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lunes, 27 de agosto de 2012

Las cuitas del bicho Calón

Cuando empezó el dolor en el estómago, supe que vendrías sin demora de donde estuvieras, cargada de libros. Siempre remediaste los dolores con lecturas. 
¿Te acordás cuando tenía doce años y un asma rebelde me incapacitó para jugar aquel campeonato de fútbol con los chiquilines de la barra? Le pediste a mamá que te llevara a la biblioteca comunal, y volviste con dos libros para mí.  Mamá tuvo que pelearse con la bibliotecaria, primero apelando a la compasión, y ya luego directamente a vaciar el contenido de su mente, que como estrategia no era muy efectiva, pero que la dejaba ciertamente aliviada. No así al que la acompañaba, normalmente uno de nosotros, que ante la primera apertura de ese esfínter bucal, y cada vez en forma más inmediata, sentía arder un fuego en las mejillas, al tiempo que se iba replegando con extremo cuidado hasta colocarse detrás del primer mueble que cubriera la mayor cantidad de su humanidad posible, convertida en un bicho bolita. A papá se le complicaba un poco más la operación «rajemos sin ser vistos» –los muebles  cercanos difícilmente tenían las dimensiones adecuadas, suponía yo– por lo que terminaba pidiendo las disculpas ajenas del caso, y nombrando siempre una calderita de lata, que vos nunca entendías qué tenía que ver con mamá. Habrá empezado con un «no sea necia»,  habrá seguido con un «qué belinuna»  y mejor no saber con qué habrá terminado. «¿Qué le va a hacer darte un libro más de los permitidos? Por Dios, habráse visto, negarle los libros a una niña. Esta mujer es una grandísima essstúpida, vamos» –mamá siempre exageraba esa ese; sólo la de esa palabra, estúpida–. Es que mamá no estaba registrada en el sistema. Sólo vos lo estabas y ya tenías en casa dos libros que habías sacado la semana anterior. La bibliotecaria era una persona apegada a la ley, y en esa ley, sólo se permitían dos libros por usuario. Mamá volvió despotricando, como siempre en estos casos; yo la escuchaba desde mi cama de convaleciente, apenado de mi mala suerte, cuando vos te apareciste con dos libros en la mano, lo que causó el inmediato elogio de papá, que tenía una tendencia natural al elogio fácil cuando de vos se trataba, lo que en este caso parecía acertado, mal que me pesara. Levantar los tendales de insultos que mamá dejaba por el camino, y revertir la situación, era realmente proeza de valientes. Me pasé dos semanas leyendo Mujercitas. Y otra más un horroroso libro desbordante de sentimentalismos rosa, que tenía nombre de mujer (¿Verónica?). No tuve allí el valor de echarte en cara semejante desatino, que papá juzgó de adorable, condenándome a masticar secreta y apasionadamente la bronca de la injusticia  –estrategia que ciertamente no aprendí de mamá–. Yo, que vivía sumergido en el mundo de La isla del tesoro y hacía planos de islas con cruces rojas donde estaban enterrados aquellos secretos invaluables que imaginaba, te odié y te amé en silencio. Siempre quedabas como buena hermana, así me enchufaras aquellos bodrios espantosos. Papá y mamá sólo tenían ojos para lo grueso y tierno, no para esos ínfimos detalles del odio y la chicana, en los que yo palpaba con claridad tu malicia. Cuando papá se fue de mi cuarto aquella mañana, me contaste la verdad: no había ninguna hazaña, y de la bibliotecaria huiste como de la peste que salía de la boca de mamá. Eran tus libros los que me prestaste, y antes que el «inocente gesto de ternura de tu hermana», yo vi bien los tejes y manejes de araña ponzoñosa. Años antes, en una continuidad del odio que puedo pesquisar para atrás hasta tu ombligo, había surgido de las profundidades del océano, mi bicho Calón, que tantas amarguras te causara. Eras fácilmente sugestionable. Sobre todo en aquella remota época en que el tiempo que nos llevábamos representaba un tercio de tu edad y sólo un cuarto de la mía. El tiempo dorado en que podía manipularte sin culpas, y en el que te subordinabas con poco trabajo a mis palabras sabihondas de hermano mayor. 
Ayer me llamaste, y te mentí. Siempre te miento. Y vos te quedás tan tranquila. No me atrevo. Se me hace un agujero en el estómago al imaginar la imposible situación de contarte que no existe Amanda. Que no me voy con ella a casa de sus padres en Pinamar, cada fin de semana. Que Francisco, su sobrino, no me hace leerle a Stevenson cada vez que me encuentra desprevenido, adormecido bajo la parra que da unas uvas dulces deliciosas, con el color azul oscuro que a vos tanto te gustaba cuando éramos chicos y mamá te rezongaba porque arrancabas las más negras de los racimos que ella ponía sobre la mesa después de la comida, y los dejabas desdentados, y papá un día te dio una paliza, porque le discutiste fiero a mamá, que te decía que eso no se hacía, y vos le retrucabas que por qué te ibas a comer las uvas que no te gustaban, y que qué diferencia hacía que te llevaras el racimo a otro plato o lo comieras directo de la fuente, y la discusión terminó con el famoso y previsible «porque lo digo yo, que soy tu madre», y el tono de voz de ambas había ido en aumento, y papá tuvo que terciar con su mano todopoderosa y todo volvió al silencio.  Después de tu llanto, claro. Me miraste con odio. No puedo olvidar los puñales de esos ojos grises clavados en los míos. No te defendí. Quedé como testigo mudo que veía venir de no tan lejos la pesada mano de papá como en un ritual largamente anticipado. Todavía me escucho rezar piel adentro, mientras mi lengua no articula palabra: «no sigas por ahí, no le digas eso a mamá, no levantes la voz, no le contestes eso, decile "perdón" a mamá, no sigas, no comas otra uva directo del racimo, ¡qué hacés!, ¿sos boba?, papá ya está interviniendo, decile que te equivocaste, no lo sigas haciendo. No, no, no le digas eso. Papá no levanta la voz como mamá que grita. Papá levanta… no, no, ¡la mano no! Esos ojos llenos de lágrimas, indignadas lágrimas. No me mires así, no es mi culpa. Sos boba. Yo te avisé con los ojos. Mejor me voy a dibujar».
Irma me preguntó el otro día, con la sobriedad con la que se dirige a mí –¿le habrás contado alguna vez del odio visceral  que arrastro hacia las empleadas domésticas desde que íbamos a la guardería (ya sé, no se le dice más así, no me rezongues, es horrible, pero en aquella época…), y a papá lo había destituido la dictadura, y mamá tenía que trabajar el doble, y papá, con estudios universitarios, buscaba changas de vigilante en una obra, porque teníamos que fiar en la panadería y el almacén los últimos diez días del mes, y cualquier trabajo era bienvenido si arrimaba algunos pesos, ¿te acordás?, y tenían que contratar a una señora que pudiera limpiar un poco y quedarse con nosotros cuando no estábamos en la guardería, sobre todo lo último y no tanto lo primero y en esa época todo era más bravo, y las señoras no eran niñeras como las de ahora y amorosas como las de ahora, nos daban una biabas bárbaras, y nos hacían dormir la siesta aunque no quisiéramos, aunque imploráramos para ver los dibujitos, así no las molestábamos cuando venía el novio a visitarlas, que después nos enteramos que era milico y teníamos que cubrirlas y no contarle nada a nadie, fundamentalmente a papá y mamá, y los vecinos tampoco contaban, por lo del novio milico, que no entendíamos mucho qué era, pero sabíamos que verde aceituna y miedo eran palabras que iban juntas, y una vez una se enojó contigo, la del milico, porque no querías tomar la sopa antes de la guardería y te obligó a tomarla, y terminaste vomitando sobre la sopa y se enojó más y te quiso hacer comer la sopa vomitada, mientras te gritaba y vos empezaste a llorar sin consuelo y la mujer cambió su expresión, por suerte cambió su expresión y enseguida abrió un paquetito con cuatro ojitos, y te los puso delante de los ojos acuosos que se te desteñían con tanta humedad y empezó a decirte en un tono muy otro, repentinamente dulce: «mirá, mirá qué ricos ojitos te compró mamá para la guardería, deben estar deliciosos, ¿querés uno?, mirá qué ricos. ¿No te gustan los ojitos que te compró mamá?», y vos tratabas de dejar de llorar, pero no estabas tan loca, y no podías pasar del llanto a la tranquilidad en un instante, como ella hacía con el tono de su voz; no, no estabas tan loca y te diste cuenta que mejor dejabas de llorar rápido, pero te quedaban esos estertores últimos del llanto, como cuando lloraba la Chilindrina y quería hablar y no podía, y le salía todo entrecortado, y yo otra vez sólo miraba, mudo, sin lengua comida por ratones hambrientos, sino paralizada por algo que no podía precisar? –te decía que Irma me preguntó si me había separado de Amanda. La debo haber mirado con el mismo viejo odio actualizado, creciendo en un instante ante su impertinencia, trasparente odio vistiendo mis ojos y mi semblante, pobre Irma, porque me dijo enseguida, sin que yo llegara a articular palabra: “disculpe, no quería ser indiscreta. Es que me dio pena, parecía buena muchacha y su hermana el otro día cuando fui a limpiar a su casa, me preguntó si podía darme un libro para Amanda, ya que yo venía hoy para acá, y no supe qué decirle, porque hace algunas semanas que me doy cuenta que no hay más cosas de ella por esta casa”. 

sábado, 11 de agosto de 2012

Laberintos

Él

Sólo quería hundirme en ella. Cada noche. Cada una. Sin excepciones. Desde el principio de nuestros tiempos. Se lo murmuraba suplicante, recuperada la calma después del vaivén, aún unidos tras las pulsaciones rítmicas que todavía podía sentir latir unos segundos más en mi extremidad vuelta al reposo. Nos quedábamos un rato así. No daban ganas de salir. El pulsar de sus paredes era tibio, sudoroso, acogedor. Me invitaba a las confesiones, para las que yo, salvo allí con ella, no estaba hecho. Era un yo desconocido ese que usaba mi boca, mi voz, que irrumpía en mi cuerpo, haciéndole estrenar emociones que antes no estaban y que se sentían siempre un poco extrañas. No ajenas, sino más bien raros asaltos al continuo, una especie de: ¿y esto? ¿y este sentir tan diferente del de la tarde, del de hace tan solo una hora? ¿y este estar acá, ahora, así, y no saber qué voy a sentir en dos minutos, en qué va a desembocar este estar acariciando que me afloja la lengua y me hace escucharme decir cosas que desconozco, y todo mientras sigo dentro de ella? Este vértigo. Este no poder decir, “esta boca es mía”, pero saber que es mía, sí, es mía. Y entonces decidirme por lo seguro: “quiero hundirme en vos cada noche. Cada noche. Cada una. Sin excepciones”. De eso sí estoy seguro.

Si bien dormíamos juntos varias veces a la semana, ella sólo algunas aceptaba las invitaciones de mis manos bajo las sábanas. Menos veces proponía. Normalmente estaba demasiado cansada, o se tenía que levantar demasiado temprano, o sencillamente “hoy no”, “no tengo ganas”. 

Acostumbrados al arte de la retórica, mis brazos elocuentes sabían persuadirla, combinándose con esta boca desbordante de inventio, prometedora de jugosos paraísos. Sabía cuando su boca aceptaba a la mía convencida, porque allí se iniciaba una danza de lenguas entreveradas en una cadencia de oleadas crecientes, donde por momentos temía ser devorado. Las figuras de su literatura erótica empezaban siempre por la boca, que a poco de despertar, libando el zumo de mi dispositio, imploraba, consumida de locura, que internara la metáfora de mi lengua, y no mi lengua, en su boca sur burbujeante. El acto la tomaba por completo, la consumía, dejándola exangüe. Amaba sentirla desfallecer hundido en ella. Aunque mi cúspide se frustrara. Eso no me importaba. Sus estremecimientos eran obra de mi cuerpo, de mis manos, de mis dos lenguas. Yo era la causa de su deseo. 

Otras veces, demasiadas, su boca respondía evasiva, tibia, y entonces me sabía impotente; pero esa misma impotencia como una cruz no me permitía frenar aquello para evitar el mal trago que se sucedía. Mi virilidad puesta a prueba. La presencia de mi deseo avasallante activaba la pantomima de su respuesta, que yo sabía fingida, porque conocía su fuego verdadero. Desnudos como nosotros quedaban mi deseo desbocado y la ausencia del suyo, su simplemente estar, como la cama está, las almohadas, el semen que resbala manchando las sábanas, el despertador. Esas veces no había confesiones. Sólo caricias y silencio. Y un sentir ambiguo.

Algunas noches ella juega con mis rulos, mientras intenta contarme la historia repetida y nunca terminada, de cómo mi rojiza y enrulada cabellera fue la protagonista de su deseo por mí. No la dejo. Le hago cosquillas para evitarme la incomodidad de escuchar cosas que no creo. Ella ríe, se aparta como puede de mis brazos, se desespera. Intenta terminar su historia cada vez. Pero cada vez, no la dejo. Y más se desespera. Se concentra en mis dedos, les dedica miradas, intenta escudriñarlos con los suyos cuando quito las manos, me doy vuelta y me duermo. ¡Por qué no habré heredado las manos anchas y recias de mi abuelo!

Tiene un cabello precioso. Largo, lacio, suave, negro. Se le cae, dice amargada. No me doy cuenta. Le dedica planchas y charlas, y no la entiendo. Me aburre. No entiendo tantas energías puestas en algo tan ínfimo como el pelo. El mío es indomeñable y no me detengo en eso. 

Me gusta ella. Me gustan sus pechos, y cómo reaccionan a mis manos –que quisiera fueran más viriles, para que ella no los retire tan pronto la acarician–. Adoro sus caderas, sus piernas cuando engordan, y también cuando están más escuetas. Amo su abdomen y su cintura, incluso cuando pierde la forma. Me enloquece su cola, aunque ella insista en taparla y se queje de sus pozos. ¡Qué me importa su celulitis! Su boca es mi delirio. Su inteligencia me embriaga. Es buena gente.

No me gustan sus humores, cuando ladran o refunfuñan. No me gusta su excesiva necesidad de hablar de todo. No me gustan sus pies, aunque tampoco me molestan. No me gusta su exigencia con todo, para todo; contra ella misma. No me gusta que me analice. No me gusta que me rompa la paciencia con sus preguntas existenciales esperando en la gatera. No me gusta su inseguridad. Sus miedos siempre listos para la fuga. No me gusta que me esté encima. Me gusta ella. 

Pero sé que no me quiere. Cada vez más mi retórica fracasa y dormimos sin besarnos, y se me cierra el pecho y necesito hundirme en ella, y no puedo. Los silencios se hacen más grandes, acunando a sus negativas. Duelen. No me quiere. La impotencia no me impide intentar lo imposible. Mis manos se ponen en marcha, como mi boca. Fracasan. No le sirvo. No me quiere. 

La impotencia no me impide intentar lo imposible…

Ella

Estoy angustiada. 

Tengo que adelgazar. Estoy tan incómoda con mi cuerpo. Ya no sé qué ponerme, ya no sé cómo cargar estos quilos que me sobran. Los odio. Quisiera estar sola. No quiero tener que desnudarme frente a un hombre cada noche. No quiero nada. Quiero comer hasta reventar. Y seguir comiendo, porque todo está perdido. Me molesta su presencia en mi cama. No soy mujer. No tengo deseos. No quiero iniciar el jueguito. No quiero este cuerpo. No quiero nada. Quiero dormir.

Tengo miedo de perderlo. Pero ¿qué me ve? Intento hacerme la dormida. Le digo que estoy cansada, que mañana madrugo –él madruga más, y nunca está cansado para esto–, que es insaciable, que no puede vivir así, que no es normal que alguien quiera todo el tiempo. Temo su pregunta como respuesta, y entonces acepto su invitación. El resultado rara vez incluye las perdices. Más veces termino lastimada porque la fricción hace lo suyo si el ambiente no es húmedo. Y no está húmedo cuando no levanto este muerto, el de mi deseo. Y la cosa se pone fea, porque me dejo lastimar, sin que él lo sepa, pero es igual, porque allí queda, en ese lugar. Lo intento. Juro que lo intento. A veces el deseo aparece tras las primeras caricias de esas manos tan lindas que tiene. Me enloquecen sus dedos largos y delgados. Amo esas manos de hombre –a mis amigas les gustan las manos grandes y varoniles. Les hemos dedicado largas tertulias. A mí me encantan las delicadas. No puedo estar con un hombre de manos toscas, gruesas–. Me acaricia con tanta suavidad, que muchas veces tengo que aguantar la catarata de placer por temor a que me lleve demasiado temprano a la desembocadura más honda. 

Empieza generalmente acariciándome el vientre. Si me preguntaran en qué momento me siento mujer, cuándo tengo esa conciencia, diría que es cuando inicia su ritual amatorio, y desliza sus manos hacia mi vientre. Ese instante es, para mí, plena vivencia de mi ser mujer. No es en la plena cópula. No. Es cuando veo su deseo depositarse en mi vientre, dirigiendo todo su cuerpo hacia un punto en el tiempo y el espacio, al que dedicará toda su atención por un buen momento: yo. Me siento elegida por un hombre que me enloquece. Henchida de femineidad. Mi vientre y mi yo femenino, en intercambiable metonimia. (¿Ahora uso sus expresiones? Aunque él me corregiría: ¡es sinécdoque!, seguro me diría. Y eso me enojaría, pero también me encantaría y empezaríamos una discusión que él terminaría como siempre: haciéndome cosquillas, diciéndome «peleadora», dándome besos, porque siempre entro como un caballo).

Otras veces empieza por mis pechos, a los que siento crecer, aunque no lo que quisiera. Siento vergüenza de su pequeñez, y los retiro. Me da vergüenza retirarlos, y los dejo un poco, y disfruto a medias –la vergüenza siempre está ahí molestando–. Tengo miedo de que se pierda mi femineidad –para mí, hondo misterio– ante él en esa planicie apenas ondulada. Temo que se dé cuenta y se vaya. Hace tiempo que los acaricia y aún no se ha ido. Pero el temor se reedita cada vez, y los saco. Y los dejo. Y los saco.

Por lo mismo acepto más invitaciones de las que debería: una mezcla de no hacerlo sentir mal, con un miedo a que me deje si no le doy lo que quiere. 

Muchas veces quiero. Pero no quiero cuando él quiere. Quiero cuando yo quiero. Casi siempre quiero cuando no puedo.

Él quiere siempre. Me lo hace saber después del sexo. Si bien una verba desbordante y sincera sólo lo acompaña cuando habla de sus pasiones intelectuales o futbolísticas, y mayormente en presencia de alguna copa suelta-lenguas, y otros que lo sigan –nunca para hablar de sus cosas sin una cama de por medio–, culminado un buen encuentro amoroso, la lengua le queda floja, como si hubiera tomado y hubiera estado discurriendo sobre Foucault o Aristóteles, y es su momento de confesar su alma en pena. Allí empieza su larga elegía por el amor que se le retacea y soy la responsable de sus penurias. Me sobreviene un odio profundo. Quisiera apretar el botón eyector. Le tomo el pelo, “¡qué tragedia griega!” y si insiste, me doy media vuelta bufando mi descontento. Pero el fantasma se hace presente: “me va dejar, tarde o temprano, me deja”.

Si supiera las cientos de veces que quisiera dormir en su abrazo, acariciarlo calma hasta que nos aliene el sueño. Eso sí quiero, todas las santas noches. Pero no puedo proponerlo. Me arriesgo a que quiera más, y tenga que suceder aquello. Y estoy gorda y fea, mis piernas se han ensanchado, un pozo al lado del otro, tengo rollos que no estaban, mi soso pelo ahora además emigra al suelo o a la almohada, y así no quiero. Entonces esos días, me acuesto en el borde de la cama, no lo rozo, no lo miro, me hago la dormida, y me quedo con las ganas de sentir su respiración en mi cuello, o el perfume de esos rulos divinos sobre la almohada, o el movimiento de su pecho cuando sube y baja al compás de sus ronquidos. 

Ellos

Él la abraza, la besa, le dice cosas al oído. Ella le responde, al tiempo que enhebra los dedos en sus rizos, haciendo tirabuzones. Se ríen. Él le hace cosquillas. Ella lo rezonga. Él le dice que se calle. Ella le dice que no entiende por qué le molesta que le cuente cuánto le gustaba antes de ser “nosotros”. Él le dice que ya no hable, que lo bese.

Se enredan las bocas, los cuerpos distraídos, empiezan el amor.

Ella olvida una pastilla. Él olvida un preservativo. Ella olvida la fecha. Él olvida preguntarla.

El vientre no olvida.