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lunes, 27 de agosto de 2012

Las cuitas del bicho Calón

Cuando empezó el dolor en el estómago, supe que vendrías sin demora de donde estuvieras, cargada de libros. Siempre remediaste los dolores con lecturas. 
¿Te acordás cuando tenía doce años y un asma rebelde me incapacitó para jugar aquel campeonato de fútbol con los chiquilines de la barra? Le pediste a mamá que te llevara a la biblioteca comunal, y volviste con dos libros para mí.  Mamá tuvo que pelearse con la bibliotecaria, primero apelando a la compasión, y ya luego directamente a vaciar el contenido de su mente, que como estrategia no era muy efectiva, pero que la dejaba ciertamente aliviada. No así al que la acompañaba, normalmente uno de nosotros, que ante la primera apertura de ese esfínter bucal, y cada vez en forma más inmediata, sentía arder un fuego en las mejillas, al tiempo que se iba replegando con extremo cuidado hasta colocarse detrás del primer mueble que cubriera la mayor cantidad de su humanidad posible, convertida en un bicho bolita. A papá se le complicaba un poco más la operación «rajemos sin ser vistos» –los muebles  cercanos difícilmente tenían las dimensiones adecuadas, suponía yo– por lo que terminaba pidiendo las disculpas ajenas del caso, y nombrando siempre una calderita de lata, que vos nunca entendías qué tenía que ver con mamá. Habrá empezado con un «no sea necia»,  habrá seguido con un «qué belinuna»  y mejor no saber con qué habrá terminado. «¿Qué le va a hacer darte un libro más de los permitidos? Por Dios, habráse visto, negarle los libros a una niña. Esta mujer es una grandísima essstúpida, vamos» –mamá siempre exageraba esa ese; sólo la de esa palabra, estúpida–. Es que mamá no estaba registrada en el sistema. Sólo vos lo estabas y ya tenías en casa dos libros que habías sacado la semana anterior. La bibliotecaria era una persona apegada a la ley, y en esa ley, sólo se permitían dos libros por usuario. Mamá volvió despotricando, como siempre en estos casos; yo la escuchaba desde mi cama de convaleciente, apenado de mi mala suerte, cuando vos te apareciste con dos libros en la mano, lo que causó el inmediato elogio de papá, que tenía una tendencia natural al elogio fácil cuando de vos se trataba, lo que en este caso parecía acertado, mal que me pesara. Levantar los tendales de insultos que mamá dejaba por el camino, y revertir la situación, era realmente proeza de valientes. Me pasé dos semanas leyendo Mujercitas. Y otra más un horroroso libro desbordante de sentimentalismos rosa, que tenía nombre de mujer (¿Verónica?). No tuve allí el valor de echarte en cara semejante desatino, que papá juzgó de adorable, condenándome a masticar secreta y apasionadamente la bronca de la injusticia  –estrategia que ciertamente no aprendí de mamá–. Yo, que vivía sumergido en el mundo de La isla del tesoro y hacía planos de islas con cruces rojas donde estaban enterrados aquellos secretos invaluables que imaginaba, te odié y te amé en silencio. Siempre quedabas como buena hermana, así me enchufaras aquellos bodrios espantosos. Papá y mamá sólo tenían ojos para lo grueso y tierno, no para esos ínfimos detalles del odio y la chicana, en los que yo palpaba con claridad tu malicia. Cuando papá se fue de mi cuarto aquella mañana, me contaste la verdad: no había ninguna hazaña, y de la bibliotecaria huiste como de la peste que salía de la boca de mamá. Eran tus libros los que me prestaste, y antes que el «inocente gesto de ternura de tu hermana», yo vi bien los tejes y manejes de araña ponzoñosa. Años antes, en una continuidad del odio que puedo pesquisar para atrás hasta tu ombligo, había surgido de las profundidades del océano, mi bicho Calón, que tantas amarguras te causara. Eras fácilmente sugestionable. Sobre todo en aquella remota época en que el tiempo que nos llevábamos representaba un tercio de tu edad y sólo un cuarto de la mía. El tiempo dorado en que podía manipularte sin culpas, y en el que te subordinabas con poco trabajo a mis palabras sabihondas de hermano mayor. 
Ayer me llamaste, y te mentí. Siempre te miento. Y vos te quedás tan tranquila. No me atrevo. Se me hace un agujero en el estómago al imaginar la imposible situación de contarte que no existe Amanda. Que no me voy con ella a casa de sus padres en Pinamar, cada fin de semana. Que Francisco, su sobrino, no me hace leerle a Stevenson cada vez que me encuentra desprevenido, adormecido bajo la parra que da unas uvas dulces deliciosas, con el color azul oscuro que a vos tanto te gustaba cuando éramos chicos y mamá te rezongaba porque arrancabas las más negras de los racimos que ella ponía sobre la mesa después de la comida, y los dejabas desdentados, y papá un día te dio una paliza, porque le discutiste fiero a mamá, que te decía que eso no se hacía, y vos le retrucabas que por qué te ibas a comer las uvas que no te gustaban, y que qué diferencia hacía que te llevaras el racimo a otro plato o lo comieras directo de la fuente, y la discusión terminó con el famoso y previsible «porque lo digo yo, que soy tu madre», y el tono de voz de ambas había ido en aumento, y papá tuvo que terciar con su mano todopoderosa y todo volvió al silencio.  Después de tu llanto, claro. Me miraste con odio. No puedo olvidar los puñales de esos ojos grises clavados en los míos. No te defendí. Quedé como testigo mudo que veía venir de no tan lejos la pesada mano de papá como en un ritual largamente anticipado. Todavía me escucho rezar piel adentro, mientras mi lengua no articula palabra: «no sigas por ahí, no le digas eso a mamá, no levantes la voz, no le contestes eso, decile "perdón" a mamá, no sigas, no comas otra uva directo del racimo, ¡qué hacés!, ¿sos boba?, papá ya está interviniendo, decile que te equivocaste, no lo sigas haciendo. No, no, no le digas eso. Papá no levanta la voz como mamá que grita. Papá levanta… no, no, ¡la mano no! Esos ojos llenos de lágrimas, indignadas lágrimas. No me mires así, no es mi culpa. Sos boba. Yo te avisé con los ojos. Mejor me voy a dibujar».
Irma me preguntó el otro día, con la sobriedad con la que se dirige a mí –¿le habrás contado alguna vez del odio visceral  que arrastro hacia las empleadas domésticas desde que íbamos a la guardería (ya sé, no se le dice más así, no me rezongues, es horrible, pero en aquella época…), y a papá lo había destituido la dictadura, y mamá tenía que trabajar el doble, y papá, con estudios universitarios, buscaba changas de vigilante en una obra, porque teníamos que fiar en la panadería y el almacén los últimos diez días del mes, y cualquier trabajo era bienvenido si arrimaba algunos pesos, ¿te acordás?, y tenían que contratar a una señora que pudiera limpiar un poco y quedarse con nosotros cuando no estábamos en la guardería, sobre todo lo último y no tanto lo primero y en esa época todo era más bravo, y las señoras no eran niñeras como las de ahora y amorosas como las de ahora, nos daban una biabas bárbaras, y nos hacían dormir la siesta aunque no quisiéramos, aunque imploráramos para ver los dibujitos, así no las molestábamos cuando venía el novio a visitarlas, que después nos enteramos que era milico y teníamos que cubrirlas y no contarle nada a nadie, fundamentalmente a papá y mamá, y los vecinos tampoco contaban, por lo del novio milico, que no entendíamos mucho qué era, pero sabíamos que verde aceituna y miedo eran palabras que iban juntas, y una vez una se enojó contigo, la del milico, porque no querías tomar la sopa antes de la guardería y te obligó a tomarla, y terminaste vomitando sobre la sopa y se enojó más y te quiso hacer comer la sopa vomitada, mientras te gritaba y vos empezaste a llorar sin consuelo y la mujer cambió su expresión, por suerte cambió su expresión y enseguida abrió un paquetito con cuatro ojitos, y te los puso delante de los ojos acuosos que se te desteñían con tanta humedad y empezó a decirte en un tono muy otro, repentinamente dulce: «mirá, mirá qué ricos ojitos te compró mamá para la guardería, deben estar deliciosos, ¿querés uno?, mirá qué ricos. ¿No te gustan los ojitos que te compró mamá?», y vos tratabas de dejar de llorar, pero no estabas tan loca, y no podías pasar del llanto a la tranquilidad en un instante, como ella hacía con el tono de su voz; no, no estabas tan loca y te diste cuenta que mejor dejabas de llorar rápido, pero te quedaban esos estertores últimos del llanto, como cuando lloraba la Chilindrina y quería hablar y no podía, y le salía todo entrecortado, y yo otra vez sólo miraba, mudo, sin lengua comida por ratones hambrientos, sino paralizada por algo que no podía precisar? –te decía que Irma me preguntó si me había separado de Amanda. La debo haber mirado con el mismo viejo odio actualizado, creciendo en un instante ante su impertinencia, trasparente odio vistiendo mis ojos y mi semblante, pobre Irma, porque me dijo enseguida, sin que yo llegara a articular palabra: “disculpe, no quería ser indiscreta. Es que me dio pena, parecía buena muchacha y su hermana el otro día cuando fui a limpiar a su casa, me preguntó si podía darme un libro para Amanda, ya que yo venía hoy para acá, y no supe qué decirle, porque hace algunas semanas que me doy cuenta que no hay más cosas de ella por esta casa”. 

Cómo explicarte el odio en aumento, si antes no te cuento todo lo que tuve que hacer para construir a Amanda.  Estabas tan contenta cuando te la nombré por primera vez, ¿te acordás? Desde que apareció el proyecto de mudarte al norte con Fernando y los nenes, empezaste a interesarte más sobre mis salidas de fin de semana, sobre lo que hacía al volver del trabajo, sobre la ocupación de mi tiempo libre. De pronto mi vida social se convirtió en tema de interés central para vos, tema que antes no existía en nuestras charlas. Tus indirectas deslizadas como al pasar, chiflando y mirando para otro lado, luego de la bronca en erupción y a pesar de la incomodidad terminaban por darme gracia: «¿van mujeres a las reuniones con tus amigos de la barra de siempre?». Vos creías –de eso me encargué– que mi vida social era activa, que vivía de juerga en juerga, de mujer en mujer, sin nada fijo, empezando por las preocupaciones, livianas, intrascendentes, huidizas. Estabas tranquila con mi vida, y era todo lo que yo necesitaba.  Nos veíamos para almorzar en tu casa algún que otro domingo, y el resto del tiempo hablábamos por teléfono, mayormente porque vos me llamabas. ¿Te acordás que vos me llamabas? Como ahora, sólo que ahora no nos vemos los domingos. Si pasa más tiempo del habitual entre llamada y llamada, tomo el teléfono, no porque tenga ganas de hablar –casi nunca tengo ganas–, sino porque temo que estés enojada si no te llamo, y no quiero que pienses que algo me pasa. Así que tomo el teléfono, y todo está bien, y corto agotado. Creías que no tenía tiempo que perder, ocupado en mis múltiples actividades. Pero al volver del trabajo, no hacía nada,  sólo leer en voz alta. No veía a mis viejos amigos casi nunca, más que cuando ellos me llamaban tras varios intentos y ya me entraba la pena de seguirme haciendo el que no estaba; se iban a cansar tarde o temprano. Son buena gente los muchachos, y me divierten, pero, cómo explicarte, estar ahí me implicaba un esfuerzo. Construirme en cada momento, maquillarme el decir, inventarme el interés, vestir los ropajes de la liviandad, tener que inventar historias protagonizadas por mí y mis compañeros de trabajo, en especial mis compañeras –esto último el asunto más esperado y festejado, lo que signó el camino de mis historias–, tomarme esos whiskies que jamás me gustaron, son cosas que a uno lo dejan siempre un tanto exhausto. No podía hacerlo muy a menudo. Un punzante dolor de estómago se me instalaba como resaca. A ninguno le gustaba la lectura, así que no podía charlar con ellos de un ser que vomitaba conejitos, ni del hombre que vendía medias y lloraba lágrimas de cocodrilo, ni del que se despertaba una mañana convertido en un insecto horrible, que para mí siempre fue una cucaracha, ni del que deambulaba por un astillero abandonado en una ciudad deprimente y fantasmal, ni del que estaba enamorado de la Maga, y que quería tanto a Talita, ni de Rocamadour, pobre Rocamoadour, al que tan temprano le llegó el fin en aquel mugroso apartamento parisiense. No podía contarles que leer sobre Rocamadour me llenaba el cuerpo de lágrimas. A vos tampoco. Sólo el bicho Calón estaba ahí sin pedirme nada, sin abatirse con mi abatimiento, sin sufrir por mis lágrimas, acompañándome con sus infinitos ojos tristes desde el marco del cuadro. 
Así fue que un buen día apareció Amanda. La creé de la manera más convincente. No apareció en el boliche en el que me juntaba con los muchachos –eso te hubiera dado cierta desconfianza y habrías querido conocerla antes de partir, para irte tranquila de que tu hermano quedaba en buenas manos. Apareció en la redacción. Vino a traer una nota. Era periodista freelance y amante de la literatura. Tenía una familia unida y siempre estaba de buen humor.  Como el gordo Pérez no estaba, me dejó la nota a mí. Le llamó la atención mi seseo carrasposo, y  cuando me vio colorado, me dijo que le parecía lindo. El seseo. Y mi vergüenza. Le pregunté si había escuchado a Cortázar, que siempre arrastraba la erre. De ahí pasamos a Rayuela, y de Rayuela a nuestras vidas. Y así arrancó nuestro intenso romance, que me permitió ausentarme los domingos previos a tu partida, y despedirme por teléfono, brevemente, acusando algún malestar estomacal propio de tantos excesos del vino del romance, que te hicieron partir lo más tranquila.  
La venida de Irma una vez por semana me obligó a empezar esta locura que llegó demasiado lejos. Tuve que empezar a desparramar indicios femeninos por el apartamento –tuve, imperiosamente, sin remedio, igual que mamá tenía que articular con su lengua los improperios que aparecían en su boca de fresa. Era una cuestión de supervivencia. Yo tengo que, como ella tenía. No me condenes, a mamá la entendías–. El día antes, salía de la redacción y entraba a las tiendas de lencería, pidiendo un juego de ropa interior. Mi nerviosismo no ayudaba, y debí aprender a controlarlo, para que no me trajeran esas prendas rojas y negras de encaje que incluían medias caladas y portaligas, que seguro Irma iba a encontrar más propias de un prostíbulo que de Amanda. Tras la primera compra llegué a casa, retiré cuidadosamente las etiquetas, y lavé las prendas a mano. Las colgué de la cuerda, y allí quedaron, secándose, listas para Irma. Compré un cepillo de dientes extra, color rosado con rayas blancas, que empecé a usar alternadamete con el mío, tomando la precaución de mojar el otro, a la vez, los martes, cuando Irma venía. 
De a poco, semana tras semana, empezaron a aparecer bombachas coIgando de la canilla de la ducha, libros con dedicatorias para mí –que me ingeniaba en escribir cambiando mi caligrafía por una más redonda y prolija, lo que implicó días y días de práctica en la redacción y el dedo sobre el que apoyo la lapicera, ampollado-, y copas sucias siempre en pares, como los platos y los cubiertos, con restos de vino o cerveza. Cuando ya había extenuado todas esas tácticas, empecé a comprar ropa usada, de mujer (jeans, championes, musculosas, remeras) y a dejarla tirada sobre la cama. Un día sonó el timbre y tras la puerta, una vecina que calculé tendría el talle de Amanda y su estilo, me pedía que firmara un petitorio de los vecinos del ala norte del edificio, contra los del ala sur, por no sé qué asunto, que ella bien me explicó, pero que yo apenas escuché, concentrado en las ideas que tomaban cuerpo en mi conciencia. La hice pasar, pretendidamente interesado en el asunto; ella hablaba y hablaba, con un tono melódico, armonioso. Le serví un café, del que accidentalmente una parte fue a parar a su remera. Tras las disculpas por mi torpeza, le ofrecí prestarle una remera de Amanda,  lavarle la suya y devolvérsela intacta al otro día. Me costó trabajo que aceptara, pero al fin lo logré. Irma vendría ese día, así que le pedí lavara la remera que Amanda se había manchado. «Es un poco torpe, Amanda» –agregué, en un gesto que luego entendí, podía haber hecho naufragar mi empresa. Esstúpido, ¿cuándo le hiciste comentarios vos a Irma de algún asunto? Si casi ni le hablás. Belinún, esstúpido.
Empecé a buscar en internet  recetas de cocina, y seguir sus pautas, para que Irma no sospechara –yo comía comida comprada, Amanda seguramente cocinaba–. Alquilaba en el video club películas románticas cuya caja dejaba descuidadamente abierta sobre la cómoda, con las copas sucias de vino a su costado. Pero el temor me llevó a más y más y más. Necesitaba asegurarme. Un día entré al baño de damas de la redacción, y, me da vergüenza decirlo, pero entendé mi desesperación, terminé robando las bolsas de basura, para encontrar toallas femeninas descartadas, que pudieran hacerle más creíble a Irma la presencia de Amanda en casa. Ya sé, ya sé, es un asco. Por momentos el terror se adueñaba de mi alma: ¿no estaría exagerando, sobreactuando como en las peores películas de clase zeta? En momentos como ese, del temor a lo poco pasaba al de lo mucho, y el peligro de la inverosimilitud, pecado capital, pendía otra vez sobre mi cabeza. El temor, la duda, tomó cuerpo obeso el día en que dejé un preservativo usado bajo la cama y vi cómo Irma me miraba con ojos que no lograba discernir si eran de reprobación y asco, o de abierta incredulidad, al pasar la escoba y encontrarlo. Así fue que poco duró el tiempo de recuperada  actividad autoerótica, ya largamente olvidada. Dejé pasar un tiempo de señales mínimas –apenas el cepillo de dientes, y la ropa de Amanda para lavar (voy a ahorrarte los detalles de las cosas que debí hacer para ensuciarla)–, como para darle la oportunidad a Irma de zamparme la verdad que desbaratara mi actuación y me diera tiempo de salvar algo de mi mancillada dignidad, y cuando estuve tranquilo de que eso no ocurriría, y creí volver a ver en los ojos de Irma el signo de duda respecto a si Amanda seguiría conmigo, volví al juego. Lo extrañaba, a decir verdad. Mi vida se vaciaba los días siguientes a la visita de Irma. La semana era una lenta espera hacia el martes. Opté, entonces, por reducir el histrionismo, y cambiar los preservativos, un poco violentos para Irma, por pastillas anticonceptivas, que dejaba al lado del microondas. Tiraba al wáter las de la semana entera previa a los martes. Y así restituí un endeble equilibrio, que no supe en ese entonces lo poco que duraría.
Un día, al sentir la mirada amenazante en los ojos de Irma, respirándome en el cuello, dejé una foto que bajé de internet, así como al descuido, cerca de mi billetera. Tenía la cara de una mujer que me resultó parecida a Amanda. Sé que Irma la vio, porque antes de irse ese día me dijo sonriente –lo que era extraño entre nosotros– : «qué linda es su novia». Le respondí con un monosílabo, para no perder la costumbre y delatarme, pero una alegría inmensa se adueñó de mi cuerpo, en especial de mi estómago, porque empecé a comer como un muerto de hambre. Hasta allí, me carcomía el misterio de saber si Irma interpretaba correctamente los pelos y señales. Y bien digo pelos, porque con la excusa de mirar el cepillo que, inventé, me recordaba a uno que usaba mi madre, me las ingenié para que una compañera de la redacción, con el color de cabello del de la muchacha de la foto, que ahora que pienso, se parece sorprendentemente al tuyo, me lo prestase un rato y pudiera yo, en un descuido suyo, robarme unos pelos enredados que allí andaban atrapados entre las cerdas. Tuve que ir afinando los relatos, para conseguir más cabellos otros días –ya la historia emotiva del cepillo de mamá no servía, pero estaba hecho un experto cuentista y salía del paso inmediatamente sin mayor transpiración. Creo que Ana empezó a desconfiar de mi heterosexualidad cuando me sorprendió hurgando su cepillo y, mal dormido por haberme quedado cocinando hasta la madrugada para Amanda,  no se me ocurrió cosa mejor que retirar los cabellos de ella allí enredados y comenzar a peinarme los pocos pelos que aún me quedan, usando de espejo el monitor, acariciándome la cabeza después de cada cepillada, mirándome con gozosa aprobación, pero no me importó, gajes del oficio, porque tenía a resguardo sus cabellos, que era todo lo que necesitaba–, cabellos que dejaba en la almohada del lado de Amanda, y en la ducha, previamente mojados, contra los azulejos y algunos en el peine del baño.
Cuando me llamabas, ya instalada con tu familia en el caluroso norte del país, era más fácil. Me bastaba con las palabras, para las que siempre fui hábil. Pero con Irma era distinto. Irma seguía yendo a limpiar a tu casa aquí en la capital, y por lo menos una vez al mes venías y la veías. Justo los días en los que Amanda viajaba al interior a reuniones semanales en un periódico .
Estaba tan ocupado en hacer creíble a Amanda para Irma, que olvidé al bicho Calón. Ya casi no le hablaba, no le leía en voz alta los libros que a ambos nos gustaban y el bicho Calón empezó a resentirse. Lo dibujé hace treinta años. ¿Te acordás? Parecía una ballena saliendo del océano, al que sólo una isla llena de palmeras interrumpía, con gaviotas y mucho sol. Era temerario el bicho Calón. Un ser amorfo, largo, largo, dibujado a lapicera, con unas jorobas de dinosaurio, y ojos redondos, siempre un poco tristones, adentro de la boca. Miles de ojos adentro de la boca, en los dientes, sobre su cara exterior, afilados dientes. Pero de su tristeza me daba cuenta yo, porque a vos te decía que era malo, que comía gente, por cada diente tenía un ojo, pero que era mi amigo, y a mí me hacía caso, y me salvaba de los piratas de la isla del tesoro, próxima a donde él habitaba. Vos le tenías miedo, pero yo te convencía de que si hacías lo que yo quería, el bicho no te hacía nada. Y vos acatabas, muerta de miedo.  Me dabas tanta pena, con ese cuerpito temblando, y esos ojos grises redondos, inquietos, que al instante me arrepentía, y te decía que no te preocuparas, que mientras fueras mi hermana, el bicho Calón no te haría nada.  Pero volvía a odiarte y otra vez aparecía el bicho para asustarte, y yo, el único que podía salvarte.
Me cuesta imaginar que estoy escribiendo un fin de juego que vas a leer, finalmente. Soportar la idea de que la última escena va a llegar, y vas a saber que fuiste la cuarta pared. Me ahoga imaginarte en el preciso momento en que lo descubras. Sigo pensando que escribo un cuento, uno más, que voy a borrar precavidamente antes de que otro par de ojos lo recorra. Los tuyos. Me duele el estómago. ¿Cómo dejar caer estos ropajes? Si siento el vahído y me carcome el vientre pensarte masticada por el bicho del espanto. No lo aguanto. No podés saber. Pero tenés que saber. Pero no. No lo soporto. ¡Carajo! Tengo que salir de atrás del mueble. No soy un bicho bolita. ¡Esstúpido, belinún!
Tuve experiencias con otras Amandas, no te vayas a creer. Amandas de carne y hueso. Pero me dejaban una hondonada en el pecho que se extendía al estómago, hecha de un cerrado vacío del que se agarraba una angustia creciente, que por momentos veía latir contra las paredes de mi cuarto. Acostado con la Amanda de turno, tras el sinsabor del encuentro, yo miraba mi dibujo del bicho Calón, enmarcado y colgado frente a la cama –lo descoIgaba los días en que venías de visita y lo guardaba en el cajón–, y al rato de mirarlo parecía llorar lágrimas como pequeños dinosaurios, cachorros desmadrados, resbalando perdidos en un inocuo mover de patas desesperado, sin saber qué hacer, cayendo a ese océano de incertidumbres y piratas. Sin saber qué decir, qué hacer en el próximo segundo, qué sentir, si cocinar o leerle un párrafo del libro de poesías de Vinicius de Moraes que conservaba en la mesa de luz, si invitarla a darse una ducha conmigo o decirle que me esperan a cenar en lo de mi hermana, era yo el que caía sin saber nadar, de los ojos dentados del bicho Calón.
Cómo hablarte a vos, justamente a vos, de mi soledad incurable, del dolor que se me instala cada día al volver de la redacción, que no me deja tragar, me quita el hambre. Cómo hablarte de lo que me odio escribiendo esas crónicas estúpidas que no le interesan a nadie, del retrogusto de imbecilidad y de hastío después de cada palabra digitada en ese oscuro teclado fabricador de arlequines. ¿Quién toma la palabra? 
¿Entendés que no soy, no puedo ser ese lugar común, ese que asume los pedazos heredados, huellas de una historia hecha de retazos ? Quiero ser como todos. Quiero poder decir “yo quiero…”. Quiero poder decir “yo” y sentirme “yo” y creer en lo que digo. Pero no sé quién habla cuando digo “yo”, porque yo no soy. Perder el tiempo con los muchachos de la barra. Quiero jugar al fútbol, mirar la tele, leer menos, piropear a las mujeres, entusiasmarme con una crónica, estar contento con lo que escribo, no pensar un minuto que está bien y al siguiente que es basura, propia de un estúpido. No pensar en nada, ni en este agujero en el estómago, ni en nada. Anestesiar alguna de las vertientes de este pensamiento siempre indeciso. No me importa cual, cualquiera. Quiero un cuerpo caliente junto a mí en la cama. Que use el cepillo de dientes rosado, los jeans y remeras desparramados, y olvide por días los anticonceptivos en un cajón de la cocina.
Hace hoy tres semanas, seguía ocupado en sostener a Amanda para Irma, cuando encerrado en el cuarto, mientras Irma pasaba la aspiradora en el living, sentí un rasqueteo leve contra la pared, y a continuación una gota que resbalaba, proveniente del extremo izquierdo del cuadro. Antes de poder inspeccionar, una puntada fuerte en el estómago me dobló en dos mitades. Quise llamar a Irma, pero en seguida me arrepentí. No quería que te preocuparas. Aguanté el dolor punzante que no disminuyó por los minutos que siguieron, mientras esperaba que Irma se marchara. 
Los días sucesivos, olvidé completamente a Amanda. Enredado entre médicos y exámenes, y el dolor, ahora omnipresencia de una realidad irrefutable, la hice marchar sin avisar, esfumarse con la misma velocidad de mi pensamiento. Por eso Irma empezó a desconfiar. En vez de encontrar sus bombachas, sus discos de Ramil, o de Gilberto, o de Cassia Eller o de Lenine que le mandaste a través de Irma, porque compartían el mismo fanatismo por la música brasilera, su rouge en mis camisas, sus libros marcados con marcadores de plata con forma de mariposa o de dinosaurio, o de gato, encontró, un par de semanas después, el informe del examen médico que no quise abrir y que olvidé, imperdonablemente, sobre la repisa. 
El resto ya lo sabés, porque siete horas después estabas golpeándome la puerta, queriendo acompañarme en los fatigosos trámites médicos, a lo que me opuse con firmeza. ¿Para qué, si estaba Amanda? Es verdad, no estaba ahí porque nos habíamos peleado, y se había ido unos días a casa de sus padres, pero ya estaba al tanto de todo y volvería mañana. Te conté que el pronóstico era bueno, que lo habíamos agarrado a tiempo, y que Amanda se vendría, definitivamente, a vivir conmigo. Te obligué a volverte con Fernando y los niños, hasta nuevo aviso, cuando el proceso iniciara. 
No busques más libros, tengo los que necesito. Dejo este mail programado para que te sea enviado en un par de días. No antes, no después. 
Los pequeños dinosaurios caen en cascada, pero el bicho Calón me acompaña. Te mentí aquellas veces hace años: el bicho Calón te quiere más que a nada, más que a mí. Nunca te iba a hacer daño. Nos vamos a navegar. Llevo mi plano del tesoro y un libro amarillento con cinco mujeres en la tapa y el sello de una biblioteca, en el interior. Cuando encuentre la isla, tomaremos ron y Amanda me esperará con el libro abierto, para que lea en voz alta. Otras veces leerá ella. Buscaremos el tesoro, junto a Meg, Jo, Amy y Beth. Aunque creo que ya lo encontré. En unos días, te llegará por correo un cuadro, sólo un poco mojado.  Donde estoy el océano es muy salado.


4 comentarios:

  1. Me gustó. Es fácil identificarse con el narrador. Quizá eliminaría las referencias a los gustos literarios, me parece que rompe el ritmo. Por lo demás "Donde estoy el océano es muy salado" es una bella frase final.
    Saludos.

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    1. releí la parte que decís, y estuve de acuerdo contigo. la recorté bastante. otra vez gracias!

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  2. gracias anónimo! lo voy a releer con eso que me decís en mente! le hace falta trabajo aún a este texto (bueno, como a prácticamente todos los de este blog, que son más bien experimentos del instante). hoy ya lo podé bastante, pero tendrá su segunda oportunidad, espero que en breve. gracias de nuevo!

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  3. Que lindo cuento...
    Maria Noel

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