo manifestar sanamente ese amor. De gente que se escapa de sus incapacidades con el alcohol o con lo que sea. De gente que se está siempre escapando. Condenados a vivir repitiendo la infelicidad vez tras vez. No poder mantener un empleo digno. No poder mantener una familia. No poder estarse quieto en un lugar. Gente que se siente perdedora. Gente común y corriente. La gente de clase media y baja de pueblos y pequeñas ciudades del país de la libertad.

Y pensé: qué mejor material para escribir un cuento al estilo Carver, que refleje en algo mi acercamiento al autor, que tomar alguna porción de su propia vida, y completar los espacios en blanco. Eso fue lo que vino a mi mente, tras leer por segunda vez los cuentos que componen el libro De qué hablamos cuando hablamos de amor, el dossier del “Diario de Poesía” con una entrevista, algunos poemas incluidos en esa edición, y fundamentalmente el texto “La vida de mi padre” que según dice el material brindado por el docente, figura en la sección ensayos del libro Fires, donde aparece el poema “Fotografía de mi padre a los veintidós años”.  De allí saqué los componentes fundamentales para escribir este cuento, que plagia parte de su vida y diría también de su obra, pues esta última irremediablemente remite a la primera.
Las historias se repiten, en círculos que algunos tienen la fortuna de poder romper en algún momento de sus existencias. Carver, al parecer, fue un afortunado.



domingo, 3 de junio de 2012

Idea, Charly y yo



Cada uno habita su soledad como puede.
"Esta soledad, la conciencia. La efímera, gratuita, cerrada..."
Yo me enmimismo. Me enerizo.
Me retraigo hasta ovillar toda posibilidad de despliegue.
Eso cuando un conflicto me toma presa.
Y estoy segura que los demás me odian. Y siento lo que siento ahora.
Que necesito la protección de este acolchado. Las cobijas calientes.
Ellas no me odian. Porque no pueden, obvio.
¿Y yo? ¿Yo odio? Obvio, odio, ¡oh, dios!
Desactivar mi odio para que se acomode al justo medio de las pasiones bien llevadas. Y me deje respirar.
"Te quiero, te odio, dame más..."
¿Y yo? ¿Yo quiero? ¿Quién eros?
Activar mi eros para que se acomode al justo medio de las pasiones bien llevadas. Y me deje respirar.

¿Y "esta vanidad la conciencia"?

Cada uno habita su otredad como puede.

Junio de 2012