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domingo, 1 de julio de 2012

Quién de nosotros

Escribía para mitigar mi puta realidad. Harto de la promiscuidad en la que se habían convertido mis noches desde la separación de Marilina, necesitaba algo que me distrajera del permanente entrar y salir de mujeres. De la juerga diaria con los muchachos en el bar de Carlos, de la vida al pedo —constante queja de Marilina que terminó por acercarla a otros pantalones, distintos de los míos—.

Así es que empecé a escribir, al mes siguiente del abandono, impulsado por la yegua de Marilina que, no contenta con robarme la dignidad de macho bien plantado, me deja una carta —me deja por carta— con palabras tatuadas en mi orgullo: “No servís para nada. Muchos amigos, mucho boliche, mucho vínculo social, pero no servís para querer a una mujer. Me voy con otro. No sé para qué me molesto en explicarte. Probablemente en días no registres mi ausencia. Tal vez nunca lo hagas. Pero bueno, soy idiota y una parte de mí todavía espera el milagro. Ser más especial para vos que el resto del mundo, tu madre, tus amigos, tus conocidos, tus compañeros de laburo, el perro y el gato que te cruzás de camino a casa y la puta tortuga que te hace fiesta cuando llegás. ¡La tortuga te hace fiesta!  No querés encarar un psicólogo, bien. Entonces, ¿por qué por lo menos no escribís, ya que te salía tan lindo y así recuperás algo de la profundidad que algún día tuviste? No se puede vivir como bala perdida toda la vida. Que seas feliz. Marilina”

Marilina había leído mis redacciones escolares. La vieja aprovechaba la ocasión en cada almuerzo familiar para mostrárselas, orgullosa. Marilina la odiaba. Pero yo sé que no era sólo por molestarla que dejaba caer su incredulidad como al descuido: “Esa sensibilidad no es la de tu hijo. ¿Estás segura de que él escribió esas redacciones? ¿No te habrá embaucado, tan seductor que es tu hijito?”. Marilina no acreditaba que yo hubiera podido ser autor de aquellos textos.

Así es que, harto de mujeres y amigos, llené el abandono con ficciones. Me sentaba horas frente a la hoja, primero en blanco —mente y página— hasta que las palabras comenzaban a murmurar historias, para construirme con esos mundos cierta soledad que mi ser desconocía y que Marilina ansiaba.


Fui un joven solitario. De buenos modales, educado en colegios de estricta moral católica —donde el mero contacto físico era sospechado y perseguido—, los vínculos humanos no se me daban con facilidad. Por el contrario, eran en extremo fatigosos e intimidantes para mi atormentado espíritu. No tenía amigos. Mis compañeros no me incluían en sus juegos. Me miraban como a un ser extraño, sistemáticamente excluido de las confidencias. Ni tenía con quién conversar en las temporadas de vacaciones, que pasaba junto a mi familia hasta volver al internado. Mi madre era un ser estricto, educada a la vieja usanza, en una escuela de señoritas, antes de inmigrar con su familia a este país. Le decían “la lady” en el vecindario, en claro tono de burla que mi madre despreciaba calmosamente. “Gente no educada, hijo”, decía, ignorando a todos por igual, tras lo que daba por concluido el asunto sin modificar en un ápice la expresión de su cara. Mi madre era rígida, poco afecta a las manifestaciones pasionales de la índole que fueren, como abrazarme o elevar tan siquiera un poco el tono de voz. Su expresión verbal era siempre refinada. No le descubrí en vida un solo insulto. Ni en las situaciones más adversas. Jamás perdía la buena educación, ni la compostura.  Así es que crecí sumergido en el único mundo que exorcizaba mi soledad, mis temores, mis deseos inconfesables —principalmente para mí mismo—: el de los libros. Viví las pasiones de los personajes de cada libro, sustituto de mi árida realidad inhabitable por mundos cálidos y emocionantes, colmados de personajes desbordantes de vida y encanto. Recorrí con Julio Verne veinte mil leguas de viaje submarino, sentí el mareo de estar en un globo dando la vuelta al mundo en ochenta días, o yendo al mismo centro de la tierra. Viví junto a Salgari las emociones de Sandokán el Tigre de Malasia que, con la fidelidad de sus amigos/tripulantes, juró vengarse de quienes lo desposeyeran de su trono, matando a su familia. Era todos ellos, como en mis sueños.  Me sentaba a leer en cualquier lado: bajo un árbol del jardín de la casa de mis padres, en mi habitación, en la cocina, en el baño, y hasta bajo la cama del internado, munido de una pequeña linterna de luz blanca que había tomado prestada de un cajón de la biblioteca de mi padre, como al descuido, sin que jamás lo notara.  Esos mundos maravillosos de los libros ocupaban buena parte de mi día. Hasta que la situación económica de mi familia sufrió un duro revés, y debieron cambiarme a un colegio mixto, público. Fue allí que la conocí, y el mundo circundante cobró interés para mí, empezó a existir, corporeizándose.

Marilina me sonrió en el primer momento. Creo que incluso se puso colorada. Me la presentaron unos amigos, en una asamblea de estudiantes en el IAVA. A mí no me interesaban demasiado las cuestiones gremiales, pero era un tipo muy sociable que atraía sin saber por qué a todo humano a mi paso. Y lo usaba a mi favor, claro. Mi principal interés por aquellos tiempos, casi el único, eran las mujeres.
Marilina sí, Marilina era militante. Ya se adivinaba la hembra en la que se convertiría. Utilicé mis encantos naturales y la seduje hablando de la próxima huelga en ciernes, de las películas que estaban pasando en Cinemateca y de algún otro asunto que habré sacado de la galera tras observarla un poco, haciendo gala de mi consabida habilidad de seductor nato. No era un tipo muy atractivo, pero se me daba bien la labia. Mi verba las desarmaba. Un rato de charla me aseguraba el rato de cama. Mi lengua era el mismo falo. Ineluctable. Charla, telo; siempre se daban en ese orden. Con Marilina fue distinto. No era mina fácil. “Tiene conciencia social”, “es inteligente”, me decían los muchachos de la barra del IAVA. Se interesaba en temas que a las demás mujeres con las que me encamaba no les preocupaban. Me costó mucho trabajo llegar a su cuerpo. Cuando reparé en los efectos de esa seducción, ya era tarde. Me había transformado.

Basta. No quiero pensar en Marilina. Andará revolcándose con algún frígido antisocial que, como no tiene vida, se agarrará de ella y la llenará de atenciones, solo a ella, reina, única en un mundo hecho solo de dos, como ella quiere. ¿La cogerá tan bien como yo? ¿Disfrutará como conmigo? ¿Pasarán horas en la cama, acariciándose, como lo hacíamos? Basta.


Desde ese entonces ella entró en mi mundo, para no irse jamás. Fuimos compañeros de clase en esos últimos años escolares, y luego compartimos algún año de secundaria. Recuerdo la ansiedad que por días precedía a la publicación de las listas de conformación de los grupos curriculares de cada año. Cuando veía su nombre en el mismo listado en el que se encontraba el mío, sentía una alegría desbocada creciendo desde el pie, que debía ocultar a los demás jóvenes parados a mi lado, quienes sí gritaban efusiva o tristemente cuando se encontraban o no con quienes querían entre esas letras desprolijas de los listados, las más de las veces escritas a mano. Mi alegría duraba días y días. Tendría un año entero de verla varias horas por día, de escucharle la voz recitando poesía o respondiendo con desparpajo a las preguntas de los profesores. Viéndola moverse, reír, charlar. Aquello era el paraíso. En esos días casi no leía. No necesitaba otros mundos de ensoñación. Tenía el mío. Me hacía toda clase de historias; ella y yo protagonistas. Empecé a escribirlas. Llené cuadernos.

Hace ya varios meses que Marilina se fue con otro. Un poco menos, que mi lengua perdió su estado erecto. Ya no seduzco a nadie. La tortuga no me hace fiesta. Los muchachos me siguen llamando cada tanto, animándome a pasar por el bar de Carlos. Me dicen que está lleno de minas divinas, que vienen avisadas de mi buena labia. Que Clara, la de caderas generosas, anduvo preguntando por mí. Pero mi negativa va espaciando cada vez más los llamados. Y me alegro. Sólo quiero escribir.

La vieja me putea en cada encuentro, con su típica boca de caño. Intercambiamos reproches en tonos que suben y bajan. Dice que me he convertido en un boludo. Que ando todo el día triste, y que yo no era así. Que cuándo voy a encontrar otra mujer. Que cuándo le voy a dar nietos. Que me deje de joder y encare la vida, como ella me enseñó.

Mis años liceales transcurrieron sin mayores sobresaltos. Mis padres siguieron ocupados en sus cosas, y yo tranquilo en mi habitación, mirando por la ventana y escribiendo. Ella vivía en el edificio de enfrente. Cuarto piso. Tercera ventana desde la derecha. Cuando se asomaba y me veía mirándola desde mi ventana, quería suicidarme. Me escondía inmediatamente tras las cortinas, muerto de rabia, por mi imperdonable imprudencia. “Estúpido, estúpido”, me decía, mientras gateaba por el piso hasta salir de la habitación, ofuscado de imbecilidad.
A los trece la descubrí fumando, agazapada con su mejor amiga en la esquina, bajo una escalera que formaba un hueco donde entraban algunos cuerpos agachados. Sentí su perfume. Era ella. Un vértigo me invadió. Me hice el tonto. Tenía muchos amigos, hombres y mujeres, que venían a buscarla a toda hora. Pasaba largos ratos sentada en el portón del edificio, conversando y fumando, ya a esa altura sin tapujos. Su cuerpo se volvía más sinuoso cada año. Mis historias con ella pasaron de la ingenuidad de la ternura a la pasión más alocada, lo que me obligaba a encerrarme en el baño tras algunas líneas llenas de erotismo en las que nos colocaba en lugares inverosímiles, afiebrados de deseo, desnudando lo más prohibido. Volvía a mi habitación vacío y lleno de culpa.  El tiempo siguió pasando. Terminamos la secundaria. Empecé a trabajar en la empresa de mi padre. Comercio exterior. Ella empezó Bellas Artes. Al tiempo se hizo fotógrafa. Era muy buena. Tenía una vida social poblada y en movimiento.
Me encontré con Clara cuando volvía del trabajo, el otro día. Hizo su conocido pavoneo: un movimiento de caderas, una sonrisa de hembra en celo, puso su mano sobre la zona de mi lengua en reposo. Esperaba que se despertara aquello. No sucedió. Le pedí disculpas. Se fue ofendida.

No dejo de pensar en Marilina. No soporto mirar la almohada donde apoyaba su pelo cada noche, donde lo veía revuelto cada mañana. Donde quedaba impregnado su perfume. Huelo la almohada. Desde que se fue no sé de ella. ¿Estará planeando casarse con el frígido? ¿Estará embarazada? Feliz en su mundo de reina soberana.

Mi vida acusaba una monotonía rara vez modificada. Trabajo, lectura, de vez en cuando escritura, búsquedas en internet de exposiciones fotográficas, de pintura, de escultura y otro día que volvía a empezar igual. La excepción se producía cuando, de mejor ánimo, me atrevía a espiar el bar de aquella esquina cerca de la rambla. El de su amigo Carlos. El que realiza sus exposiciones fotográficas. La veía desde afuera, agazapado tras un árbol, a través de las grandes ventanas en medio arco.
Hasta ayer.
Me llamó. Marilina me llamó. Sonaba alegre. Le pregunté cómo estaba. Me pidió para vernos. Con miedo a una noticia que me destruyera, pero con ilusión de algo bueno, le dije que sí, que viniera a casa. Me dijo que prefería un bar. Temí. Me tranquilizó algo en su voz. Algo que había olvidado. Era un color especial. El mismo que tenía su voz cuando me hablaba en el patio del IAVA. Le dije que eligiera el lugar. Me dijo: “Mañana en el bar de tu amigo Carlos”. Asentí.

Abocado a la tarea de divisarla tras el gran vidrio de la ventana —se me había perdido de vista—, me distraje de manera imperdonable. No percibí que unos pasos se acercaban. La mujer de largo tapado hasta los tobillos y forma de guitarra se detuvo junto a mí y, asombrada, exclamó: “¡Pero si sos vos! No lo puedo creer. Tanto tiempo sin verte. ¿Qué hacés acá parado? Hace mucho frío. Vení, entrá conmigo al bar de Carlos y la ves a… ¿Te acordás de nosotras, no? Soy Clara”. Por supuesto que lo sabía. Me asaltó la escena bajo la escalera, el olor del cigarrillo y ese perfume. Era su mejor amiga, desde la secundaria. No podía creer lo que estaba pasando. El vértigo me tomó por completo. Cuando me quise dar cuenta ya estaba dentro del bar, conducido por Clara que me llevaba del brazo.

No había otro. No había un frígido, más que yo mismo. Esto es lo último que escribo. Todavía tengo que cambiar los pañales de Nico. La tortuga me mira impávida. Marilina me llama a comer.

Marilina se acerca. Saluda a Clara con un abrazo animado. Mira el rostro de a quien Clara traía del brazo. Entrecierra los ojos, como terminando de convencerse. Y me dice con esa voz que ni en mis mejores sueños creí me sería dirigida: “¡Pero mirá quién sos! Finalmente te animaste a entrar. ¿Me vas a dar pelota algún día?”. Me abraza. Es una eternidad.
Le pido un segundo, tomo rápido un lápiz del mostrador que le pido con un gesto a su amigo Carlos, saco mi cuaderno e, inclinado sobre una mesa, garabateo unas líneas finales: “No había otro. No había un frígido, más que yo mismo. Esto es lo último que escribo…”

1º de Julio de 2012



3 comentarios:

  1. Muy bueno, Ceci! Mordés el anzuelo en el primer párrafo y ni siquiera te suelta al final, seguís dando vueltas sobre el último giro. Me encantó!

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  2. Logra transportar al lector a contextos temporales y espaciales que generan en una experiencia totalmente vivencial.

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