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martes, 5 de junio de 2012

Estereo-tipos


Entró y se desplazó rápidamente hacia la salita escondida en el fondo, escindida del gran salón lleno de mesas, luces y voces entreveradas provenientes de la gente que de a poco lo iba poblando.
Sorteó con dificultad las mesas dispuestas simétricamente en su camino. Devolvió apenas con un gesto breve de mano los saludos que varias personas le propinaban entusiastas. Contestó con un par de monosílabos inaudibles al par de preguntas que el dueño del lugar le efectuó animadamente y se perdió tras la puerta de aquella trastienda misteriosa.
No miró a nadie en su carrera decidida y silenciosa hacia aquel lugar. Se concentró en las mesas, chocó contra una, miró el suelo mientras sus pasos la bordeaban, y por fin alcanzó aquella puerta, y tras ella desapareció.
Habitaba un cuerpo de alfeñique, cuarenta y cinco quilos; y gramos. Sus hombros, cercanos entre sí, decididamente volcados hacia delante. Su mentón buscando el pecho. Su vista tanto más amiga del suelo que del cielo. Su rostro de cuarenta y nueve diciembres lucía como únicas líneas de expresión dos surcos profundos que descendían hasta el nacimiento de esa nariz respingada y pequeña, en el justo descampado que se abre entre el par de matorrales poblados sobre los ojos. Ningún otro pliegue delataba una gran alegría o una pena profunda. Lo único recto en esa cara era ese par de grietas corriendo, despreocupadas, por el entrecejo. Su boca de labios finos, que parecía estar siempre en estado de reposo, se arqueaba ligeramente hacia el piso, como sus ojos oscuros y acuosos.
El pelo necesariamente corto y negro. Siempre así. Siempre corto, siempre negro; aunque ahora algunas canas lo contaminaban, mestizándolo.
Bajo el blazer claro vestía un buzo negro, ni ajustado ni holgado, por el que asomaba un cuello de camisa inmaculadamente blanco. Sus manos se escondían bajo los bolsillos de un pantalón de vestir de igual color que el blazer, recién estrenado.
De a poco fueron llegando los demás, que en lugar de dirigirse presurosos a aquel compartimiento secreto, esquivando mesas y gente, zigzagueaban por acá y allá, conversando con unos y otros, engordando un poco más esa nube de humo en suspensión que venía espesándose desde hacía rato a pucho lento, tomándose “una” con Fulano, “otra” con Mengano y así sucesivamente, hasta que finalmente terminaron también atravesando aquella puerta cerrada.
Pasaron tres minutos, cinco, diez, y finalmente la puerta se abrió desde dentro, y apareció él mirando el piso y de a poco los demás –vasos de cerveza en mano-, siguiéndolo.
Subió serio, mirando concentrado cada uno de los escalones de la tarima que pisaba. No miró cuando lo vivaron desde las mesas, ni miró a quien le alcanzó el vaso de agua mineral gasificada del que sorbió apenas un trago.
           Golpeó con repetidos movimientos rítmicos de su mocasín marrón el piso del escenario, y luego del un, do, tré susurrado, el espacio todo se inundó de las primeras distorsiones del hardrock de su guitarra eléctrica.


¿2003?

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