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martes, 5 de junio de 2012

Fotografías

Para Raymond Carver, y su mundo discursivo


   Llegó aquel día a casa luego de haber pasado algunas cuantas horas en la taberna de Jack, luego del trabajo. Había salido más temprano. No tenía apuro. Ya no tenía apuro. No tendría que madrugar al día siguiente. Ni al siguiente. Ni al siguiente del siguiente. No tendría que.

   Aparcó el coche en el camino de entrada, y esperó unos minutos echado con ambos brazos sobre el volante, el motor aún en marcha. Hasta que se cansó de esperar. La respiración no recuperaba su ritmo habitual. Tampoco era extraño este ritmo. Ni lo era el tembladeral en las piernas, ni el estómago retorciéndose, ni la visión borrosa, ni la sensación de que cada movimiento se precipitaba en una sucesión de hechos incontrolables. Bajar del coche y caminar hasta la puerta de entrada era algunas veces más difícil de lo que había sido otras tomar todas las cosas, mujer e hijo, y mandarse mudar a otra ciudad. Distinta o conocida, qué más daba.
   Acertar a la puerta de entrada. Encontrarla cerrada. Rodear la casa. Cerrada también la puerta trasera. Agitarla. Tomar un trozo de hierro del baño exterior. Forzar una ventana. Entrar.


   –Ven, Rana, debo decirte algo, subamos a tu dormitorio.– dijo con toda la tranquilidad que pudo imponerle a su rostro, que imaginaba rojo y desfigurado, al encontrar a su pequeño hijo sentado en el sofá, abrazado a la cazadora escocesa. Roja y negra como la suya. Se la había obsequiado al niño un cumpleaños atrás, mandada a hacer especialmente para él, con los ahorros de esos meses como afilador en el aserradero de la Cascade Lumber Company de Yakima.

   –¿Qué cosa papi?– preguntó el chico con voz entrecortada, apenas audible, al tiempo que sus ojos se abrían grandes y redondos, temblorosos, como cada vez que algo parecía asustarlo de muerte. Notó que abrazaba aún más la cazadora contra su pecho, y recordó la expresión de su rostro el día de recibirla, exactamente un año, tres meses y dos días atrás, junto con la noticia de que ya podría ir con él y con Bill y Les a cazar gansos. Tenía los ojos grandes y redondos entonces, pero esa vez no le temblaban como ahora. Solo un poco, tan luego su madre profiriera enfurecida: “Cariño: ¿cinco años te parece edad suficiente para que un chico vaya de caza?”

   Cada vez que volvía a casa de la taberna encontraba al chico durmiendo en el sofá, abrazado a la cazadora escocesa. Y allí estaba otra vez, inmóvil, con los ojos más grandes y redondos que haya visto en su rostro. No hablaba, sólo lo observaba, ahora de pie junto a la escalera. Llevaba puesto el pijama a rayas que le había confeccionado su madre con tela conseguida a buen precio en una venta popular de la ciudad.

   –Deja al chico en paz– ordenó la mujer- Te estuvo esperando por horas. Tuve que ir a buscarlo a la parada. Tras cada bus que se detenía y tú no bajabas decía “en el otro, mami, vendrá en el otro. Esperemos al otro”. Y mira a qué hora llegas. Necesitamos dinero, C.R. Estoy harta. - decía al tiempo que acomodaba los trastos de la cocina, sin echarle siquiera una ojeada. Hablaba fuerte y acomodaba. Él la veía hacer.

   –Tomaré otro empleo empacando manzanas en la envasadora. No sé qué haremos con el chico. Tenemos deudas que pagar y tú despilfarras tu salario emborrachándote en esa taberna apestosa. Igual que la de Leola. Ojalá no hubiera sido tan estúpida cuando te encontré allí aquella vez. No sé por qué permití que te acercaras. 
De pronto movía una taza del aparador a la mesa de la cocina, luego seguía con otros objetos, y al cabo de un rato, volvía a tomar la taza y la volvía a colocar en el aparador. Y proseguía:

   –Es que tus ojos brillaban. ¡Cómo brillaban! – hizo una pausa en sus movimientos, apoyó ambas manos sobre la mesada, de espaldas al hombre, los brazos estirados. El cuerpo inclinado hacia delante. Su cabeza parecía escondida, la mirada sobre un punto fijo en el espacio vacío de la mesada entre medio de ambas manos. 
Supo que debía decir algo, supo que debía hacer algo, acercarse hasta donde ella se encontraba. Quiso estirar esos minutos hasta encontrar las palabras. Detener el reloj. De pronto, súbitamente, la mujer volvió al movimiento:

   –Un buen día te dejaré fuera. Lo haré. Lo juro. Cambiaré las cerraduras y no podrás entrar. No me crees, ehh, pero lo haré. Llamaré a la policía si es preciso. No entrarás–  decía mientras retiraba el mantel de la mesa para colocar otro, el que luego volvía a retirar para poner un tercero. 

Observó el fregadero, luego la rejilla junto a él con la vajilla derramando agua, reposando mientras se secaba. Seguramente la habrían usado ella y su hijo para la cena, de la que no quedaban ya rastros. La casa estaba limpia y en orden. 

   –Lo juro. Lo haré. Y si intentas entrar, te golpearé entre los ojos con este colador– decía sacudiéndolo en el aire, y lo volvía a colocar en el cajón, y luego en la mesa, para volverlo al cajón unos segundos después. 

   El tocadiscos expiraba los últimos ecos de una canción que a ambos les gustaba escuchar. Recordó el preciso momento en que sacaba a bailar a esa chica de campo, grande y alta, siete años atrás, en aquel baile en Arkansas. Recordó que mientras escuchaban esos mismos sonidos que ahora se ahogaban, los cuerpos cercanos, en movimiento, la chica oliendo a naranjas, le contaba al oído que había tenido una linda novia hasta ese momento. Pero que eso ya era pasado. Que ahora sería su novio si ella quería, que la desposaría y se irían junto con toda su familia a otro lugar, en busca de un buen trabajo y un salario decente. Que tendrían siete hijos y un perro. Y una linda casa con baño interior. Al tiempo que recuerda, siente una punzada creciente en el estómago. Recuerda que la chica apenas aceptó un largo año después, cuando se encontraron casualmente en la acera, fuera de una taberna en Leola. Él salía ebrio. La chica seguía oliendo a naranjas. Como ahora huele la casa.

   La mujer continúa haciendo, sin mirarlo. Continúa diciendo. La ve ir y venir. De pronto recuerda al niño. Gira su cuerpo, y allí sigue él, parado junto a la escalera. Sus puños bien cerrados arrugan la tela de la cazadora a la que se aferran. Observa una gran mancha gris extendida a la derecha de la cabeza del niño. Mira con atención, y la mancha de humedad se vuelve una gran perca amarilla y espinosa. Una perca gigante sobre la pared de la escalera. Una imagen viene a su mente: un recuerdo de él y su mujer durante su primera época en Washington: él de pie apoyado al capó de su Ford de 1934, su sombrero viejo echado hacia atrás, con el ala hacia fuera, una cerveza en la mano y unos pescados en la otra. Una ristra de percas amarillas y espinosas. Piensa en esa fotografía. Se pregunta dónde estará. Tal vez en el cajón bajo el tocadiscos. 

   –Si en lugar de ir a la taberna luego del trabajo, tomaras otro empleo y trabajaras en esas horas, no estaríamos tan mal – continuaba la mujer mientras volvía a lavar la vajilla de la cena, ya seca. – Si al menos no fueras a la taberna después del trabajo...

   El chico lo seguía observando de pie, sin mover un solo músculo. Fue hasta el sofá y se dejó caer. Tomó algo debajo de un cojín, y le indicó al chico con la mirada seguida de un ligero movimiento de cabeza y cejas en dirección hacia lo alto de la escalera, que subiera a su dormitorio. El chico obedeció. Lo vio subir lentamente, tomado de la pared, hasta que desapareció en lo alto. Mantuvo su mirada por un rato en la gran perca que ahora parecía moverse, asfixiada. Bebió algunos sorbos directo de la botella en cuanto tuvo la seguridad de que la mujer no lo vería. Devolvió la botella a las sombras del cojín y emprendió el ascenso. Entró al dormitorio del niño, que se encontraba sentado sobre la cama, con los pies juntos, colgando a un lado, las pantuflas puestas. La cazadora lo rodeaba, descansando sobre su cuerpo, como si se tratase de una manta. 
   Retiró lentamente la cazadora, la colocó de lado. Allí vio las manos pequeñas de su hijo, palma con palma sobre sus piernas. Se arrodilló para estar a la altura de los ojos redondos y grandes del chico y dijo con voz pausada y serena:

   –Rana, hijo, tendrás que ir a vivir con tu tía Lavon por una temporada.


   En un bloque de pisos en un barrio al sur de San Francisco, en una cocina mohosa, un hombre estudia la fotografía envejecida de un hombre de cara joven y ojos aturdidos, en vaqueros y camisa de franela, apoyado sobre un Ford del 34, mostrando tembloroso una ristra de percas muertas y una botella de cerveza Carlsberg. 
   El hombre tiene la mirada perdida en otros tiempos. Los ojos grandes y redondos, de pronto se humedecen. Recuerda las voces que escuchó esa tarde, diciéndole a su madre cosas consoladoras. Recuerda haber escuchado su nombre repetidas veces esa tarde. El mismo nombre que el de su padre. Hermosas voces salidas de su niñez. 
   Sus hijos lo observan de pie, en silencio, a unos metros. Esconde una botella en el fondo del cesto de la basura en cuanto siente la llave girar en la cerradura. Se lleva el dedo índice a la boca, y emite un “¡shhh!” en dirección de los niños. 

   Es junio, pero debería ser octubre.

Diciembre de 2006


Epílogo

Escrito para el curso Literatura Moderna y Contemporánea a cargo de Washington Benavídes

Sabía que quería escribir un cuento que siguiera su estilo, sus búsquedas, su forma de emplear el lenguaje, el protagonismo de los objetos en su narrativa, de los diálogos, la forma de mostrar la incapacidad en los vínculos, sin decirlo explícitamente, sino a través de los detalles, de las descripciones, de las instantáneas que parecían componer sus relatos. Pero tenía que pensar una historia para contar. De gente que se quiere, pero no sabe qué hacer con sus vidas ni cómo manifestar sanamente ese amor. De gente que se escapa de sus incapacidades con el alcohol o con lo que sea. De gente que se está siempre escapando. Condenados a vivir repitiendo la infelicidad vez tras vez. No poder mantener un empleo digno. No poder mantener una familia. No poder estarse quieto en un lugar. Gente que se siente perdedora. Gente común y corriente. La gente de clase media y baja de pueblos y pequeñas ciudades del país de la libertad.

Y pensé: qué mejor material para escribir un cuento al estilo Carver, que refleje en algo mi acercamiento al autor, que tomar alguna porción de su propia vida, y completar los espacios en blanco. Eso fue lo que vino a mi mente, tras leer por segunda vez los cuentos que componen el libro De qué hablamos cuando hablamos de amor, el dossier del “Diario de Poesía” con una entrevista, algunos poemas incluidos en esa edición, y fundamentalmente el texto “La vida de mi padre” que según dice el material brindado por el docente, figura en la sección ensayos del libro Fires, donde aparece el poema “Fotografía de mi padre a los veintidós años”.  De allí saqué los componentes fundamentales para escribir este cuento, que plagia parte de su vida y diría también de su obra, pues esta última irremediablemente remite a la primera.
Las historias se repiten, en círculos que algunos tienen la fortuna de poder romper en algún momento de sus existencias. Carver, al parecer, fue un afortunado.



2 comentarios:

  1. Ya te lo dije, me gustó mucho, pero coincido contigo en que tiene poco del estilo Ceciliesco. Me transportaste a esa cocina, sentí que estaban al borde del precipicio y que las cosas solo podían salir mal.

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    1. qué lindo, lore, gracias! leíste a Carver? las atmósferas de sus cuentos tan compliquetis. Como vos decís: "las cosas solo pueden salir mal".

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