Entró
y se desplazó rápidamente hacia la salita escondida en el fondo, escindida del
gran salón lleno de mesas, luces y voces entreveradas provenientes de la gente
que de a poco lo iba poblando.
Sorteó
con dificultad las mesas dispuestas simétricamente en su camino. Devolvió
apenas con un gesto breve de mano los saludos que varias personas le propinaban
entusiastas. Contestó con un par de monosílabos inaudibles al par de preguntas
que el dueño del lugar le efectuó animadamente y se perdió tras la puerta de
aquella trastienda misteriosa.
No miró a nadie en su carrera decidida y silenciosa hacia
aquel lugar. Se concentró en las mesas, chocó contra una, miró el suelo
mientras sus pasos la bordeaban, y por fin alcanzó aquella puerta, y tras ella
desapareció.
Habitaba un cuerpo de alfeñique, cuarenta y cinco quilos; y
gramos. Sus hombros, cercanos entre sí, decididamente volcados hacia delante. Su
mentón buscando el pecho. Su vista tanto más amiga del suelo que del cielo. Su
rostro de cuarenta y nueve diciembres lucía como únicas líneas de expresión dos
surcos profundos que descendían hasta el nacimiento de esa nariz respingada y pequeña,
en el justo descampado que se abre entre el par de matorrales poblados sobre
los ojos. Ningún otro pliegue delataba una gran alegría o una pena profunda. Lo
único recto en esa cara era ese par de grietas corriendo, despreocupadas, por
el entrecejo. Su boca de labios finos, que parecía estar siempre en estado de
reposo, se arqueaba ligeramente hacia el piso, como sus ojos oscuros y acuosos.
El pelo necesariamente corto y negro. Siempre así. Siempre
corto, siempre negro; aunque ahora algunas canas lo contaminaban, mestizándolo.
Bajo
el blazer claro vestía un buzo negro, ni ajustado ni holgado, por el que
asomaba un cuello de camisa inmaculadamente blanco. Sus manos se escondían bajo
los bolsillos de un pantalón de vestir de igual color que el blazer, recién
estrenado.
De a poco fueron llegando los demás, que en lugar de
dirigirse presurosos a aquel compartimiento secreto, esquivando mesas y gente,
zigzagueaban por acá y allá, conversando con unos y otros, engordando un poco
más esa nube de humo en suspensión que venía espesándose desde hacía rato a
pucho lento, tomándose “una” con Fulano, “otra” con Mengano y así sucesivamente,
hasta que finalmente terminaron también atravesando aquella puerta cerrada.
Pasaron tres minutos, cinco, diez, y finalmente la puerta
se abrió desde dentro, y apareció él mirando el piso y de a poco los demás –vasos
de cerveza en mano-, siguiéndolo.
Subió serio, mirando concentrado cada uno de los escalones
de la tarima que pisaba. No miró cuando lo vivaron desde las mesas, ni miró a
quien le alcanzó el vaso de agua mineral gasificada del que sorbió apenas un
trago.
Golpeó con repetidos movimientos rítmicos de su
mocasín marrón el piso del escenario, y luego del un, do, tré susurrado, el
espacio todo se inundó de las primeras distorsiones del hardrock de su guitarra
eléctrica.
¿2003?
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