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miércoles, 27 de junio de 2012

Espejismos de yo, fulano de tal

¿Nunca te pasó de despertarte de noche y en esos instantes de recuperada vigilia sentir un inefable vacío, de esos vacíos desprovistos de todo –no los agoreros que amenazan pero no cumplen, no–  de esos que ocupan toda la habitación, vaciándola, en los que súbitamente todo pierde sentido, menos la sensación de abismarte en un agujero negro? Aunque hasta  la segunda persona del verbo, que para vos ¿será la primera?, pierde sentido, porque la conciencia que percibe es tan ajena, que ni siquiera sentís que sea tuya. Es que no hay un “vos”  –un “yo”–, por lo que mejor sería decir: la sensación de abismarse, impersonal, de una conciencia que únicamente es conciencia de un vacío.
  
En esos instantes sentís que te separás de tu cuerpo. Ya no te pertenece. Sos solamente ese ente que percibe la nada, casi sin historia, porque la historia que recordás, es la de ese cuerpo que está tendido en esa cama, o que está orinando en ese baño, y que acompañás desde arriba, sin sentido, sin conexión con una memoria. Es casi un desconocido. Sus valoraciones no son las tuyas, porque no tenés valores, sos casi la nada, sustancia pensante sin materia. La historia de ese o esa que ahora mirás desde arriba, se aleja. Se aleja. Es neblina. Su memoria se diluye. No te importa siquiera. ¿Son tuyas? Historia y memoria, ¿son tuyas?

Pero todavía vos y ese cuerpo memorioso comparten un pecho. Sentís la opresión. Ese pecho está lejos, abajo, abajo, pero la sensación del yunque crece, crece a medida que llegás al techo. Proviene de ahí, aún lo sabés. De ese o esa que yace u orina.

No tenés otros sentimientos por esa carne ni por esa historia que la antigua conciencia se narraba acerca de sí misma y de su cuerpo, enmarañados, hasta el minuto de perderse en el sueño. Más bien sentís desinterés. Vos no sos aquella conciencia. Su novela en primera persona –reescrita durante los días y las noches, registro de las huellas de un recorrido que apenas sí divisás, lejano, perdido–, quedó tirada bajo la cama, y no se diferencia de cualquier otra novela. Mirás a quien duerme a tu lado, y es tan extraño o extraña como ese cuerpo al que solés decirle “mío”, evidente sinsentido.

Sobreviene un desgarro de duermevela. Ese cuerpo se queda sin boca. La boca es tuya, pero ya no tenés cuerpo que pueda pronunciar las palabras que ahora pensás. No sabés quién las piensa, acaso ese abismo insustancial de la habitación en el que flota ese discurrir de ¿qué conciencia? Te asustás. Querés volver a habitar a ese o esa que ahora se lava los dientes, uniendo los pedazos, olvidando para siempre que es otros.

El miedo es un gigante de pies pesados. Te atrapa. Sentís algo así como una náusea. Querés que acabe. Pero ¿para volver a dónde? Si ese o esa que ahora vuelve a la cama es un fulano de tal, una fulana de tal, por los que no tenés sentimientos. Sólo deseás que eso acabe.


Hasta que todo se diluye nuevamente en el sueño, tras el que recuperás tu cuerpo, tu boca y tu memoria y el libro bajo la cama vuelve a ser tu propia autoficción.

¿No te pasa cada tanto, ser conciencia de un espejismo?



27 de Junio de 2012

Nota: gracias al capítulo 84 de Rayuela por ser interlocutor de este diálogo.


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