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sábado, 11 de agosto de 2012

Laberintos

Él

Sólo quería hundirme en ella. Cada noche. Cada una. Sin excepciones. Desde el principio de nuestros tiempos. Se lo murmuraba suplicante, recuperada la calma después del vaivén, aún unidos tras las pulsaciones rítmicas que todavía podía sentir latir unos segundos más en mi extremidad vuelta al reposo. Nos quedábamos un rato así. No daban ganas de salir. El pulsar de sus paredes era tibio, sudoroso, acogedor. Me invitaba a las confesiones, para las que yo, salvo allí con ella, no estaba hecho. Era un yo desconocido ese que usaba mi boca, mi voz, que irrumpía en mi cuerpo, haciéndole estrenar emociones que antes no estaban y que se sentían siempre un poco extrañas. No ajenas, sino más bien raros asaltos al continuo, una especie de: ¿y esto? ¿y este sentir tan diferente del de la tarde, del de hace tan solo una hora? ¿y este estar acá, ahora, así, y no saber qué voy a sentir en dos minutos, en qué va a desembocar este estar acariciando que me afloja la lengua y me hace escucharme decir cosas que desconozco, y todo mientras sigo dentro de ella? Este vértigo. Este no poder decir, “esta boca es mía”, pero saber que es mía, sí, es mía. Y entonces decidirme por lo seguro: “quiero hundirme en vos cada noche. Cada noche. Cada una. Sin excepciones”. De eso sí estoy seguro.

Si bien dormíamos juntos varias veces a la semana, ella sólo algunas aceptaba las invitaciones de mis manos bajo las sábanas. Menos veces proponía. Normalmente estaba demasiado cansada, o se tenía que levantar demasiado temprano, o sencillamente “hoy no”, “no tengo ganas”. 

Acostumbrados al arte de la retórica, mis brazos elocuentes sabían persuadirla, combinándose con esta boca desbordante de inventio, prometedora de jugosos paraísos. Sabía cuando su boca aceptaba a la mía convencida, porque allí se iniciaba una danza de lenguas entreveradas en una cadencia de oleadas crecientes, donde por momentos temía ser devorado. Las figuras de su literatura erótica empezaban siempre por la boca, que a poco de despertar, libando el zumo de mi dispositio, imploraba, consumida de locura, que internara la metáfora de mi lengua, y no mi lengua, en su boca sur burbujeante. El acto la tomaba por completo, la consumía, dejándola exangüe. Amaba sentirla desfallecer hundido en ella. Aunque mi cúspide se frustrara. Eso no me importaba. Sus estremecimientos eran obra de mi cuerpo, de mis manos, de mis dos lenguas. Yo era la causa de su deseo. 

Otras veces, demasiadas, su boca respondía evasiva, tibia, y entonces me sabía impotente; pero esa misma impotencia como una cruz no me permitía frenar aquello para evitar el mal trago que se sucedía. Mi virilidad puesta a prueba. La presencia de mi deseo avasallante activaba la pantomima de su respuesta, que yo sabía fingida, porque conocía su fuego verdadero. Desnudos como nosotros quedaban mi deseo desbocado y la ausencia del suyo, su simplemente estar, como la cama está, las almohadas, el semen que resbala manchando las sábanas, el despertador. Esas veces no había confesiones. Sólo caricias y silencio. Y un sentir ambiguo.

Algunas noches ella juega con mis rulos, mientras intenta contarme la historia repetida y nunca terminada, de cómo mi rojiza y enrulada cabellera fue la protagonista de su deseo por mí. No la dejo. Le hago cosquillas para evitarme la incomodidad de escuchar cosas que no creo. Ella ríe, se aparta como puede de mis brazos, se desespera. Intenta terminar su historia cada vez. Pero cada vez, no la dejo. Y más se desespera. Se concentra en mis dedos, les dedica miradas, intenta escudriñarlos con los suyos cuando quito las manos, me doy vuelta y me duermo. ¡Por qué no habré heredado las manos anchas y recias de mi abuelo!

Tiene un cabello precioso. Largo, lacio, suave, negro. Se le cae, dice amargada. No me doy cuenta. Le dedica planchas y charlas, y no la entiendo. Me aburre. No entiendo tantas energías puestas en algo tan ínfimo como el pelo. El mío es indomeñable y no me detengo en eso. 

Me gusta ella. Me gustan sus pechos, y cómo reaccionan a mis manos –que quisiera fueran más viriles, para que ella no los retire tan pronto la acarician–. Adoro sus caderas, sus piernas cuando engordan, y también cuando están más escuetas. Amo su abdomen y su cintura, incluso cuando pierde la forma. Me enloquece su cola, aunque ella insista en taparla y se queje de sus pozos. ¡Qué me importa su celulitis! Su boca es mi delirio. Su inteligencia me embriaga. Es buena gente.

No me gustan sus humores, cuando ladran o refunfuñan. No me gusta su excesiva necesidad de hablar de todo. No me gustan sus pies, aunque tampoco me molestan. No me gusta su exigencia con todo, para todo; contra ella misma. No me gusta que me analice. No me gusta que me rompa la paciencia con sus preguntas existenciales esperando en la gatera. No me gusta su inseguridad. Sus miedos siempre listos para la fuga. No me gusta que me esté encima. Me gusta ella. 

Pero sé que no me quiere. Cada vez más mi retórica fracasa y dormimos sin besarnos, y se me cierra el pecho y necesito hundirme en ella, y no puedo. Los silencios se hacen más grandes, acunando a sus negativas. Duelen. No me quiere. La impotencia no me impide intentar lo imposible. Mis manos se ponen en marcha, como mi boca. Fracasan. No le sirvo. No me quiere. 

La impotencia no me impide intentar lo imposible…

Ella

Estoy angustiada. 

Tengo que adelgazar. Estoy tan incómoda con mi cuerpo. Ya no sé qué ponerme, ya no sé cómo cargar estos quilos que me sobran. Los odio. Quisiera estar sola. No quiero tener que desnudarme frente a un hombre cada noche. No quiero nada. Quiero comer hasta reventar. Y seguir comiendo, porque todo está perdido. Me molesta su presencia en mi cama. No soy mujer. No tengo deseos. No quiero iniciar el jueguito. No quiero este cuerpo. No quiero nada. Quiero dormir.

Tengo miedo de perderlo. Pero ¿qué me ve? Intento hacerme la dormida. Le digo que estoy cansada, que mañana madrugo –él madruga más, y nunca está cansado para esto–, que es insaciable, que no puede vivir así, que no es normal que alguien quiera todo el tiempo. Temo su pregunta como respuesta, y entonces acepto su invitación. El resultado rara vez incluye las perdices. Más veces termino lastimada porque la fricción hace lo suyo si el ambiente no es húmedo. Y no está húmedo cuando no levanto este muerto, el de mi deseo. Y la cosa se pone fea, porque me dejo lastimar, sin que él lo sepa, pero es igual, porque allí queda, en ese lugar. Lo intento. Juro que lo intento. A veces el deseo aparece tras las primeras caricias de esas manos tan lindas que tiene. Me enloquecen sus dedos largos y delgados. Amo esas manos de hombre –a mis amigas les gustan las manos grandes y varoniles. Les hemos dedicado largas tertulias. A mí me encantan las delicadas. No puedo estar con un hombre de manos toscas, gruesas–. Me acaricia con tanta suavidad, que muchas veces tengo que aguantar la catarata de placer por temor a que me lleve demasiado temprano a la desembocadura más honda. 

Empieza generalmente acariciándome el vientre. Si me preguntaran en qué momento me siento mujer, cuándo tengo esa conciencia, diría que es cuando inicia su ritual amatorio, y desliza sus manos hacia mi vientre. Ese instante es, para mí, plena vivencia de mi ser mujer. No es en la plena cópula. No. Es cuando veo su deseo depositarse en mi vientre, dirigiendo todo su cuerpo hacia un punto en el tiempo y el espacio, al que dedicará toda su atención por un buen momento: yo. Me siento elegida por un hombre que me enloquece. Henchida de femineidad. Mi vientre y mi yo femenino, en intercambiable metonimia. (¿Ahora uso sus expresiones? Aunque él me corregiría: ¡es sinécdoque!, seguro me diría. Y eso me enojaría, pero también me encantaría y empezaríamos una discusión que él terminaría como siempre: haciéndome cosquillas, diciéndome «peleadora», dándome besos, porque siempre entro como un caballo).

Otras veces empieza por mis pechos, a los que siento crecer, aunque no lo que quisiera. Siento vergüenza de su pequeñez, y los retiro. Me da vergüenza retirarlos, y los dejo un poco, y disfruto a medias –la vergüenza siempre está ahí molestando–. Tengo miedo de que se pierda mi femineidad –para mí, hondo misterio– ante él en esa planicie apenas ondulada. Temo que se dé cuenta y se vaya. Hace tiempo que los acaricia y aún no se ha ido. Pero el temor se reedita cada vez, y los saco. Y los dejo. Y los saco.

Por lo mismo acepto más invitaciones de las que debería: una mezcla de no hacerlo sentir mal, con un miedo a que me deje si no le doy lo que quiere. 

Muchas veces quiero. Pero no quiero cuando él quiere. Quiero cuando yo quiero. Casi siempre quiero cuando no puedo.

Él quiere siempre. Me lo hace saber después del sexo. Si bien una verba desbordante y sincera sólo lo acompaña cuando habla de sus pasiones intelectuales o futbolísticas, y mayormente en presencia de alguna copa suelta-lenguas, y otros que lo sigan –nunca para hablar de sus cosas sin una cama de por medio–, culminado un buen encuentro amoroso, la lengua le queda floja, como si hubiera tomado y hubiera estado discurriendo sobre Foucault o Aristóteles, y es su momento de confesar su alma en pena. Allí empieza su larga elegía por el amor que se le retacea y soy la responsable de sus penurias. Me sobreviene un odio profundo. Quisiera apretar el botón eyector. Le tomo el pelo, “¡qué tragedia griega!” y si insiste, me doy media vuelta bufando mi descontento. Pero el fantasma se hace presente: “me va dejar, tarde o temprano, me deja”.

Si supiera las cientos de veces que quisiera dormir en su abrazo, acariciarlo calma hasta que nos aliene el sueño. Eso sí quiero, todas las santas noches. Pero no puedo proponerlo. Me arriesgo a que quiera más, y tenga que suceder aquello. Y estoy gorda y fea, mis piernas se han ensanchado, un pozo al lado del otro, tengo rollos que no estaban, mi soso pelo ahora además emigra al suelo o a la almohada, y así no quiero. Entonces esos días, me acuesto en el borde de la cama, no lo rozo, no lo miro, me hago la dormida, y me quedo con las ganas de sentir su respiración en mi cuello, o el perfume de esos rulos divinos sobre la almohada, o el movimiento de su pecho cuando sube y baja al compás de sus ronquidos. 

Ellos

Él la abraza, la besa, le dice cosas al oído. Ella le responde, al tiempo que enhebra los dedos en sus rizos, haciendo tirabuzones. Se ríen. Él le hace cosquillas. Ella lo rezonga. Él le dice que se calle. Ella le dice que no entiende por qué le molesta que le cuente cuánto le gustaba antes de ser “nosotros”. Él le dice que ya no hable, que lo bese.

Se enredan las bocas, los cuerpos distraídos, empiezan el amor.

Ella olvida una pastilla. Él olvida un preservativo. Ella olvida la fecha. Él olvida preguntarla.

El vientre no olvida.

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