Cuando empezó el dolor en el estómago,
supe que vendrías sin demora de donde estuvieras, cargada de libros. Siempre
remediaste los dolores con lecturas.
¿Te acordás cuando tenía doce años y un
asma rebelde me incapacitó para jugar aquel campeonato de fútbol con los
chiquilines de la barra? Le pediste a mamá que te llevara a la biblioteca
comunal, y volviste con dos libros para mí. Mamá tuvo que pelearse con la
bibliotecaria, primero apelando a la compasión, y ya luego directamente a
vaciar el contenido de su mente, que como estrategia no era muy efectiva, pero
que la dejaba ciertamente aliviada. No así al que la acompañaba, normalmente
uno de nosotros, que ante la primera apertura de ese esfínter bucal, y cada vez
en forma más inmediata, sentía arder un fuego en las mejillas, al tiempo que se
iba replegando con extremo cuidado hasta colocarse detrás del primer mueble que
cubriera la mayor cantidad de su humanidad posible, convertida en un bicho
bolita. A papá se le complicaba un poco más la operación «rajemos sin ser
vistos» –los muebles cercanos difícilmente
tenían las dimensiones adecuadas, suponía yo– por lo que terminaba pidiendo las
disculpas ajenas del caso, y nombrando siempre una calderita de lata, que vos nunca entendías qué tenía que ver con
mamá. Habrá empezado con un «no sea necia», habrá seguido con un «qué belinuna» y mejor no saber con qué habrá terminado. «¿Qué
le va a hacer darte un libro más de los permitidos? Por Dios, habráse visto, negarle
los libros a una niña. Esta mujer es una grandísima essstúpida, vamos» –mamá
siempre exageraba esa ese; sólo la de esa palabra, estúpida–. Es que mamá no
estaba registrada en el sistema. Sólo vos lo estabas y ya tenías en casa dos libros
que habías sacado la semana anterior. La bibliotecaria era una persona apegada
a la ley, y en esa ley, sólo se permitían dos libros por usuario. Mamá volvió
despotricando, como siempre en estos casos; yo la escuchaba desde mi cama de
convaleciente, apenado de mi mala suerte, cuando vos te apareciste con dos
libros en la mano, lo que causó el inmediato elogio de papá, que tenía una
tendencia natural al elogio fácil cuando de vos se trataba, lo que en este caso
parecía acertado, mal que me pesara. Levantar los tendales de insultos que mamá
dejaba por el camino, y revertir la situación, era realmente proeza de
valientes. Me pasé dos semanas leyendo Mujercitas. Y otra más un horroroso
libro desbordante de sentimentalismos rosa, que tenía nombre de mujer
(¿Verónica?). No tuve allí el valor de echarte en cara semejante desatino, que
papá juzgó de adorable, condenándome a masticar secreta y apasionadamente la
bronca de la injusticia –estrategia que
ciertamente no aprendí de mamá–. Yo, que vivía sumergido en el mundo de La isla
del tesoro y hacía planos de islas con cruces rojas donde estaban enterrados
aquellos secretos invaluables que imaginaba, te odié y te amé en silencio. Siempre
quedabas como buena hermana, así me enchufaras aquellos bodrios espantosos.
Papá y mamá sólo tenían ojos para lo grueso y tierno, no para esos
ínfimos detalles del odio y la chicana, en los que yo palpaba con claridad tu
malicia. Cuando papá se fue de mi cuarto aquella mañana, me contaste la verdad:
no había ninguna hazaña, y de la bibliotecaria huiste como de la peste que
salía de la boca de mamá. Eran tus libros los que me prestaste, y antes que el
«inocente gesto de ternura de tu hermana», yo vi bien los tejes y manejes de
araña ponzoñosa. Años antes, en una continuidad del odio que puedo pesquisar
para atrás hasta tu ombligo, había surgido de las profundidades del océano, mi
bicho Calón, que tantas amarguras te causara. Eras fácilmente sugestionable.
Sobre todo en aquella remota época en que el tiempo que nos llevábamos
representaba un tercio de tu edad y sólo un cuarto de la mía. El tiempo dorado
en que podía manipularte sin culpas, y en el que te subordinabas con poco
trabajo a mis palabras sabihondas de hermano mayor.
Ayer me llamaste, y te mentí. Siempre
te miento. Y vos te quedás tan tranquila. No me atrevo. Se me hace un agujero
en el estómago al imaginar la imposible situación de contarte que no existe
Amanda. Que no me voy con ella a casa de sus padres en Pinamar, cada fin de
semana. Que Francisco, su sobrino, no me hace leerle a Stevenson cada vez que
me encuentra desprevenido, adormecido bajo la parra que da unas uvas dulces
deliciosas, con el color azul oscuro que a vos tanto te gustaba cuando éramos chicos
y mamá te rezongaba porque arrancabas las más negras de los racimos que ella
ponía sobre la mesa después de la comida, y los dejabas desdentados, y papá un
día te dio una paliza, porque le discutiste fiero a mamá, que te decía que eso
no se hacía, y vos le retrucabas que por qué te ibas a comer las uvas que no te
gustaban, y que qué diferencia hacía que te llevaras el racimo a otro plato o
lo comieras directo de la fuente, y la discusión terminó con el famoso y
previsible «porque lo digo yo, que soy tu madre», y el tono de voz de ambas
había ido en aumento, y papá tuvo que terciar con su mano todopoderosa y todo
volvió al silencio. Después de tu llanto, claro. Me miraste con odio. No
puedo olvidar los puñales de esos ojos grises clavados en los míos. No te
defendí. Quedé como testigo mudo que veía venir de no tan lejos la pesada mano
de papá como en un ritual largamente anticipado. Todavía me escucho rezar piel
adentro, mientras mi lengua no articula palabra: «no sigas por ahí, no le digas
eso a mamá, no levantes la voz, no le contestes eso, decile "perdón"
a mamá, no sigas, no comas otra uva directo del racimo, ¡qué hacés!, ¿sos
boba?, papá ya está interviniendo, decile que te equivocaste, no lo sigas
haciendo. No, no, no le digas eso. Papá no levanta la voz como mamá que grita.
Papá levanta… no, no, ¡la mano no! Esos ojos llenos de lágrimas, indignadas
lágrimas. No me mires así, no es mi culpa. Sos boba. Yo te avisé con los ojos.
Mejor me voy a dibujar».
Irma me preguntó el otro día, con la
sobriedad con la que se dirige a mí –¿le habrás contado alguna vez del odio
visceral que arrastro hacia las empleadas domésticas desde que íbamos a
la guardería (ya sé, no
se le dice más así, no me rezongues, es horrible, pero en aquella época…), y a
papá lo había destituido la dictadura, y mamá tenía que trabajar el doble, y
papá, con estudios universitarios, buscaba changas de vigilante en una obra,
porque teníamos que fiar en la panadería y el almacén los últimos diez días del
mes, y cualquier trabajo era bienvenido si arrimaba algunos pesos, ¿te
acordás?, y tenían que contratar a una señora que pudiera limpiar un poco y
quedarse con nosotros cuando no estábamos en la guardería, sobre todo lo último
y no tanto lo primero y en esa época todo era más bravo, y las señoras no eran
niñeras como las de ahora y amorosas como las de ahora, nos daban una biabas
bárbaras, y nos hacían dormir la siesta aunque no quisiéramos, aunque
imploráramos para ver los dibujitos, así no las molestábamos cuando venía el
novio a visitarlas, que después nos enteramos que era milico y teníamos que
cubrirlas y no contarle nada a nadie, fundamentalmente a papá y mamá, y los
vecinos tampoco contaban, por lo del novio milico, que no entendíamos mucho qué
era, pero sabíamos que verde aceituna y miedo eran palabras que iban juntas, y una
vez una se enojó contigo, la del milico, porque no querías tomar la sopa antes
de la guardería y te obligó a tomarla, y terminaste vomitando sobre la sopa y
se enojó más y te quiso hacer comer la sopa vomitada, mientras te gritaba y vos
empezaste a llorar sin consuelo y la mujer cambió su expresión, por suerte cambió
su expresión y enseguida abrió un paquetito con cuatro ojitos, y te los puso
delante de los ojos acuosos que se te desteñían con tanta humedad y empezó a
decirte en un tono muy otro, repentinamente dulce: «mirá, mirá qué ricos ojitos
te compró mamá para la guardería, deben estar deliciosos, ¿querés uno?, mirá
qué ricos. ¿No te gustan los ojitos que te compró mamá?», y vos tratabas de
dejar de llorar, pero no estabas tan loca, y no podías pasar del llanto a la
tranquilidad en un instante, como ella hacía con el tono de su voz; no, no
estabas tan loca y te diste cuenta que mejor dejabas de llorar rápido, pero te
quedaban esos estertores últimos del llanto, como cuando lloraba la Chilindrina
y quería hablar y no podía, y le salía todo entrecortado, y yo otra vez sólo
miraba, mudo, sin lengua comida por ratones hambrientos, sino paralizada por
algo que no podía precisar? –te decía que Irma me preguntó si me había
separado de Amanda. La debo haber mirado con el mismo viejo odio actualizado, creciendo
en un instante ante su impertinencia, trasparente odio vistiendo mis ojos y mi
semblante, pobre Irma, porque me dijo enseguida, sin que yo llegara a articular
palabra: “disculpe, no quería ser indiscreta. Es que me dio pena, parecía buena
muchacha y su hermana el otro día cuando fui a limpiar a su casa, me preguntó
si podía darme un libro para Amanda, ya que yo venía hoy para acá, y no supe
qué decirle, porque hace algunas semanas que me doy cuenta que no hay más cosas
de ella por esta casa”.
Cómo explicarte el odio en aumento, si
antes no te cuento todo lo que tuve que hacer para construir a Amanda.
Estabas tan contenta cuando te la nombré por primera vez, ¿te acordás?
Desde que apareció el proyecto de mudarte al norte con Fernando y los nenes,
empezaste a interesarte más sobre mis salidas de fin de semana, sobre lo que
hacía al volver del trabajo, sobre la ocupación de mi tiempo libre. De pronto
mi vida social se convirtió en tema de interés central para vos, tema que antes
no existía en nuestras charlas. Tus indirectas deslizadas como al pasar, chiflando
y mirando para otro lado, luego de la bronca en erupción y a pesar de la
incomodidad terminaban por darme gracia: «¿van mujeres a las reuniones con tus
amigos de la barra de siempre?». Vos creías –de eso me encargué– que mi vida
social era activa, que vivía de juerga en juerga, de mujer en mujer, sin nada
fijo, empezando por las preocupaciones, livianas, intrascendentes, huidizas.
Estabas tranquila con mi vida, y era todo lo que yo necesitaba. Nos
veíamos para almorzar en tu casa algún que otro domingo, y el resto del tiempo
hablábamos por teléfono, mayormente porque vos me llamabas. ¿Te acordás que vos
me llamabas? Como ahora, sólo que ahora no nos vemos los domingos. Si pasa más
tiempo del habitual entre llamada y llamada, tomo el teléfono, no porque tenga
ganas de hablar –casi nunca tengo ganas–, sino porque temo que estés enojada
si no te llamo, y no quiero que pienses que algo me pasa. Así que tomo el
teléfono, y todo está bien, y corto agotado. Creías que no tenía tiempo que
perder, ocupado en mis múltiples actividades. Pero al volver del trabajo, no
hacía nada, sólo leer en voz alta. No
veía a mis viejos amigos casi nunca, más que cuando ellos me llamaban tras varios intentos y ya me entraba la pena de seguirme haciendo el que no
estaba; se iban a cansar tarde o temprano. Son buena gente los muchachos, y me
divierten, pero, cómo explicarte, estar ahí me implicaba un esfuerzo.
Construirme en cada momento, maquillarme el decir, inventarme el interés,
vestir los ropajes de la liviandad, tener que inventar historias protagonizadas
por mí y mis compañeros de trabajo, en especial mis compañeras –esto último el asunto más esperado y festejado, lo que signó el camino de mis historias–, tomarme esos whiskies que jamás me gustaron, son cosas que a
uno lo dejan siempre un tanto exhausto. No podía hacerlo muy a menudo. Un
punzante dolor de estómago se me instalaba como resaca. A ninguno le gustaba la
lectura, así que no podía charlar con ellos de un ser que vomitaba conejitos, ni del hombre que vendía medias y
lloraba lágrimas de cocodrilo, ni del que se despertaba una mañana convertido en un insecto horrible, que para
mí siempre fue una cucaracha, ni del que deambulaba por un astillero abandonado en una ciudad deprimente y
fantasmal, ni del que estaba enamorado de la Maga, y que quería tanto a Talita,
ni de Rocamadour, pobre Rocamoadour, al que tan temprano le llegó el fin
en aquel mugroso apartamento parisiense. No podía contarles que leer sobre
Rocamadour me llenaba el cuerpo de lágrimas. A vos tampoco. Sólo el bicho Calón
estaba ahí sin pedirme nada, sin abatirse con mi abatimiento, sin sufrir por
mis lágrimas, acompañándome con sus infinitos ojos tristes desde el marco del
cuadro.
Así fue que un buen día apareció
Amanda. La creé de la manera más convincente. No apareció en el boliche en el
que me juntaba con los muchachos –eso te hubiera dado cierta desconfianza y
habrías querido conocerla antes de partir, para irte tranquila de que tu hermano
quedaba en buenas manos. Apareció en la redacción. Vino a traer una nota. Era
periodista freelance y amante de la literatura. Tenía una familia unida y
siempre estaba de buen humor. Como el gordo Pérez no estaba, me dejó la
nota a mí. Le llamó la atención mi seseo carrasposo, y cuando me vio
colorado, me dijo que le parecía lindo. El seseo. Y mi vergüenza. Le pregunté
si había escuchado a Cortázar, que siempre arrastraba la erre. De ahí pasamos a
Rayuela, y de Rayuela a nuestras vidas. Y así arrancó nuestro intenso romance,
que me permitió ausentarme los domingos previos a tu partida, y despedirme por
teléfono, brevemente, acusando algún malestar estomacal propio de tantos
excesos del vino del romance, que te hicieron partir lo más tranquila.
La venida de Irma una vez por semana me
obligó a empezar esta locura que llegó demasiado lejos. Tuve que empezar a
desparramar indicios femeninos por el apartamento –tuve, imperiosamente, sin
remedio, igual que mamá tenía que articular con su lengua los improperios que aparecían
en su boca de fresa. Era una cuestión de supervivencia. Yo tengo que, como ella tenía. No me condenes, a mamá la entendías–. El día antes, salía de la redacción y
entraba a las tiendas de lencería, pidiendo un juego de ropa interior. Mi
nerviosismo no ayudaba, y debí aprender a controlarlo, para que no me trajeran esas
prendas rojas y negras de encaje que incluían medias caladas y portaligas, que
seguro Irma iba a encontrar más propias de un prostíbulo que de Amanda. Tras la
primera compra llegué a casa, retiré cuidadosamente las etiquetas, y lavé las
prendas a mano. Las colgué de la cuerda, y allí quedaron, secándose, listas
para Irma. Compré un cepillo de dientes extra, color rosado con rayas blancas,
que empecé a usar alternadamete con el mío, tomando la precaución de mojar
el otro, a la vez, los martes, cuando Irma venía.
De a poco, semana tras semana,
empezaron a aparecer bombachas coIgando de la canilla de la ducha, libros con
dedicatorias para mí –que me ingeniaba en escribir cambiando mi caligrafía por
una más redonda y prolija, lo que implicó días y días de práctica en la
redacción y el dedo sobre el que apoyo la lapicera, ampollado-, y copas sucias
siempre en pares, como los platos y los cubiertos, con restos de vino o
cerveza. Cuando ya había extenuado todas esas tácticas, empecé a comprar ropa
usada, de mujer (jeans, championes, musculosas, remeras) y a dejarla tirada
sobre la cama. Un día sonó el timbre y tras la puerta, una vecina que calculé
tendría el talle de Amanda y su estilo, me pedía que firmara un petitorio de
los vecinos del ala norte del edificio, contra los del ala sur, por no sé qué
asunto, que ella bien me explicó, pero que yo apenas escuché, concentrado en las
ideas que tomaban cuerpo en mi conciencia. La hice pasar, pretendidamente
interesado en el asunto; ella hablaba y hablaba, con un tono melódico,
armonioso. Le serví un café, del que accidentalmente una parte fue a parar a su remera. Tras las disculpas por mi torpeza, le ofrecí prestarle
una remera de Amanda, lavarle la suya y
devolvérsela intacta al otro día. Me costó trabajo que aceptara, pero al fin lo
logré. Irma vendría ese día, así que le pedí lavara la remera que Amanda se
había manchado. «Es un poco torpe, Amanda» –agregué, en un gesto que luego
entendí, podía haber hecho naufragar mi empresa. Esstúpido, ¿cuándo le hiciste
comentarios vos a Irma de algún asunto? Si casi ni le hablás. Belinún, esstúpido.
Empecé a buscar en internet recetas
de cocina, y seguir sus pautas, para que Irma no sospechara –yo comía comida
comprada, Amanda seguramente cocinaba–. Alquilaba en el video club películas
románticas cuya caja dejaba descuidadamente abierta sobre la cómoda, con las
copas sucias de vino a su costado. Pero el temor me llevó a más y más y más. Necesitaba
asegurarme. Un día entré al baño de damas de la redacción, y, me da vergüenza
decirlo, pero entendé mi desesperación, terminé robando las bolsas de basura,
para encontrar toallas femeninas descartadas, que pudieran hacerle más creíble
a Irma la presencia de Amanda en casa. Ya sé, ya sé, es un asco. Por
momentos el terror se adueñaba de mi alma: ¿no estaría exagerando,
sobreactuando como en las peores películas de clase zeta? En momentos como ese, del
temor a lo poco pasaba al de lo mucho, y el peligro de la inverosimilitud, pecado
capital, pendía otra vez sobre mi cabeza. El temor, la duda, tomó cuerpo obeso el día en
que dejé un preservativo usado bajo la cama y vi cómo Irma me miraba con ojos que
no lograba discernir si eran de reprobación y asco, o de abierta incredulidad, al
pasar la escoba y encontrarlo. Así fue que poco duró el tiempo de recuperada
actividad autoerótica, ya largamente olvidada. Dejé pasar un tiempo de
señales mínimas –apenas el cepillo de dientes, y la ropa de Amanda para lavar (voy
a ahorrarte los detalles de las cosas que debí hacer para ensuciarla)–, como
para darle la oportunidad a Irma de zamparme la verdad que desbaratara mi actuación
y me diera tiempo de salvar algo de mi mancillada dignidad, y cuando estuve
tranquilo de que eso no ocurriría, y creí volver a ver en los ojos de Irma el
signo de duda respecto a si Amanda seguiría conmigo, volví al juego. Lo
extrañaba, a decir verdad. Mi vida se vaciaba los días siguientes a la visita
de Irma. La semana era una lenta espera hacia el martes. Opté, entonces, por
reducir el histrionismo, y cambiar los preservativos, un poco violentos para Irma,
por pastillas anticonceptivas, que dejaba al lado del microondas. Tiraba al
wáter las de la semana entera previa a los martes. Y así restituí un endeble equilibrio,
que no supe en ese entonces lo poco que duraría.
Un día, al sentir la mirada amenazante
en los ojos de Irma, respirándome en el cuello, dejé una foto que bajé de
internet, así como al descuido, cerca de mi billetera. Tenía la cara de una
mujer que me resultó parecida a Amanda. Sé que Irma la vio, porque antes de
irse ese día me dijo sonriente –lo que era extraño entre nosotros– : «qué linda
es su novia». Le respondí con un monosílabo, para no perder la costumbre y
delatarme, pero una alegría inmensa se adueñó de mi cuerpo, en especial de mi
estómago, porque empecé a comer como un muerto de hambre. Hasta allí, me
carcomía el misterio de saber si Irma interpretaba correctamente los pelos y
señales. Y bien digo pelos, porque con la excusa de mirar el cepillo que,
inventé, me recordaba a uno que usaba mi madre, me las ingenié para que una
compañera de la redacción, con el color de cabello del de la muchacha de la foto,
que ahora que pienso, se parece sorprendentemente al tuyo, me lo prestase un
rato y pudiera yo, en un descuido suyo, robarme unos pelos enredados que allí andaban
atrapados entre las cerdas. Tuve que ir afinando los relatos, para conseguir
más cabellos otros días –ya la historia emotiva del cepillo de mamá no servía,
pero estaba hecho un experto cuentista y salía del paso inmediatamente sin
mayor transpiración. Creo que Ana empezó a desconfiar de mi
heterosexualidad cuando me sorprendió hurgando su cepillo y, mal dormido por
haberme quedado cocinando hasta la madrugada para Amanda, no se me
ocurrió cosa mejor que retirar los cabellos de ella allí enredados y comenzar a
peinarme los pocos pelos que aún me quedan, usando de espejo el monitor,
acariciándome la cabeza después de cada cepillada, mirándome con gozosa
aprobación, pero no me importó, gajes del oficio, porque tenía a resguardo sus cabellos, que era
todo lo que necesitaba–, cabellos que dejaba en la almohada del lado de Amanda,
y en la ducha, previamente mojados, contra los azulejos y algunos en el peine
del baño.
Cuando me llamabas, ya instalada con tu
familia en el caluroso norte del país, era más fácil. Me bastaba con las
palabras, para las que siempre fui hábil. Pero con Irma era distinto. Irma
seguía yendo a limpiar a tu casa aquí en la capital, y por lo menos una vez al
mes venías y la veías. Justo los días en los que Amanda viajaba al interior a
reuniones semanales en un periódico .
Estaba tan ocupado en hacer creíble a
Amanda para Irma, que olvidé al bicho Calón. Ya casi no le hablaba, no le leía en voz alta los libros que a ambos nos gustaban y
el bicho Calón empezó a resentirse. Lo dibujé hace treinta años. ¿Te acordás?
Parecía una ballena saliendo del océano, al que sólo una isla llena de palmeras
interrumpía, con gaviotas y mucho sol. Era temerario el bicho Calón. Un ser
amorfo, largo, largo, dibujado a lapicera, con unas jorobas de dinosaurio, y
ojos redondos, siempre un poco tristones, adentro de la boca. Miles de ojos
adentro de la boca, en los dientes, sobre su cara exterior, afilados dientes.
Pero de su tristeza me daba cuenta yo, porque a vos te decía que era malo, que
comía gente, por cada diente tenía un ojo, pero que era mi
amigo, y a mí me hacía caso, y me salvaba de los piratas de la isla del tesoro,
próxima a donde él habitaba. Vos le tenías miedo, pero yo te convencía de que
si hacías lo que yo quería, el bicho no te hacía nada. Y vos acatabas, muerta
de miedo. Me dabas tanta pena, con ese cuerpito temblando, y esos ojos
grises redondos, inquietos, que al instante me arrepentía, y te decía que no te
preocuparas, que mientras fueras mi hermana, el bicho Calón no te haría nada.
Pero volvía a odiarte y otra vez aparecía el bicho para asustarte, y yo,
el único que podía salvarte.
Me cuesta imaginar que estoy
escribiendo un fin de juego que vas a leer, finalmente. Soportar la idea de que
la última escena va a llegar, y vas a saber que fuiste la cuarta pared. Me
ahoga imaginarte en el preciso momento en que lo descubras. Sigo pensando que
escribo un cuento, uno más, que voy a borrar precavidamente antes de que otro
par de ojos lo recorra. Los tuyos. Me duele el estómago. ¿Cómo dejar caer estos
ropajes? Si siento el vahído y me carcome el vientre pensarte masticada por el
bicho del espanto. No lo aguanto. No podés saber. Pero tenés que saber. Pero
no. No lo soporto. ¡Carajo! Tengo que salir de atrás del mueble. No soy un
bicho bolita. ¡Esstúpido, belinún!
Tuve experiencias con otras Amandas, no
te vayas a creer. Amandas de carne y hueso. Pero me dejaban una hondonada en el
pecho que se extendía al estómago, hecha de un cerrado vacío del que se
agarraba una angustia creciente, que por momentos veía latir contra las paredes
de mi cuarto. Acostado con la Amanda de turno, tras el sinsabor del encuentro, yo
miraba mi dibujo del bicho Calón, enmarcado y colgado frente a la cama –lo descoIgaba
los días en que venías de visita y lo guardaba en el cajón–, y al rato de
mirarlo parecía llorar lágrimas como pequeños dinosaurios, cachorros
desmadrados, resbalando perdidos en un inocuo mover de patas desesperado, sin
saber qué hacer, cayendo a ese océano de incertidumbres y piratas. Sin saber
qué decir, qué hacer en el próximo segundo, qué sentir, si cocinar o leerle un
párrafo del libro de poesías de Vinicius de Moraes que conservaba en la mesa de
luz, si invitarla a darse una ducha conmigo o decirle que me esperan a cenar en
lo de mi hermana, era yo el que caía sin saber nadar, de los ojos dentados del
bicho Calón.
Cómo hablarte a vos, justamente a vos,
de mi soledad incurable, del dolor que se me instala cada día al volver de la
redacción, que no me deja tragar, me quita el hambre. Cómo hablarte de lo que
me odio escribiendo esas crónicas estúpidas que no le interesan a nadie, del
retrogusto de imbecilidad y de hastío después de cada palabra digitada en ese
oscuro teclado fabricador de arlequines. ¿Quién toma la palabra?
¿Entendés que no
soy, no puedo ser ese lugar común, ese que asume los pedazos heredados, huellas
de una historia hecha de retazos ? Quiero ser como todos. Quiero poder decir
“yo quiero…”. Quiero poder decir “yo” y sentirme “yo” y creer en lo que digo. Pero
no sé quién habla cuando digo “yo”, porque yo no soy. Perder el tiempo con los
muchachos de la barra. Quiero jugar al fútbol, mirar la tele, leer menos,
piropear a las mujeres, entusiasmarme con una crónica, estar contento con lo
que escribo, no pensar un minuto que está bien y al siguiente que es basura,
propia de un estúpido. No pensar en nada, ni en este agujero en el estómago,
ni en nada. Anestesiar alguna de las vertientes de este pensamiento siempre
indeciso. No me importa cual, cualquiera. Quiero un cuerpo caliente junto a mí
en la cama. Que use el cepillo de dientes rosado, los jeans y remeras
desparramados, y olvide por días los anticonceptivos en un cajón de la cocina.
Hace hoy tres semanas, seguía ocupado
en sostener a Amanda para Irma, cuando encerrado en el cuarto, mientras Irma
pasaba la aspiradora en el living, sentí un rasqueteo leve contra la pared, y a
continuación una gota que resbalaba, proveniente del extremo izquierdo del
cuadro. Antes de poder inspeccionar, una puntada fuerte en el estómago me dobló
en dos mitades. Quise llamar a Irma, pero en seguida me arrepentí. No quería
que te preocuparas. Aguanté el dolor punzante que no disminuyó por los minutos
que siguieron, mientras esperaba que Irma se marchara.
Los días sucesivos, olvidé
completamente a Amanda. Enredado entre médicos y exámenes, y el dolor, ahora omnipresencia
de una realidad irrefutable, la hice marchar sin avisar, esfumarse con la misma
velocidad de mi pensamiento. Por eso Irma empezó a desconfiar. En vez de
encontrar sus bombachas, sus discos de Ramil, o de Gilberto, o de Cassia Eller o
de Lenine que le mandaste a través de Irma, porque compartían el mismo
fanatismo por la música brasilera, su rouge en mis camisas, sus libros marcados
con marcadores de plata con forma de mariposa o de dinosaurio, o de gato,
encontró, un par de semanas después, el informe del examen médico que no quise abrir y que
olvidé, imperdonablemente, sobre la repisa.
El resto ya lo sabés, porque siete
horas después estabas golpeándome la puerta, queriendo acompañarme en los fatigosos
trámites médicos, a lo que me opuse con firmeza. ¿Para qué, si estaba Amanda? Es
verdad, no estaba ahí porque nos habíamos peleado, y se había ido unos días a
casa de sus padres, pero ya estaba al tanto de todo y volvería mañana. Te conté
que el pronóstico era bueno, que lo habíamos agarrado a tiempo, y que Amanda se
vendría, definitivamente, a vivir conmigo. Te obligué a volverte con Fernando y
los niños, hasta nuevo aviso, cuando el proceso iniciara.
No busques más libros, tengo los que necesito. Dejo este mail
programado para que te sea enviado en un par de días. No antes, no después.
Los
pequeños dinosaurios caen en cascada, pero el bicho Calón me acompaña. Te mentí
aquellas veces hace años: el bicho Calón te quiere más que a nada, más que a mí.
Nunca te iba a hacer daño. Nos vamos a navegar. Llevo mi plano del tesoro y un
libro amarillento con cinco mujeres en la tapa y el sello de una biblioteca, en
el interior. Cuando encuentre la isla, tomaremos ron y Amanda me esperará con
el libro abierto, para que lea en voz alta. Otras veces leerá
ella. Buscaremos el tesoro, junto a Meg, Jo, Amy y Beth. Aunque creo
que ya lo encontré. En unos días, te llegará por correo un cuadro, sólo un poco
mojado. Donde estoy el océano es muy salado.
Me gustó. Es fácil identificarse con el narrador. Quizá eliminaría las referencias a los gustos literarios, me parece que rompe el ritmo. Por lo demás "Donde estoy el océano es muy salado" es una bella frase final.
ResponderEliminarSaludos.
releí la parte que decís, y estuve de acuerdo contigo. la recorté bastante. otra vez gracias!
Eliminargracias anónimo! lo voy a releer con eso que me decís en mente! le hace falta trabajo aún a este texto (bueno, como a prácticamente todos los de este blog, que son más bien experimentos del instante). hoy ya lo podé bastante, pero tendrá su segunda oportunidad, espero que en breve. gracias de nuevo!
ResponderEliminarQue lindo cuento...
ResponderEliminarMaria Noel